Antonio Cisneros

Un crucero a las islas Galápagos

 

 

 

UN VIAJE POR EL RÍO NANAY

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No es en esos meandros, donde viven los peces de agua dulce, que yo el gran capitán broadcaster destajero, con cien pesos al mes mientras navego y ciento treinta cuando estoy en tierra, he sentido terror por lo que resta de mi ordinaria vida. El terror a las garras del tigre, frías rodajas de cebolla cruda, lo sentí más bien en la terraza de ese bar tenido por alegre, amasijo de piernas y traseros bajo el ardiente sol, a pocos metros de la Plaza de Armas, resbaloso igual que la cubierta de un crucero barrido por las olas, clavado en una roca sobre el río Nanay.

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Estamos en la época del año en que las tortugas desovan en la playa y luego se sumergen río abajo como si huyeran (o se avergonzaran) de sus crías, es decir unos quelonios cegatones y fofos, buenos para estofarlos a partir del medio año de edad. Ají pipí de mono. Revuelo de las faldas de algodón abiertas en el muslo hasta esas ancas saladas y perfectas. Un coleóptero transita entre la luz. Se hace papilla. Y, sin embargo, quieto es el vuelo del martín pescador sobre las aguas quietas. Nada hace sospechar los turbulentos cardúmenes de peces, girando en lo profundo como moscas en torno al orificio enloquecido de una dorada real.

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También hay un silencio cerril azul de Prusia. Detrás de las persianas de madera, unas veinte cabezas de ganado cebú se sobajean con tal solicitud que todo hace pensar en un perverso pacto, más oscuro que una deuda de juego o una historia de amor. Por lo demás, tan sólo hay que mirar cómo descienden las aguas del Nanay al pie de mi ventana para saber que tenemos casi 40 grados a la sombra y 90% de humedad. Ahora sé que en los grandes calores debo alejarme de las mantas de lana y de los cuerpos que dan horrible sed y calientan el aire.

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De pronto, sin qué ni para qué, termina el pastizal bajo la niebla. Allá donde el paisaje es un grabado con fresnos, eucaliptos y matas de geranio. Hay además una mujer salpicada por las altas mareas que revientan contra los farallones. Está casi desnuda y observa una manada de delfines a prudente distancia. En realidad hay muchas cosas más. Pero ninguna es tuya, diabético tedioso. Calla y aprende. Sólo posees algunas unidades de insulina y una piara de cerdos amarillos.

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UNA VISITA ARQUEOLÓGICA

No sé por qué razón, pero él estaba afanado en que mostrara un miedo pavoroso ante la vista de ese cerro naranja, crecido y arrumado como un caballo muerto entre los arrozales. “¿No sientes que te devora el alma?”, me decía y yo atinaba apenas a decirle que no y protegerme de los rayos del sol y la ventisca que viene de los fardos funerarios. Después, bajamos a la playa y dimos cuenta de un plato de cangrejos, mientras él insistía en sus rituales, más bien aparatosos, despojados de toda compasión. Y no cejó, hasta la hora calma de los tumbos que se anticipa a las mareas altas. Los muertos, sin embargo, seguían en su sitio, holgados, bien dispuestos y armoniosos. Mi pobre alma inmortal, a pesar de las salmodias y el bochinche, permanecía intacta como el sol o un cactus venenoso. Una moto veloz brilló, de pronto, entre los algarrobos negros de la noche.

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EL BOQUERÓN DE PUCUSANA

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Esperé todo el verano (y parte del otoño) para tomar esta sagrada decisión. El globo dirigible se inclina levemente a estribor y a mil metros de altura sobre las playas del sur en un daguerrotipo del siglo XIX. Más allá del ozono y del olor de las corvinas fritas, ahí donde reposan los cangrejos, el mar me taponea las narices como la escarcha helada o las viejas tormentas de la arena. A la altura del kilómetro sesenta está el desvío, señalado por un cartelón de kola inglesa.

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Santa Reina de la Medalla Milagrosa, tú bien sabes que un cristiano prudente cuelga su rana vieja bajo el sol y la deja secar. Para mí, sin embargo, se torna inevitable volver a mi memoria repleta de agujeros. Todas las aguas del océano Pacífico se agolpan en este boquerón, retumban y revientan como una manada de ratas o el tafetán de los arcángeles mayores en el Juicio Final. Cual hace medio siglo, oh castísima Madre, quiero ponerte a prueba. Perdona la blasfemia. Igual que San Tarcisio, al fin y al cabo, también te pertenezco en cuerpo y alma. Mírame, Madre, como yo me veo. Igual que un clavadista de Acapulco. Revuelto entre las aguas más profundas, las corrientes heladas rompiéndome los tímpanos y el páncreas como un trapo. Es el momento, según mis oraciones. Te corresponde, entonces, rescatarme, sano y robusto, deslumbrante animal resucitado. Un mártir redimido para la admiración de los turistas y algunos pescadores que remiendan sus redes.

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Cierro los ojos y el rojo bermellón me roe y me rellena como un río de lava. La vergüenza. Ahora dirás, Madre, que todos en la tierra son iguales. Pero no. Yo hablo de ese rojo bermellón, más fiero que el relámpago de un fuete en las nalgas desnudas. Yo pedía un milagro. Tan sólo un milagrito. El Arca de la Alianza. Antes de que a cada quien le toque su cáncer respectivo. Allá queda, sin embargo, el boquerón sin cuerpo que velar. Un pelícano, un par de gaviotas y una bola de helado de lúcuma. Eso es todo. Voy a lavarme los dientes, para que mi nieta me reciba con su aliento nocturno.

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EN EL BOSQUE

Adonde se van las bicicletas, si no es a los suburbios de la arena mojada. Un barco ballenero perdido en la neblina. Una casona con mamparas de vidrio y un terraplén azul. Son las cosas del mar y ya no tienen la menor importancia. Al otro lado, en cambio, a cuadra y media de la panadería y a dos de la botica, se extiende una foresta interminable, repleta de tortugas y una que otra lechuza colorada. Debajo del ramaje, el aire es negro como una piel de foca. El reino de las sombras tan temido. Allá voy. Igual que un chancho viejo camino al matadero. Ancas de jabalí (cerdo peruano) y el dolor en la nuca que anticipa el tajo de la muerte. Y sin embargo, todo ese gran dolor sería lo de menos, si no fuera porque al volver los ojos al poniente, aparecen mis hijas, a lo lejos, en medio de la luz y los geranios. Entonces puedo verlas, atisbarlas, perdiéndose en la hierba para siempre, cada vez más lejanas, tan hermosas, con sus faldas floreadas y sus limpios cabellos secándose brillantes bajo el sol.

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EL VUELO DEL MURCIÉLAGO

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Fue la noche de tu primera comunión (¿o de tu matrimonio?). El sacerdote llevaba, en todo caso, una casulla de color dorado y las grandes arañas de cristal chisporroteaban como las hojas de un álamo temblón. Los rebaños pastaban apacibles en la frontera de los acantilados. La nave principal tenía ese misterio que sólo corresponde a los amores de jóvenes esposos o a los instantes previos al domingo de la Resurrección. Ahora estoy seguro de que fue en pleno matrimonio. Y aunque nunca escuché ni un dime ni un direte, las luces se extinguían conforme remontaban a los cielos, igual que el verde pasto en los estadios cuando apagan la luz. Puedo ver tu futuro entre las tripas de algún necio batracio partido en dos mitades como un pan. Lo que ya no tiene la menor importancia. La cosa es que esa noche, en los entretelones de la cúpula, una media toronja apachurrada, las sombras más oscuras se colgaron, redondas y brillantes, como un racimo enorme y aguachento de uvas de Borgoña.

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Ahora está más clara la postal. Al fondo del paisaje se revuelven, veloces y agitados, contra el altar mayor. Las sombras de sus alas desordenan los pechos azulinos de la novia. Pero la novia, tabernáculo cegado por la felicidad, ni mira ni los ve. Son dos o tres murciélagos, pequeños, es verdad, pero más persistentes que las moscas borrachas en medio del verano. Se estrellan en su vuelo a la deriva contra los arrecifes y los montes que sostienen la nave principal. Se hacen puré. Mira, dijiste, una bandada de palomas torcazas después del aguacero. Puedo reconocerlas. Igualitas. Con el mismo plumaje tornasol, allá revoloteando sobre los matorrales suculentos del valle del Mantaro. Es el instante de la consagración. Allá revoloteando, entre la aureola de los recién casados, sus frágiles membranas cubiertas de pelusa, su corazón de palo, sus colmillos.

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EL NÁUFRAGO BENDITO

La barca de Caronte chapotea como una cucaracha entre los vericuetos del canal principal. Paloma cuculí, pretendes regodearte con mi muerte una vez más. Puedo, sin mucho esfuerzo, reconocer tu aullido pegajoso igual que una frazada en el verano, baba verde y peluda entre mi lecho. Tus torpes aleteos, tus espinas, tus ojos pitañosos vigilando esa banda sin fin que lleva a los difuntos al infierno, colgajos congelados sin memoria. Paloma cuculí, juro por Dios que no te daré gusto. Al fin y al cabo, el infarto no es tan sólo (como creen algunos) ese dolor detrás del esternón que nos sorprende saliendo del estadio. Es más bien como una tempestad de diástoles y sístoles repleta de ballenas y fragatas partiéndose en las olas (que suelen alcanzar los siete metros).Y allí estamos los náufragos boqueando entre los tumbos y el fondo submarino igual que una corvina malherida, hasta que un serafín altísimo y dorado nos libra de los yuyos con su espada de fuego y se recuesta sobre las aguas calmas bajo un cielo amarillo. Después, hecha la paz, es cosa muy difícil distinguir el manto compasivo de la Virgen de alguna terracita refrescante, con baldosas azules y jarras de cerveza, metiéndose en el mar.

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LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN

Y ya no sé por qué, en medio del camino de la vida (entre la selva oscura) me dije es maravilla (sin mucha convicción) tener una vejez sabia y serena repleta de gaviotas como un campo de sal. Una luz de bengala en el jardín la noche de año nuevo. No lo sé. Cómo me gustaría, si no es mucho pedir, reposar en la playa, sin mayores apremios financieros y con buena salud. Igual que un viejo serafín tendido en un garito o apenas recostado contra un jacarandá. Así me dije (sin mucha convicción) y recordé que no sabemos nada de tu edad pasados los sesenta. Tan sólo que te fuiste en cuerpo y alma al reino de los cielos. Muerto tu hijo Jesús, la historia dejó de registrarte. La gárgola, que todo lo devora, te cobra media entrada en los teatros y te concede algunos privilegios en el bar.

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EL MONJE LOCO

Es hora de la luz. Ese foco de veinticinco vatios (una pantalla de vidrio azul añil y flecos amarillos) separa al comedor de los arbustos y algunos roquedales que anuncian el desierto. Es una luz de mala calidad. Por lo que el gran frutero repleto de naranjas es con las justas una gallina muerta. Los comensales, en torno de la mesa, devoran las costillas de cordero, oscuros, silenciosos, como una mancha de aceite en la pared. Es la Última Cena. En esta habitación tan mal iluminada es imposible distinguir al divino Jesús. Aunque si dejamos de lado el comedor (o cenáculo) y nos hundimos, con las rodillas negras, en medio del desierto, podemos encontrar un corral de cangrejos en la arena mojada, un pomo con avispas y a las seis y cincuenta (hora del vidrio azul añil y flecos amarillos) la voz del monje loco, auspiciada por los jabones lux, la ronca carcajada, alaláu, más fiera que las ropas de lana remojadas, pegadas contra el cuerpo. Igual que un alarido en el fondo del mar.

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EL VIAJE DE ALEJANDRA

Me veo (veo a mi padre Alfonso) sentado como un sapo sesentón al borde de la cama. El mar se bambolea y arrastra entre sus tumbos los ropajes brillantes de las vírgenes locas y un lomo de ballena congelado. Algún avión retumba, en medio de la noche, como un temblor de tierra. Yo no sé qué hora es. Sólo sé que mi hija menor partió en la madrugada. Iba serena, con su mochila al hombro, y aunque acaba de cumplir los veintitrés, parece un coatí adolescente. Cúbrela con tu manto, Madre mía. Yo te la recomiendo. Es una joven bella y de buenas costumbres. No la pierdas de vista. Aunque los aires estén endemoniados, como este cielo fiero al borde de mi cama. Es fácil distinguirla. Tiene el pelo amarillo y no es muy alta. Por lo demás, camina con suma dignidad. Ahora ya no sé cuántos inviernos pasarán para que vuelva a casa. Apachúrrala, Madre milagrosa. Que sean sus jornadas amables y propicias. Que los carabineros y guardias de frontera le sean bondadosos.

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VIERNES SANTO

No es el momento (insisto) de armar una reyerta (trocatinta) por una lata de atún y un par de pejerreyes sin escamas. Y aunque las aguas del mar están tranquilas como un corral de cerdos en la noche, un leve resplandor entre las dunas, detrás de la autopista, anuncia sin tapujos la muerte del Señor. Es un silencio jadeante y compasivo, igual que los amores licenciosos. El retablo mayor es recubierto por un telón morado. Los nísperos se pudren, sin remedio, entre las ramas al fondo del jardín. Guarda silencio, niño. No saltes ni te vistas con ropas de verano. Hurga en tu corazón, tu piedra pómez. Come ese bacalao, seco y salado, venido de los mares de Noruega. Siéntate, calladito, al pie de la mampara. La muerte es un instante difícil de explicar. Como las tardes frescas o la reproducción de las morsas salvajes. Mañana iremos a remar, alborozados, con el cabello al viento.

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EL PAISAJE

Aquí el paisaje es, por lo general, una gran extensión de hierba mala y algunos matorrales de chícharos salvajes. Los húmedos cantiles que otean sobre el agua son de roca calcárea. Suelo seguro contra los terremotos (grado siete en la escala de Richter) del Pacífico Sur. Siguiendo el litoral, hacia las playas frías, hay un par de balnearios del siglo XIX hundidos en el mar. Ahí la consistencia de los acantilados es de tierra salobre y de cascajo. Aunque lo que distingue este paisaje, sobre todo, es la niebla furiosa que sube desde el fondo del océano. Todas las luces del malecón y el reflector de la guardia costera no bastan para alumbrar el cielo. Es la niebla más densa del planeta. Mojada y negra como un ojo de perro. A veces se revuelve entre mi casa. Se cuela en las rendijas más sagradas, sin el menor empacho. En ese mismo instante, trepo raudo al altillo, abrazo sigiloso a mi mujer, envuelvo a mis dos hijas con ramas de eucalipto y las oculto en una madriguera.

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LAS ÁNIMAS DEL PURGATORIO

La Virgen del Carmelo se bambolea en la parte superior del escenario. No es gran cosa, tal vez, si la comparo con la Virgen de Lourdes, tan serena, o con la pompa de Nuestra Señora de París. Sus ojos compasivos, sin embargo, me llenan de consuelo. Igual que las hileras de faroles cuando el día se acaba y la noche no llega. Las luces amarillas de los postes sobre el acantilado. Sólo hay que ver el modo en que sostiene al Niño Dios. No como las madres primerizas, siempre atribuladas, predispuestas a dejarlo caer al primer empellón. Ese rostro impasible, por el contrario, de matrona, más que de madonna, nos anuncia que detrás de la muerte, donde cesan la gula y el afán, hay un manto protector para esta pobre almita, ya libre de las carnes registradas por las tomografías, sin tiempo ni memoria y, sin embargo, ardiendo como un chancho entre el fogón. Imposible, es verdad, imaginarse todo ese sufrimiento sin tener la certeza de que la Santa Virgen del Carmelo, rechoncha y bonachona, va a extendernos sus brazos una vez pasados miles de años o millones tal vez (en el purgatorio, total, no existe el tiempo) y enjugar nuestro llanto y despojarnos de piojos y alimañas con paciencia infinita. Mientras en las alturas resuenan las trompetas y en la tierra nos festejan los nietos adorados con ramas de algarrobo y un tambor.

 

 

-De Un crucero a las islas Galápagos, 2005

Antonio Cisneros (Perú, 1942 - 2012). Poeta, cronista, guionista, catedrático y traductor. Entre sus libros destacan: Comentarios reales, Canto ceremon ... LEER MÁS DEL AUTOR