Ana María Iza

Prodigios

 

 

Para reconocer el bosque que somos no hace falta más que cruzar el mundo cotidiano con el tiempo. Eso ha hecho Ana María Iza en La rosa desbocada de su poesía. Los objetos que la rodean multiplican su significado en el presente de una casa al convertirse en recuerdo. Nace así el lirismo de una cotidianidad simbólica, de una fábula vestida de diario. La poesía reconoce que es una ignorancia inteligente, un modo de avisarle al yo que no sabe lo que dice cuando dice yo. Desde el principio hasta el final nuestra identidad se parece a una maleta que se abre y se cierra. El viento dobla en ella sueños perdidos, imágenes, compañías, sillas que se van quedando vacías, amores y odios hasta conformar el bosque que somos, el insomnio que nos visita cada noche. Ana María Iza buscó en la poesía la manera de ordenar ese bosque, no se miró en el espejo, sino en la tinta. Dejó que en su soledad entrase la vida a ráfagas, el saber de la muerte que convive con la memoria, y se entregó a la herida redonda de sus versos.

Luis García Montero

 

 

La historia de un libro póstumo
Ana María Iza o el desbocamiento de las rosas

Por Xavier Oquendo Troncoso

Ana María Iza odiaba las rosas. Las estrujaba en su mano y luego las desflecaba, hasta dejarlas en tallo desnudo. Era cruel con ellas. Siempre dijo que prefería que le regalen un par de medias a un buque de rosas sanas que, horas después, iban a terminar en la maloliencia de un florero antipoético.

Siempre convocó a sus símbolos vivificados en sus poemas. Y terminó titulando a su último libro, su libro póstumo, irónicamente, como Rosa desbocada para deshojar, con su palabra, su significante.

Ana María fue mi poeta favorita por un largo rato de mi adolescencia creativa. El primer libro que leí de ella se llama Reflejos del sol sobre las piedras, libro que desbarató mi postura de poeta romántico a destiempo o de modernista ineficaz a fines del siglo XX.

Con ella se me fueron al trasto los versos alejandrinos patojos y los endecasílabos desgarbados y edulcorantes y se me fue llenando de sorpresa la mañana nueva que se abría en poesía.

Cuando la conocí, en los primeros años de los noventas, ya me había abastecido de otros títulos escritos por esta mujer del verso. Adquirí Fiel al humo y Heredarás el viento, libros de poemas claves para entender su desarrollo por el sendero del verso.

La conocí “iracunda”, como parecía ser cuando uno la veía desde lejos. Le tuve cierto recelo –miedo mismo era-. Ella y yo estuvimos invitados a dar una lectura en el colegio que queda atrás del convento de San Diego. Llegó con una amiga, que luego resultó ser su traductora al inglés: Alicia Caviedes Fink se llama. En una sala nos recibieron las monjas del convento antes de pasar a la lectura. Ana María me vio joven, nervioso e inexperto y me saludó con la mano extendida: “Usted ha de ser de algún taller de poesía, ¿no?…” y casi enseguida, ella misma, sin que yo pueda responderle palabra: “Yo tengo un poema en contra de esos talleres”. Hasta aquí estuvo intacto mi cariño desmedido por la poeta. Iza se me fue al trasto del corazón luego de semejantes palabras. Estuve a punto de llorar. “No”, respondí, pero ella ni me escuchó.

Entramos al auditorio del maravilloso recinto religioso. Lo llenaron una cantidad de muchachas adolescentes que me vieron con una cómplice coquetería. Yo era un joven poeta que estaba por encima de los 20 años, y la pose de conquistador del planeta. Sin embargo, ese día, el mundo terminó golpeándome con sus filos espinos. La palabra de la poeta que más admiraba en la tierra, hizo estragos en mi ego sensible.

Se podría decir que antes de quererla enormemente, la odié por más de 20 minutos. Me pasó el dolor al momento en el que leí mis mamarrachos versos a las jóvenes cuasi bachilleras que me aplaudían en medio de chiflidos y silbatazos profundos. Era una fiesta de cornetas y pitos que llenaban los altísimos muros del antiguo convento. Regresé en ese momento a ver a Alicia Caviedes que estaba en la primera fila del auditorio, muy emocionada y conectada. Luego me senté junto a la poeta y me dijo algo así como “buen taller ha sido, el suyo”. Yo traté de decirle que no era miembro de ningún taller, pero volvió a no hacerme caso. Ana María leyó sus versos enseguida, ella era el “plato fuerte”. Saludó a la platea como quién no quiere hacerlo, con un discurso socarrón y divertido. Les hacía bromas a las estudiantes sobre su edad, como si fueran íntimas amigas o, mejor, como si ella fuera una de ellas, y todo iba relacionándolo con sus poemas. En sus lecturas solía cerrar los ojos y recitaba de memoria sus intensos versos con el libro abierto: Me despido de mí/ de ti/ de todos... Cerraba y abría los ojos, como si el poema le obligará a adentrarse por un universo, un túnel, una explosión de sentimientos y sinrazones muy extrañas. Sudaba cuando recitaba y leía con unas pausas estremecedoras, esos poemas llenos de dolor irónico y concentrado lenguaje figurado. Luego descubrí que siempre se aprendía los poemas de memoria y los recitaba recordando cada una de las sílabas que tenía el verso. Estas acciones no eran nunca intencionales. El verso le salía con una oralidad perfecta. A veces recordaba las sílabas solamente y tarareaba cuando no tenía cerca su poesía para encontrarse con ese dictado divino y estremecido. En muchas ocasiones olvidaba un verso, pero sabía la música de este.

Luego de ese inolvidable recital, en una recepción que nos ofrecieron las religiosas, Ana María habló con enorme soltura, de cualquier cosa, y siempre sacaba el hilarante discurso de su vida, con quien esté presente. Sus anécdotas cruzaban su vida de  colegiala, sus primeros amores dolientes y espesos o aquel emblemático suceso cuando fue con su cuaderno de versos, en pleno fin del bachillerato, a la Casa de la Cultura Ecuatoriana, en donde estaba sentado, en la oficina de la secretaría, el poeta Miguel Ángel Zambrano, con quien habló sobre su libro al cual tituló, maravillosamente, Pedazo de nada. El vate secretario leyó los versos de la casi infante poeta y, asombrado por la fuerza y luminosidad de su palabra, fue hasta donde su jefe, Benjamín Carrión, Presidente de la CCE de aquella gloriosa época, quien, luego de leerla, pidió que se imprima el libro ipso facto en las prensa de la institución.

Una mujer llena de anécdotas y profundísima noción de libertad. Hablaba en alta voz de lo que sentía, nunca bajó el tono para nada. Y cuando le tocaba hablar al otro, o del otro, lo decía, sin espasmos ni protocolo, como cantar con una melodía popular.

A propósito del canto, aquella vez que la conocí, la poeta dejó a un lado ese tono versal y comenzó a cantar sin ninguna vergüenza un cuplé: Nena/ me decían loca de placer…., luego siguió con Paloma blanca/ piquito de oro….. Cantaba con una voz poderosísima. Luego nos contó que fue parte del coro de la Casa de la Cultura Ecuatoriana con el maestro Oscar Vargas Romero, en la época de oro de los años sesentas. Ana María siempre fue una caja de sorpresas.

Con el paso de los días, la poeta nacida en Quito, en 1941 pasó a ser una enorme amiga mía. Apreciaba mucho mis juicios críticos y mi concepción de la poesía ecuatoriana. Me contaba historias de sus contemporáneos: Euler Granda, Ileana Espinel, Rodrigo Pesantez Rodas, Carlos Eduardo Jaramillo, Manuel Zabala Ruiz,  Antonio Preciado, Rubén Astudillo, Violeta Luna, Simón Zavala, entre muchos otros nombres.

Me hablaba también con sabia hilaridad de sus asuntos domésticos: sus hijos, su mundo interior, de las formas con que quería concebir su vida. Mi vida siempre convivió con su historia personal a la par que con su historia poética.

Ana María dijo alguna vez que nunca escribiría su biografía, porque todo lo que ella amo, odió, buscó, encontró, añoró, estaba en sus versos. Que su vida estuvo en la poesía y así tiene que ser.

Siempre me gustó esa suerte de ser maga en las palabras. Todo quiso poetizarlo, a todo le guiñó el ojo, con todo bailó la danza del verso. Fue desacralizando lo “políticamente correcto”, fue moviendo las piezas de ajedrez polvorientas por la inmovilidad, fue destruyendo los muros, sacudiendo la basura y el fango de la tierra y proponiendo nuevas connotaciones y significaciones.

Con ella fuimos a muchas lecturas de poesía, la homenajeamos en Encuentros y actos públicos, publicamos y presentamos algunas antologías de su obra. Siempre estuvimos vigilantes de su quehacer poético.

Llegué a ser su confidente versal. Me confió su obra y yo, celosamente, le pasaba sus poemas a limpio, ordenaba su enorme cantidad de manuscritos donde se hallaban, en muchísimas ocasiones, unos poemas que, con título distinto, eran los mismos, pero con algunas variaciones. Llegué a encontrar variantes poéticos hasta en doce textos que eran el mismo poema. Cuando buscábamos el poema definitivo, la autora cerraba los ojos mientras yo le leía y ella me decía el texto definitivo, luego de escuchar el ritmo justo con que lo había escrito.

Ana María solía decir que tiene unas antenas que le van proveyendo de los versos, estas actuaban independientemente de ella misma. Rodrigo Pesantez Rodas me confesó que ella, en sus últimos meses de vida le dijo: “hiervo en poesía” y que ésta no le deja en paz, que la presencia del verso está más allá de lo que ella anhela.

En su etapa final, me llamó algunas tardes para que arme su libro –este que ahora está en sus manos- con el rigor de su autocritica. Acaso sabiendo que este sería su último recado poético. Juntamos sus poemas, previa una revisión sería con la presencia de su sonora cabeza circunspecta.

Dos meses, aproximadamente, antes de su fallecimiento, luego de haber estado conectada por algunos meses al oxígeno que sus pulmones necesitaban y con gran dificultad en su voz, pero sin haber perdido su sentido del humor ni su torrencial talento, le entregué su libro para que lo revisará en esos días de afectaciones físicas.

Me llamó dos días antes de que dejara de existir. Me dijo: “Te dejo el libro en una carpeta roja”. Nunca pensé que moriría en 48 horas.

Escribió, en un recado con mi nombre, dos títulos para que escoja el definitivo: “La mano del viento” o “Rosa desbocada”. Lo escribió en un papel que guardo como tesoro, ya que fue el último manuscrito que me dejó.

Murió en la lucidez completa, plena de poesía, junto a sus hijos y siempre en proceso creativo.

Una noche llena de silencio, en mi casa, con la nostalgia plena de su ausencia, pregunté a la poeta Ana Cecilia Blum cuál de los dos títulos es el que más le gusta. Me dijo que los dos, pero que mejor le preguntase a ella. Esa misma noche hice el ejercicio místico: pregunté en silencio a mi querida Anita María sobre cual sería el mejor. Juro que me respondió. La recordé aquella noche aprisionando una rosa y deshojándole. Pensé, entonces, en la lucha que siempre tuvo con la poesía. Y decidí titular a su libro Rosa desbocada.

En el fondo ella fue una rosa, efectivamente, a la que deshojó la poesía.

Y estuvo desbocada desde siempre, desde que el poema le obligó a tatuar su huella por la tierra para convertirse en eterna: una enorme poeta para los sensibles del mundo.

Ana María volverá a hablar conmigo, con todos.

Sus poemas serán su eco.

Que así sea siempre,
porque yo la extraño,
porque yo la admiro,
porque yo la siento…

Ni más ni menos.

Quito, 31 de enero de 2017

 

 

(De su libro “Rosa desbocada”, El Ángel Editor, Quito, 2017)

 

 

LA MALETA

Nunca amé más a una maleta:
abrazadas las dos tras un armario
con miedo a que despierten en la pared los retratos
raros;
parecíamos dos niñas pequeñitas
aturdidas de susto y sobresalto

Ella
al fondo descosida
yo
los labios apretados

Ella
una mota de polvo en la mejilla
de su cutis de raso
¿dónde andará ahora mi maleta…
hoy que tengo de nuevo los labios apretados…?

 

 

LA FUNDA  DE  PAPEL

La funda de papel sobre la mesa
ignora que es funda de papel sobre la mesa

No grita
no odia
no maldice
Ignora si vino de algún trapo
de esclava
meretriz
o poetisa
Pero yo que reniego
dudo
malicio
que en plena luz del sol me asaltan pesadillas
Yo
que digo que soy yo y ni se lo que digo…
me contenta no ser funda de papel
sobre la mesa
y saber que me colma un gran vacío

 

 

AL FINAL DE LA CAMPANA

Excompañera
se me ocurre escribirte
al fin de la campana

No sé quién eres ahora
dónde vives
ni cómo te llamas

Eras mejor que yo en matemáticas
Una vez al copiarte saqué veinte
y tú hiciste un verso por copiarme
-no sé si lo recuerdes –

Quizás te hiciste arquitecta y construiste un árbol
y sus frutos del bien y el mal probaste
¿Siguen tus ojos alborotando las caderas del barrio…?
¿Continúas alabándote?
¿Cuántas veces amaste…?
¿Cuántas otras te casaste…?
Te salieron las cosas… ¿Cómo las imaginábamos..?

A MÍ TAMPOCO.

 

 

EL VUELO

Siempre quise volar como las hojas,
que fuese el viento mi padre
y mi madre la brisa
o el vendaval me adaptara.

Sálvame de los Doc
de los dogmados.
Yo solo creo en el dogma de la vida
cantada por los hombres y los pájaros,
en la bella verdad que tú me cuentas
cuando te escucho a solas en mi llanto.

Líbrame de los que callan y parecen sabios,
de los que hablan mucho yo me defiendo.

No permitas que me encoja ni me agrande.

Cuando quiera caerme
enséñame una flor.

 

 

NI REINA NI ESCLAVA

De pronto las hormigas
sin poder con ellas amigarnos,
sin poderles decir: ¡Hola hormiguitas!
quieren sumarse al puesto de trabajo.

Si fuese tamaño de una hormiga
-aunque menos que hormiga soy frente al espacio-
mis antenas librarían a mi mente
del cósmico
desgarro en el que me hallo.
Estaría enamorada de un hormigo
cantándole mi canción desesperada.

Ni reina
ni esclava.
De pronto las hormigas se van
y yo me quedo
con una verde hoja clavada en la garganta.

 

 

ROSAS

¡Rosas!
Las quiero en el jardín no en los jarrones.
Rojas de rabia si un espino las hinca.
Bebedoras del cáliz.

No las acepto mudas
estáticas,
en espera que el viento las sacuda.
las grite

Pero tal vez las noches se vuelven periodistas
Dinámicas
audaces
en las primeras planas del cosmos
publican los motines.

De todos modos en vez de rosas
Prefiero chocolates rellenos de vodka

¡Gracias!

 

 

PRODIGIOS

Existen masteradas
las Harvard,
los prodigios.

Pero yo encontré
el secreto de convertir el oro en agua.

Solicito
mi reconocimiento,
la patente
por la futura inundación
mañana.

 

 

 

Ana María Iza (Quito, 1941-2016). Fue una de las poetas más reconocidas e importantes del Ecuador. Licenciada en Ciencias de la Comunicación,  ejerció ... LEER MÁS DEL AUTOR