Humberto Díaz-Casanueva. Réquiem

 

Continuamos esta sección con dos fragmentos de un Texto clave del destacado poeta y Premio Nacional de Literatura.

 

 

 

Humberto Díaz-Casanueva

 

Réquiem

I

Como un centinela helado pregunto ¿quién se esconde en el tiempo y me mira?

Algo pasa temblando, algo estremece el follaje de la noche, el sueño errante afina mis sentidos, el oído mortal escucha el quejido del perro de los campos.

Mirad al que empuja el árbol sahumado y se fatiga y derrama blancos cabellos, parece un vivo.

Pero no responde nadie sino mi corazón que tiran reciamente con una larga soga.

Nadie, sino el musgo que sigue creciendo y cubre las puertas.

Tal vez las almas desprendidas anden en busca de moradas nuevas.

Pero no hay nadie visible, sino la noche que entra a menudo en el hombre y echa sellos.

¡Oh, presentimiento como de animal que apuntan! Terrible punzada que me hace ver.

Como en el ciego, lo que está adentro alumbra lo distante, lo cercano y lo distante júntanse coléricos.

Allá muy lejos, en el país de la montaña devoradora, veo unas lloronas de cabelleras trenzadas que escriben en las altas torres, me son familiares y amorosas, y parece que dijeran “unamos la sangre aciaga”.

¿Hacia dónde caen los ramilletes? ¿Por qué componen los atavíos de los difuntos?

¿Quién enturbia las campanas como si alguien durmiera demasiado?

Aquí me hallo tan solo, las manos terriblemente juntas, como culebras asidas, y todo se agranda en torno mío.

¿Acaso he de huir? ¿tomar la lancha que avanza como el sueño sobre las negras aguas?

No es tiempo de huir, sino de leer los signos.

¡Cómo ronda el corpulento que unta la espada! Las órdenes horribles sale a cumplir.

De pronto escucho un grito en la noche sagrada, de mi casa lejana, como removidos sus cimientos, viene una luz cegada, una cierva herida se arrastra cojeando, sus pechos brillan como lunas, su leche llena el mundo lentamente.

 

 

II

¡Ay, ya sé por qué me brotan lágrimas! Por qué el perro no calla y araña los troncos de la tierra, por qué el enjambre de abejas me encierra y todo zumba como un despeñadero y mi ser desolado tiembla como un gajo.

Ahora claramente veo a la que duerme. Ay, tan pálida, su cara como una nube desgarrada. Ay, madre, allí tendida, es tu mano que están tatuando, son tus besos que están devorando.

¡Ay, madre!, ¿es cierto, entonces? ¿te has dormido tan profundamente que has despertado más allá de la noche, en la fuente invisible y hambrienta.

¡Hiéreme, oh viento del cielo! Con ayunos, con azotes, con puntas de árbol negro.

Hiéreme memoria de los años perdidos, trechos de légamo, yugo de los dioses.

A las columnas del día que nace se enrosca el rosario repasado por muchas manos, y el monarca en la otra orilla restaña la sangre.

Y todas las cosas quedan como desabrigadas en el frío mortal.

¿Acaso no ven al niño que sale de mí llorando, un niño a la carrera con su capa en llamas?

Yo soy, pues, yo mismo, jamás del todo crecido y tantos años confinado en esta tierra y contrito todo el tiempo, sujeto por los cabellos sobre el abismo como cualquier hijo de otros hijos, pero únicamente hijo de ti, ¡Oh, dormida, cuya túnica, como alzada por la desgracia llega al cielo y flota y se pliega sobre mi pobre cabeza!