Música para las fieras
(Poema en quince cantos)
Dichoso es el destino de la vestal sin culpas
Olvidada por el mundo del que ella se olvidó
Eterno resplandor de una mente sin recuerdos
Cada ruego ya cumplido, cada deseo ya perdido.
Alexander Pope: Para Abelardo de Eloisa
I
De estas épocas apenas reveladas
se dirá que no había acuerdo entre nosotros, los insomnes.
Que cada quien vivía el pronóstico del día sobre la víspera;
que pasábamos de la noche al cuerpo, sin ser vistos;
que nos ganaba la costumbre de esperar la lejanía
y que flotábamos como objetos no asidos a la tierra
con el eterno resplandor de una mente sin recuerdos.
Se creerá que simulábamos fantásticas criaturas
navegando por imágenes de estuarios y ballenas.
Que propiciábamos demonios
que nos hacían perder el sueño
dando ascenso a las tertulias vagabundas de la aurora.
Y que no obstante despertábamos, de pie e hipnotizados
sin que nadie nos diera palmaditas en la frente;
recortando calendarios, papeles y fotografías
para poder saciar la sed que daba de beber
a nuestras lágrimas.
II
Pensarán que inventábamos países de juguetería
calcando en relieve mapas de territorios prohibidos.
Que redondeábamos los riscos de coral, los farallones
con crípticas arboladuras, por imposibles dominios.
Y se nos hará lucir las galas de los amantes vencidos
acusados de una suerte de incoherencia delictiva:
de hacernos guiños falsos en la paradoja del olvido
atrapando las caricias subitáneas del desvelo
que se caen de su estatura
y no se quiebran.
Y se hablará
de encantamientos: que hubo pacto, maleficio.
Que traíamos ya indispuestas las líneas de las manos
y una cartilla de deudas en expansión perpetua.
Que nos habíamos hecho prófugos
de nuestras pobres narrativas
fermentando como espuma la fatiga de los vientos.
Y que atrapados como estábamos
entre el río y su turbulencia
discurríamos hacia arriba, alrededor, sin punto fijo:
(como esas necias crónicas viajeras del paisaje
que se acercan por detrás huyendo de los riesgos).
III
Alguien dirá —seguramente—
que sólo una fatalidad redime a otra.
Que la función del olvido es diferir la sombra.
Provocar el sacrificio de la flor irremediable
sin cortar por propia mano los tendones de la tierra;
devolviendo a sus rutinas los sabores de la espera
en esa breve intensidad que paraliza el miedo:
como un perrito avergonzado
que rinde honores a destiempo
y que suspira de perfil
para no incordiar los ecos.
Hechos custodios
del verbo y cómplices de sus esquemas
se creerá que profanábamos los números del término.
Que le colgábamos adjetivos persistentes al silencio
en ansia de durar más de un momento.
Y que si a ratos
despegaban los columpios de la carne
(y nos daba por robar la claridad a los sabuesos)
le oponíamos las fragancias obsesivas del misterio
con la angustia bien ceñida a las costuras de la calle
para impedir que la humedad
se abriese paso sobre el verso.
IV
Entonces fingirán
que no se oyó el latir de nuestras quejas
cuando el juego de las luces arrumbaba sus cadencias
— esos pequeños fogonazos truculentos de la historia
que caen de la misericordia de los dioses de lo efímero—.
Y se enrollarán los telares de las patrias interiores
que no alcanzan, con sus letras, a vivir entre renglones;
conciliando los discursos de las viejas profecías
con el púrpura encendido de las nuevas tradiciones.
Y mientras la niebla
se expande como un sudario de higueras
(y nos envuelve en el trayecto que va del espejo al suelo)
se desdecirá de aquel idioma adormecido de repente
a la manera en que las olas
se desdicen de la arena.
La rutina de una mano pasará en turno a la otra
remontando hacia los pájaros un signo interrogante…
—y Dios dirá por qué persisten los destellos del relámpago
al chasquido del azote que reverbera el pantano;
o esa rosa en las combinaciones de una misma pesadilla
o la ilusión del arco iris en un cielo imaginario
cuando todas las certezas se diluyen en sus ángulos
en una trama de espirales, cicatrices y etiquetas.
V
La memoria es una lenta caravana de consignas.
Una mano extendida que separa las aguas.
Una trampilla de paso. Una ficción del cántaro.
Una caja de reliquias que sobrevive al cálculo.
Una opinión que afina la velocidad de la mirada.
Una noria que da vueltas undívaga y portátil.
Un barco que se desliza por un mar de abecedarios
sobre esa incertidumbre fraticida del olvido
donde ya no coinciden ni los días ni las palabras;
y los sucesos se depuran de la sal en sus cornisas
y los héroes se desploman y caen sobre sus astas
tumbados a banderillazos o envejecidos de súbito.
De largo sopla el viento que convida a los halcones
brincando entre la espiga y la bulla sofocante;
sin planos, ni portulanos, ni folios, ni recetarios
desahogando los naufragios rescatados de las olas
que confunden la ilusión de cal y canto de las piedras
con la tibieza protectora de una lumbre bien servida
porque la piel de los verdugos no se quema.
Sencilla metalurgia del infierno:
martillar a yunque plano la fatiga de la carne
y herrar la fragua dócil que ya no tiene aliento.
VI
El vacío aspira siempre a atar nudos en la nada.
A simular lo vacante en su voracidad esquiva.
Finge el ritmo de la trama que conjura a los danzantes
o el lenguaje que enmudece en su oficio a las intrigas.
Es la distancia de vuelo que no va a ninguna parte
y que se hincha y cobra inercia en la última jornada;
bajo una luna
que en sus cuernos se arquea como una ojiva
porque la muerte acecha obscena, triunfal
y sin coartada.
No bastará, por cierto
con desmemoriar la rosa
ni con borrar el tatuaje que configura al tigre
si la noche se nos cierra como un organillo de felpa
y el amor invertebrado se convierte en herejía.
En el vasto gradiente de los jardines sin tierra
—allí donde la luz carbonizada aún crepita—
se humillarán los aljibes que acumulan las goteras
venciendo las carreteras fastidiadas por las suelas.
Y aparecerá una nube hueca (casi como una anfisbena)
que adrede se disparará en un rapto de esplendores
hacia la inexorable fanfarria del último silencio.
VII
No estábamos
en el secreto que confabula al viento
(pero algo sorprendíamos de sus iras y vaivenes).
La manera en que la brisa nos obliga desde adentro
o esos humores que derivan lentamente hacia el rocío.
Era el don de la hojarasca que compara y obliga
a la merced de las pasiones que conspiran con el céfiro;
aguijoneando las corrientes que se filtran desde el tímpano
bajo el encuentro de los cinco sentidos en la boca.
¡Perpetua carambola de un pánfilo suspiro
que en el aire se devuelve enroscándose en un vuelco!
desangrando las arterias que alimentan la neblina
cada vez que el alma atrapa un portento y lo detiene
en un íntimo rubor de vacío contemplativo.
En la mórbida
ordenanza de las fascinaciones
—allí donde se curva en mandíbulas la espera—
la nostalgia ofrece pasto facilísimo a una andrómina.
Parda nube volandera que se recuesta en la almohada
sobre esa parte del rostro
que no dejamos que se duerma
devolviendo a la pupila los murmullos fracasados
cuando el aire se hace grito y habita entre las cosas.
VIII
Apenas si resiste la mirada
las trampas que nos tiene averiguado el verso.
Aquella voz que se deshizo
en la persecución de la palabra
(o el tiroteo indiferente en la explanada de lo inédito).
Y esos susurros fugaces, desprendidos de su asombro
que avanzaban haciendo
aguas sobre la claridad del fuego.
La empuñadura falaz del tóxico de los durmientes
cabalgando pedestales por los zócalos vacíos.
Jugando, a libro abierto, con la pólvora del templo
donde unánimes ejércitos pelean ya en el futuro;
bajo un sol que en su misión devora corazones
porque sabe que el zarpazo ya ha sido concebido
para que suceda en la selva
el salto de la fiera.
Es así como
el pelícano gobierna los crepúsculos
cuando el sol en sus dominios simbólicos lo hiere.
Con aquel capricho impune que lo lanza al horizonte:
desde el rojo del atardecer, que el ave inmoviliza
hasta la luz del relámpago
que cae del rayo a la luciérnaga.
IX
Fuimos dándole excepciones a la regla.
Otorgamos salvedades, conferimos canonjías.
Le enmendamos la plana limpiamente a la experiencia
azuzando las cuadrigas que hay entre una letra y otra.
Sobornando las metáforas
en sus fórmulas narcóticas
más allá de los adverbios que confunden las estrellas;
ensartando pajarillas de papel frente al Leteo
como un hilillo de perlas que ya no retiene el cuello
y que cae sobre los hombros con los sonidos rotos
desde al pudor lejano
de sus respiraciones.
Nunca entendimos
la fórmula de nuestras propias leyendas
—que no por ser trivial era menos traicionera—.
Aquella fatamorgana curvando las apariencias
que espejaba en la distancia los jardines de la época.
La indiferencia de un mundo asediado por sus símbolos
que ha de hacerse
facturar por las pasiones que posterga;
braceando la mar océana, por imposibles refugios
donde hasta al pez le salen alas
cada vez que el agua tiembla.
X
—donde la lluvia es la lluvia y se queda para siempre—
aprendimos a llamar por sobrenombre a las tristezas;
enmascarando los recuerdos con el serrín del habla
cuando en los patios mojados amanecían los heliotropos
que se erguían para secarse alrededor de las ventanas
por donde mirábamos aparecer los truenos.
Y cuando la tarde
se iba al mar y recogía sus tafetanes
nos llenábamos de sol poniente
hasta la aciaga marisma;
rasgándole las vestiduras agitadas al crepúsculo
en un banquete de ojos, tamarindos y rayuelas.
La luna nos turnaba para entretener las olas
alrededor de las corrientes que dispersan las anémonas;
sin lámparas, ni maravillas que apagaran las esferas:
tan solo la memoriosa encarnación de una libélula
que temblequeaba como azogue
como abanico de tonta.
Era un instante feliz, dicho en una abreviatura
que trascendía los calendarios y liaba los desafíos.
La ubicuidad perfecta: la esencial anomalía
donde todo se complica simplificando el eco.
XI
Quizás nunca supimos que la noche tiende al caos
y que esos cristales de luna siempre sugieren tormenta.
Que detrás de la memoria fragmentaria
queda un ruido
(un ruido que se cuela y se acumula en saltos).
Y que cuando ese ruido espesa la gramática del viento
y sus arcanos se hacen cómplices
en los pronósticos del llanto
sobreviven en bandadas, como pericos chillones
circulando por las venas, con tintinear de espejos
bajo el éxtasis suspenso de una caricia sin cuerpo.
Siempre habrá
cierta indecencia en esa imagen discursiva
en la que el agua desatada se devuelve a su cisterna
sorteando a contracorriente las fricciones de las piedras
que viven bajo los muelles de esos paisajes tardíos
por donde un dios —voyeur de campo—
se pasea agazapado
vendiendo a destajo el cielo en servidumbres de paso
(con fausto y con sobresalto, pero sin despertar del sueño).
XII
Nadie dirá que
queríamos ser tomados por ingenuos
sino que el arte, en su reclamo
desgastó el carmín del lienzo.
Levantando las pisadas sobre la escena del crimen
como quien vive de antemano lo inminente en lo que sigue.
Y se jurará por un pasado que era ya el propio destino
en aquella hendidura vacante
entre el cuerpo y su potencia;
cerrando los picaportes de esa red folletinesca
en la que el pie nunca regresa de vuelta a su figura.
Y cuando el último santuario
quede aún lleno de signos
y la sangre suba al lecho quejándose del frío
se saldrá a velar las armas en los castillos internos
bordeando los pavimentos con ferias y cuarentenas.
Y se hablará de esos misterios condenados a la pira
que imponían los vendavales de la música imperiosa;
(maldición que ahora despierta de su sueño a los dragones
y nos clava, a mano alzada, su espina entre las sombras).
XIII
Creerán que hubo comparsas duplicando estos rituales
porque toda tentación repite su argumento.
La caricia avariciosa que lleva los mares consigo
de modo que lo improbable no sofoque a lo posible.
Pero cuando los árboles
se crezcan remeciendo sus adioses
y se encorven los sarmientos que acaso sobreviven
se entrará a cazar fantasmas por los palcos del abismo
—como esos actores
que flotan de pie sobre el proscenio
recitando los epígrafes larvarios de los héroes
que aún no tienen el vigor de la mirada rota.
Luego sabrán
que los juglares se extraviaron en sus señas
al piruetear entre los faros giratorios de las breas;
aturdidos como garzas que se pasman en el río
frente al blanco omnipotente de los ojos de las fieras.
Y se acoplarán ditirambos, epigramas, aleluyas…
de los que nada conocen
todavía los tiempos
porque un ángel ritual les ha zurcido el gesto
hasta dejarlos a cien leguas de todas sus miserias.
XIV
Pasarán estos ubicuos territorios de la imagen
más allá de la distancia electrónica del siglo.
Y seguirá el pequeño escriba componiendo sus querellas:
fijando carteles necios en templos y graderías.
Defendiéndose del péndulo de sus conspiraciones
del desamor y su ausencia
de la obsesión y la culpa
del reloj inmensurable de las horas preteridas
desolladas por la hoja de afeitar de la indolencia.
Y de aquel candor erótico guardado en el trastero
que nos plagiaba el instinto por todos los caminos;
jugando a desligar del azar sus consecuencias
al discurrir por las aceras de tierra y crinolina.
Y volverá la duda ingrávida
—esa terrible epifanía—
y nos ocuparemos de tramar la rendición de los cortejos
y conoceremos por diagrama las pasiones que nos rigen
y olvidaremos las leyendas que se levantaron en lenguas;
y tocaremos el arpa clandestina en los balcones
y nos llenaremos de espejos para curarnos de espanto
y nos contentaremos con ser como la rosa, que es efímera
y se sucede a sí misma en un tránsito de esquemas.
XV
Nosotros, agonistas de todos los desasosiegos
nos reiremos de la propia frustración frente al desvelo;
quemaremos rumores sueltos para aproximar las voces
que el largo cuello de la soledad no alcanza.
Canciones de queja y pretextos para enamorar los miedos
que lograrán, a lo más, disimular la lejanía;
en ese juego de andar y desandar habitaciones
donde apenas si se hace soportable la llovizna.
Y al cabo alguien dirá: —¿qué tanto importa entonces
si abrimos la dichosa caja o nos encerramos dentro
si el pie ya no recuerda el arco de su suela
y si el pez no se da cuenta del mar que le contiene?
(Pero allí sigue la plaza donde la estatua llora…)
A veces pasan siglos entre dos atardeceres
y una sola sombra larga se convierte en firmamento.
Pero una sombra no es la noche, y aún si se desborda
en la noche las estrellas se constelan en caminos.
Y en esa otra forma rara de los cielos que es el verbo
hay una razón poética que rige los precipicios:
una música que entiende ese sonido de las fieras
que nunca se consume, sino que se consuma.
(Del poemario Música para las fieras, 2014 y 2018)