Panorama del ídolo
Expedición al tiempo
Lo despistado, lo roto, me sigue detrás como un caballo muerto.
Lo que cayó en el paño de las indecisiones,
el agua terca, y quedó tirado en el camino.
En este vaso con un perro adentro, y que bebo solitario en esta noche,
frente a resoluciones quemadas, a un ángel como si fuese de hueso,
penetro otra vez en mí, desciendo en un largo viaje,
oliendo el camino, fumándome el tabaco del alma,
o interrogando al enano que vive a espaldas de mi rostro.
Pero hay una piel negra, un tiempo de labio leporino,
algo rasgado y esencial entre esta muerte de ahora y el candado seco de otras floraciones.
Partieron los días, como golondrinas de arena, o la amante de tristes ojos,
y cuanto intenté rescatar está como cuero tendido.
Yo te recuerdo atravesada por la jabalina del tiempo.
¡Qué largo andar! ¡Qué largo viaje para este día!
Abarcabas el espacio negro, acariciabas el hocico de las horas, y yo, tenaz, ardiente, miserable,
retrotrayendo un azar temible, un velo despedazado en el estupor pretérito,
pero lejano, irremediable, como una nube entre la pierna abierta.
Retorno
Como el salmón que torna a la grava de la muerte,
remonto el río, calvo, seco, desdentado,
roto ya el oro de las ensoñaciones,
desdichado, veloz, cabezabajo.
Atrás: la tierra, su macho de furores,
la tierra como una esponja negra,
y un collar de sombras y pedradas en los ojos.
Tú que bajaste conmigo y eras un castaño claro,
que descendías como la mano blanca sobre la tecla negra,
dime, ¿qué fue? ¿Qué bestia
me apretó la cintura hasta derramarme,
vagabundo, ensimismado, con un hueso en el aire de la cabeza?
Adorabas al sol, evocabas otro lenguaje,
pero yo estaba muerto, mutilado, vivía en Asia, en Oceanía,
ostentaba la filosofía redonda de los perros,
pero el mundo era cuadrado, amor mío, ¡era cuadrado!
y tenía un florete de pestaña roja.
Nunca pude explicar. ¡Todo es inexplicable!
Todo tangible, húmedo alrededor, y se escapa como la hembra del camello. Sólo
tú tienes forma. ¡Arrójame tu vestido,
ahora que los sueños buscan una extraviada deidad, un presagio encima de la muerte.
Esta noche remonto el río, como el salmón maldito que descendió al mar y vuelve
díscolo, envuelto en pálidas alucinaciones,
saltando sobre los rápidos, entre duelos y ráfagas verdes,
pero con el embrión muerto, el ojo muerto,
buscando para caer la piedra definitiva.
Poema de las manos muertas
Toma mi mano, este hueso que estará un día podrido.
Apriétala, ponla sobre tu corazón mientras dura la noche.
Con ella escribo esta estrofa muerta, reviento una mariposa cada mañana.
Con ella te digo adiós, pájaro viejo.
Mira mis manos. Sólo así comprenderás mi tristeza.
Si te rompieran el corazón, si te comieran el cerebro, tendrías estas mismas manos
coronadas de aire invisible, de pámpanos muertos. Con ellas beberías
la sopa enlutada del invierno, rodeado de escarabajos y de hijos.
Perro nuestro que estás en los cielos, ¡defiéndeme estas manos!
Que no se cubran de gusanos sino en la hora
en que los hurones levantan sus patas al atardecer, otras
manos escriban : “fue un extraño salvaje en la tierra”.
Encontrarás mi mano sobre el velador alguna noche,
rodeada de carbón, incapaz de abrazar tu cintura,
agarrando la sombra, el tabaco
del cigarro funeral en el viento.
En mi rostro -despiadado y distante hallarás
sólo una pagoda de hueso, el resto
de una verdad enterrada.
Panorama del ídolo
Gallo muerto en la sacristía, caí en la tinaja del barbero,
alucinado, perseguido por hombres de larga cabellera.
¡Cómo veo caer la noche sobre el oprobio y las aguas!
(Infancia de murciélagos, de lúgubres sonatas, de papiros asados).
Como un ídolo chino, o un pequeño dios de porcelana,
me arrojaron sobre las coles del cementerio,
extraviado, solo,
arrodillado como un delirante en el ágora. ¡Oh!, arrástrame
contigo, ave de negro moño,
cuesta abajo hacia los imperios adyacentes, cerca del jadeo de tus tetas,
tocando a degüello, mientras me bordas la camisa de anagrama amarillo,
y en el lecho rueda mi cabeza asediada por las moscas.
Mercado persa
Entre pordioseros vestidos de mariposas,
y piojos traídos del Himalaya,
contemplo el vuelo del vendedor de ensueños y huevos mágicos.
Hay una parca rodeada de flores,
un asesino, una piedra escarlata,
y yo, pobre, cubierto de manchas de resina,
compro un pájaro en medio de la tormenta,
un ave de pecho seco, como el mío.
Quiero escuchar su trémula voz de difunto,
su quimera en mi habitación, su madrigal de hueso ;
sentir cómo se quema su plumaje, mientras me agito en los escombros del sueño,
y levantarme a gritos, como si me hubieran desenterrado,
los ojos puestos al revés, bajo la sepultura.
-De El libro de los astros apagados, 1965