Julieta Lopérgolo

Pero en el aire

 

 

 

 

Las estrellas colgaban como cirios helados

sobre el monte.

Sólo nosotros mirábamos la luz suspendida

en silencio.

Los animales soñaban con el fuego

dentro de sí.

Los pájaros se hincaban.

 

*

 

Nos desacostumbramos a los sonidos del monte,

al poco cuerpo de la oscuridad,

clavamos nuestros sollozos como espinas

en los pliegues de un idioma que no conocemos

para marcar un camino,

nosotros,

los que no sabemos llorar.

 

*

 

Mi infancia es una cicatriz que viaja

quieta como una sospecha.

Todavía arde.

Como una palabra

en la lengua materna del viajero.

 

*

 

Mamá, ¿es insomnio esto que me pasa?

¿Despertar como si todo yo flotara

en una barca más liviana que el papel

sobre un río de pétalos mojados?

¿Esto es? ¿O es no poder siquiera agradecer

la brevedad del sueño,

la barca,

los pétalos,

el refugio que ordena una memoria precaria

para el descanso?

¿Como las letras que pesan en las cartas?

Acaso sea esa espera,

unos ojos cercanos que miran hacia arriba,

hacia adelante,

el cielo recién oscurecido,

ese ahogar lento de la tarde en gotas

o esa niebla que pasa ante mis ojos

como un delirio

en medio de una decisión.

 

*

 

Me quejo

de la poca profundidad

de lo que tiembla,

como si viviera rodeada de cachorros

y el tiempo fuera una escena que crece

hasta el punto de un abandono ilimitado,

de mi voz en los sueños,

de proferirla como si toda yo viniese

una extranjera

y hablar sucediera con los puños

y las palabras se golpearan entre sí

y de mi boca sólo cayeran heridas.

 

*

 

Se ha desolado el cielo tantas veces.

Se ha perdido intemperie,

se ha enfriado la casa

más de la cuenta.

Se ha sido ingrato con la noche,

inclemente con la oscuridad,

como con un desconocido.

Se ha fallado en la espera,

se ha convivido con la muerte

como si todo fuera pasado.

 

*

 

Cada nombre dolía como una pregunta

lanzada a un aire agrio

mientras me curaba del significado

de las palabras que vivían

en la casa común.

Pero yo escribía

como si estuviera a punto de ahogarme

y me inventara una orilla.

Ay, si el dolor pudiera ser un animal

capaz de dormirse solo,

con todo lo necesario para despertarnos

como una madre o un padre,

o un tipo de madre o padre

sin otra aspiración que la de protegernos,

con la suficiente voluntad para dar

las primeras palabras del día y de la noche

y olvidarnos.

 

*

 

Hablame de los cuerpos de los difuntos

sin ceremonias

desparramados en la isla.

Hay quienes dicen que los lugareños se encargan

de enterrarlos, pero en el aire

enredado entre los árboles.

Los muertos comienzan a trabajar temprano en las orillas,

sus pasos son celestes a cierta hora,

los míos sufren de una quietud irremediable.

Hablame de los cuerpos de los difuntos

sin ceremonias.

No sé nada de eso.

 

*

 

Las espinas en la frente del hijo

las deja dios,

deja que ocurra esa laceración

donde al hijo se le posan los pensamientos.

La sangre que mana como un orín interminable

del cuerpo del hijo

permite dios.

Todos los tramos del calvario observa.

Nadie puede salvar al hijo

mientras la memoria del padre

se construye como un insulto.

Pero dios abandona más al hijo

y el hijo se libra de dios

y pronuncia su nombre en vano,

como el de cualquiera.

Que la libertad sea esa desobediencia

porque eso que hace con su hijo

dios lo hace con todos.

 

*

 

No digo que no cuando te nombro,

cuando tu nombre termina

y me invade una náusea

del tamaño de un país pequeño

pero lo suficientemente hondo

para fundar una equivocación

entre sus límites.

Lo había decidido.

Si no estaba tu voz en algún sitio

ese solo silencio de tu nombre tomaría

la forma de una devastación,

la medida de un agujero

en todo lo que sigue.

Pero no.

Entonces sobrevivo,

que es una manera de decir

cómo fracasa ese dolor,

cómo se despeja.

Julieta Lopérgolo Nació en Rosario en 1973. Licenciada en Letras y en Psicología. En 2018 publicó el poemario Para que exista esa isla, (Postales ... LEER MÁS DEL AUTOR