Adalber Salas Hernández

Nuevas cartas náuticas

 

 

 

LXXX – Mandatos funerarios de los marinos partos
(Res Gestæ, Amiano Marcelino)

 

No permitas que los muertos velen por ti.

No hagas que los muertos trabajen para ti.

No los menciones en tus plegarias, que con ello
sólo conseguirás despertarlos.

Si el muerto conoció el mar, sepúltalo en tierra con un puñado de sal en la boca.

Si el muerto comandó una nave, sepúltalo con un trozo de madera olorosa en cada mano. Los gusanos no se atreverán a su carne.

No les pidas favores, no los llames, no los amarres a tus palabras y oraciones. Una oración es una cadena atada al tobillo de su ánima; no pueden zafarse y huir.

No busques consultarlos escrutando la tripa ennegrecida de la noche.

Unta con aceites ocres el cuerpo del muerto. Espera a que se hinche antes de enterrarlo, cuando su piel tenga el color del mar bajo poca luz.

No pidas a los muertos que te guíen en altamar; sabes que tienen prohibido entrar al agua.

No dejes comida para ellos; no tienen apetito.

Si el muerto se ha ahogado, será necesario cortarlo en trozos y darlo de comer a los peces.

No enciendas velas ni quemes hierbas aromáticas, que con ello sólo conseguirás su insomnio.

No uses sus huesos en la adivinación. Cada hueso es una llave, pero no sabes de qué puerta.

Déjalos en su eternidad angosta, en su cama estrecha como un labio.

 

 

 

LXXVII – Carminibus quaero miserarum oblivia rerum
(Tristia, Publio Ovidio Nasón)

 

En Tomis
volví a aprender del miedo

cuando escuché por primera vez
a los bárbaros y sus tambores

y sus voces desnudas por el frío

y vi sus fuegos encenderse a lo lejos,
en la noche, como luces provenientes
del fondo del océano.

Entonces fui de nuevo un niño,
pero enfundado en el cuerpo
de un hombre abrumado y lejano,

ese niño que escucha las olas
antes de verlas.

Hablo
para drenar ese mar.

 

 

 

LXXIV

 

En Araya, la sal sin fin castigada por el día encandilado. Sobre las salinas, la antigua fortaleza española, arruinada de tal forma que es imposible saber

si está a medio construir o a medio derruir.

Vieja osamenta de pescado que el sol ha hecho piedra.

La sal es implacable con lo vivo. Lo deseca, lo enjuta, acelera los oficios del tiempo en la carne. Como si se tratara de otra forma de necesidad.

La sal, los huesos triturados de la luz.

Hacia el este, en línea recta, el Golfo de Paria, llamado por otros Golfo Triste o de la Desolación.

 

 

 

LXVIII

 

El clavadista es la imagen antitética del escafandrista, su doble invertido.

Ante la casi entera desnudez del clavadista, el pesado traje del escafandrista: el metal, los tornillos, las mallas.

Ante la movilidad del clavadista, su labilidad de pez, las botas herradas del escafandrista, sus gestos remotos incluso para sí mismo.

Ante el clavado y el vértigo, la torpe zambullida, lenta, como de ancla abandonada.

Ante la respiración contenida, pulmones cerrados sobre el aire de la superficie como un lejano recuerdo de otro mundo, la memoria umbilical del escafandrista que no le permite ignorar su procedencia, fingirse uno más entre los peces.

Ante el olvido, el recuerdo; ante la fugacidad, la calma ralentizada.

El escafandrista es el primer ser humano en descubrir
que para salir de este mundo no hay que abandonarlo, sino sumergirse.

 

 

-Los poemas pertenecen al libro inédito Nuevas cartas náuticas.

Adalber Salas Hernández (Caracas, Venezuela, 1987). Poeta, ensayista, traductor. Entre otros, autor de los libros Salvoconducto (XXXVI Premio de Poesía Ar ... LEER MÁS DEL AUTOR