El libro de tus posesiones
Por Elvira Hernández
Así como la aparición en nuestro país de economistas de distintas latitudes sólo pueden augurar pestes, la aparición de poetas – que siempre están viajando en estado de gracia- nos resulta agradable pues con toda la literatura que carga la poesía, también la excede con la presencia de los que dicen tener tratos con ella. Aquello era hace muchísimos años una característica de los grupos poéticos en nuestro país, gente que se reconocía más allá de la poesía impresa y que protagonizaba memorables historias. Posiblemente ocurriera porque la poesía estaba igualmente asentada en la palabra hablada tanto como en la palabra escrita, era un continuo que en el día de hoy está interrumpido. Cada discurso va por su lado y, a veces, con una poesía forzadamente discursiva que es algo así como si le faltara la respiración. ¿A qué viene todo esto? A que ante la venida de un poeta panameño me acomete por sobre las interrogantes de un barroco o un realismo mágico, el recuerdo de la mitología de lecturas infantiles, cuentos oídos con imágenes de la selva lujuriosa, calor húmedo, buques detenidos esperando pasar el Canal, quizás Huidobro fumando pipa en una cubierta, serpientes tremebundas y piratas, muchos piratas. Estos personajes me vuelven a la realidad porque Panamá ha sido un país pirateado casi tanto como el nuestro y demás países de la región. Toda esa fecundidad natural la extendía yo por fábula al lenguaje de los habitantes del lugar sin considerar que otros fenómenos culturales –la posmodernidad, la globalización- que han avanzado impositivamente sobre nosotros como otros fenómenos culturales están cambiando el escenario. Así, ante la llegada inminente de Javier Alvarado -cuyo libro fue puesto en mis manos por Leo Ciudad- me pregunté si recordaba haber leído poesía panameña. Al parecer, no. Y es no porque hemos sido cercenados en nuestra relación de conocimiento del continente. Me fui entonces a ese pantanoso espacio virtual, donde no creo que se pueda ir a la velocidad de la luz, pero eso es parte de otra mitología. Llegué a un sitio muy publicitado de poemas a la bandera panameña al que no entré por mi alergia a las banderas. En fin, a capela, y sin más drama me propuse seguir adelante sin detonar más problemas consintiendo que en estas condiciones y en otras, el libro, el texto, se vuelve su propio contexto para suplir todo aquello que falte.
No conozco a Javier Alvarado, al margen de un par de correos que me llegaron de los que no hablaré. Y he aquí que me encuentro frente a él, un poeta al que la poesía según confesión lo ha llevado de viaje en viaje y que de seguro su andar no parará tras esta escala. Deja escapar que mientras está lejos de su país se va reencontrando con su tierra, lo que hace sospechar que es una suerte de viajero estoico, más mirando hacia dentro que hacia fuera, pero no soy para nada taxativa porque de alguien enganchado de esa manera con el arte poético como sugiere, se puede esperar cualquier cosa. Un poeta laureado y elogiado según opiniones de jurados y personalidades literarias que lo han escrutado en concursos y que leo en páginas que él incluye en este libro antológico titulado “El libro de tus posesiones”. Un título que interpreto por lo que exhibe su autor como un no estar definiéndose como poseedor de algo sino como un poseso del espíritu de la poesía. Alguien que está en manos de la poesía, la que vemos, le ha hecho escribir como un condenado si a su haber tiene ya, y con un largo camino por delante, innumerables libros. Definiéndose de esa manera no lo podríamos llamar fingidor, ese término pessoano que refiere a otra claridad, en que quien escribe no está poseído ni entregado sino en vigilante vigilia (valga el énfasis) pero en poesía nunca se sabe. En todo caso no podemos confundir a los poseídos de la poesía con los voluntariosos de la misma, más aún si la contemporaneidad posmodernista suele hacer esas fusiones. El trazado de los poemas de Javier Alvarado tiene una predominancia literaria, es su escenario, va en busca de muchas de esas figuras que ya se encuentran en el parnaso definitivo y establece un diálogo con ellas. Con otras, que todavía se encuentran en los recintos de la historia urde, de manera sorpresiva, a la manera surrealista -una herencia poética que todavía no ha sido aniquilada- es decir, con la forma con que los poetas reciben ciertos asuntos del mundo en bandeja, en los cuales ellos tenían un interés difuso o no del todo consciente. Javier Alvarado de modo semejante se encuentra inmerso envuelto en su medio que se le revela casi con la puesta de cada verso. En coincidencia con aquello leemos la gestación de un episodio de no creer por lo alucinante en lo terrible e irreal y que refiere a las muertes masivas y suicidas en el poblado de Matachin mientras se construía el Ferrocarril de Panamá. El libro que salió de allí y que tituló VIAJE SOLAR DE UN TREN HACIA LA NOCHE DE MATACHIN deja la evidencia de esa huella emotiva, del transporte conmovido que llevó a su autor a iluminar esas páginas y a los lectores, nosotros, a sumar otra imagen de la tierra panameña.
Bienvenido Javier Alvarado a nuestras mancilladas costas (por la marea roja de estos días). Te vamos leer porque nuestra construcción del nuevo lector crítico lo exige.
Santiago, 20 de mayo, 2016
*Con algunas variaciones, esta fue la presentación de la antología “El libro de tus posesiones”.
RE-PRESENTACIÓN DE Javier Alvarado, poeta panameño
Cuando Javier Alvarado articuló su voz en la circunstancia de la presentación de sus poemas, en el espacio nerudiano Estravagario, percibí a través de su voz que fluía con una especie de densidad acústica caliginosa, una atmósfera envolvente, que nos empapaba. Entonces me di cuenta que en él no tenía validez aquella máxima bíblica: por sus obras los conoceréis. Que conociendo sus poemas impresos estos no franqueaban en su totalidad el paso hacia el poeta y que era necesario reconocer que estaba sintiendo entonces, en esas circunstancias, no saber nada de él. A partir de ese momento, las inervaciones vocales que se hicieron presente en el transcurso de su lectura, a mi juicio, se acapararon el protagonismo. Era comprobar que la misma palabra -en su versión hablada y escrita- realizaba vidas distintas como si fuera el negativo y el positivo de una foto antigua. O, para insistir aún más, así como esa sentencia presocrática nos ha dicho que el camino de subida no es el mismo que el camino de bajada, me parecía demasiado evidente que su palabra hablada no era la misma que su palabra escrita y, sin embargo, no era otra. Me alegré de haber intuido algo de aquello y haber iniciado mi presentación de su libro con una distinción entre la palabra escrita y la palabra hablada.
Habiendo dicho que desconocía la poesía panameña (es deuda nuestra superar el olvido de las letras del continente) y teniendo en cuenta que la literatura y poesía no buscaban ya rasgos exóticos, que la patria territorial o lingüística parecía quedar en un concepto del siglo diecinueve sumándole que la globalización además buscaba eliminar ciertas fronteras –las que frenaban el capital- no precisamente para instaurar una hermandad utópica sino para aherrojarnos tras un falso universalismo ¿acaso podía acercarme a Panamá en estos poemas de Javier Alvarado que se desplazaban por un campo plagado de iconos y referencias a otra patria, la poética?. Pues sí, había allí en esas páginas una ranura por donde entrábamos para ser testigo de esa nueva amalgama y revisitar esos lugares que la poesía construye con los más secretos materiales.
Terminada la lectura del poeta Alvarado, y con los aplausos del público una banderita panameña se agitó en la última fila de la sala. Era de esperarla, la bandera panameña tiene su historia que yo más que nadie, digo, estoy en condiciones de comprender.
Por suerte, en este tiempo sin tiempos, el encuentro con Javier Alvarado se prolongó al día siguiente. Pude volver a escucharlo mientras dábamos cuentas o desatábamos ciertos nudos poéticos que perviven apretujados en el corazón de la creación de poetas de todas las latitudes. El día estaba helado, lloviznaba y habíamos entrado a una cafetería quizá, desde mi punto de vista, para despejar enigmas. Acababa de conocerlo, me parecía. La foto de la solapa de su libro remitía a fotos de otros poetas en edad semejante en una interminable serie de cajas chinas pero no encaminaba al poeta de carne y hueso con el que en ese momento conversaba, articulador de enunciados y enunciaciones, portador de particulares experiencias y que recordando la historia de los estudiantes panameños y la bandera de su país lo hacía con los ojos humedecidos. Creí percibir que todas sus rememoraciones no era en caso alguno una recopilación libresca, una suma de datos desabridos como las estadísticas sino que Javier Alvarado cargaba una memoria prodigiosa, antigua, de esas en que el recordar es una cosa que compromete la vida porque hay una comunidad detrás, y puede que por eso todavía conserve una voz que cruza muchos tiempos hasta este borde de segundos, y que el poeta de hoy, en su desplazamiento ha abandonado.
Santiago, 10 de agosto, 2016.
LOS HUESOS DEL TREN
Acaso, dijiste,
haya travesías por realizar en soledad
Hans van de Waarsenburg
Ese es el final, soltar el cordel y dar paso a las otras vidas,
Rayar en los espejos esos soplos de felicidad, esas lenguas que conjuran al rocío,
Esa agua que cambia, ese espejo disonante, ese bosque
Que bosteza y se marcha y abre los manglares
Con sus dotes; ese mar que desdibujamos con la tentación de las islas
Y que ya no volverá a existir, ahora que nadamos en exceso.
Ya podrás recordar ese Camino Real y ese Camino de Cruces
Cuando tomes un tren en suelo extranjero, cuando colmes las hojas
Y haya una nostalgia de árbol trepando un sueño dentro de otro sueño
Donde te sentirás más lejos, donde titubearás ante ese núcleo solitario
Ante esa desbandada de los que se conceden la automiseria,
La humillación de la música.
¿A dónde fueron a parar los huesos?
¿A dónde están los cráneos de aquellos obreros que excavaron Panamá
Y hallaron esa vez los minerales de la muerte?
¿A dónde están sus cadáveres y esqueletos conservados
Que nadie reclamó y que fueron a dar a la punta del escalpelo, a los recuerdos deforestados
de la casa
A las escuelas de medicina donde las autopsias son un recuerdo monorrimo?
¿A dónde todo el dolor y la aventura de ese tren retórico? Yo tomo una tibia y me voy a acurrucar
en las piernas de mi madre y en las piernas de mi madre hay ese mismo sonido, esa misma
música del hueso, ese hueso maternal y paternal de los rieles y de los durmientes que salen a acosarme,
ese llanto del guayacán a oscuras, del tren que intermedia la noche, donde encontramos esa estación
del miedo y del trópico bisbiseante; ese jadeo de los astros y de la ropa como letreros ahogados:
Gorgona, Gamboa y Bas Obispo,
La Línea, Ahorca Lagarto, Gatún, Bujio, Barbacoas, Bailamonos, Matachin, y Summit,
Donde aún perduran la majestuosidad del hueso y la prontitud ajena del cardumen,
¿A dónde está el llanto de los personajes y personajas de los pueblos perdidos?
¿A dónde este rayo de ser y el lugar que deconstruye?
Es inmediata la tarea de recolectar los huesos, esos huesos que principian
Los demonios y los ángeles que amamos,
Esos huesos carcomidos por el amor y el sexo
Y por las sandias que roemos con furia (aproximándonos a una temporada de marcha,
a un fuego de estación).
Mientras mordemos la sandía con José Manuel Luna y escupimos las semillas
A Jack Oliver (que cae por el exceso de la bebida y vuelve a ser una soga más abandonada
en el puerto)
Y la historia sigue sedienta
Como esa interminable tajada de sandía
Que sigue engordando,
Como la muerte en los huesos.
MATACHÍN *
Siempre anduve de paso, mirando la vida que corre
en algún tren opuesto al mío.
Eugenio Montejo
Despierto ahora que no quedan destellos en el pueblo
Cuando no quedan restos de manos
Acariciando el lomo de las puertas,
Alguna vela desterrada (si es que podemos descifrarla)
Alguna sombra colgando de un árbol (si es que el tiempo la ha dejado
Tejer una guirnalda, un légamo de trenza).
Escribo con el temblor de las palabras
Mientras el invierno
Teje una corona de sí mismo;
Mientras los pájaros dormitan
En otro silencio, en otro bosque, en otra selva,
Cuando todos desertamos de esa oscuridad
Que ya viene, que ya se fue y que llama a nuestros rituales con voz ronca
Como una llama de sangre que incuba las parcelas
Cuando raspamos una piedra contra otra,
Buscando el albur de nuestro tedio.
Es una hora en que todos se han marchado
En que partimos hacia épocas añejas
Con zapatos nuevos y ojos advocados al misterio
Con un dragón de escamas gualdas,
Con nuestras familias arrancadas de raíz,
Con el último intento del gallo de asir la tierra,
De alejarla de su cresta y rotar la muerte en su plumaje:
Cuando ya no me escucho, cuando ya no me oyen
Cuando en vano trato de plantar los rieles y durmientes
Y sobrevive un cántaro roto a las cuentas de la lluvia y los dictámenes del día
Cuando nos embarcaron desde Cantón para alborear la esfera
Para vislumbrar alguna pagoda en el paisaje.
Dejamos atrás nuestra ciudad,
El aroma lirico que transcurre en nuestro tiempo,
Algunas brazadas hacia el loto abierto del estanque,
Hacia nuestros sueños, algo de nuestras vidas inconclusas, fragmentarias,
Algo de nuestros dioses
Que en esta parte de Panamá aún respiran, prevalecen,
Mientras me devora un sol
Para llenar mis pupilas con los colores asaetados por el trópico;
Cuando un tren enmudecía en el pecho
Y se rumoraba
Que entristecíamos por falta de opio, que el opio no habitaba nuestros huesos
Como las oscuras voces que se debatían por ser grullas en la montaña sagrada.
Pero aun así, vestimos con sedas preciosas
Y amamos a nuestros hijos y mujeres
Condensando una huella que viene de tan lejos
Que se esfuma, que retorna, que muere contigo;
Era como recordar la siembra
Y la evocación empapada de nuestro padre,
Disputando las espigas de arroz
Y el monzón que se adviene -como hálito tardío-
Mientras el corazón se nos repliega
Con ese ruido de locomotoras que pasan
Y cada una de nuestras vidas es un durmiente
Y cada una de nuestras muertes es un riel demenciado entre las piedras.
Algunos se amarran guijarros
Y deletrean el curso sanguíneo de los ríos,
Otros empiezan a tallar lanzas de palo y luego hunden
Esa inocencia de árboles al cuello,
Algunos pagan por decapitaciones
O se sientan amordazados en el borde lastimero de la playa
Para que el mar los resida con sus pies de tentáculos
Y sus lágrimas de espuma
O toman sus trenzas
Y se anudan a las ramas y estallan sobre la tierra como frutos
Y cuelgan con sus grandes pantalones al viento
Como aguardando al eco,
Al aluvión que atesora lo parsimonioso de sus pasos,
A sus tés medicinales que desborda la tormenta.
Yo no puedo recordar el llanto de esa gente
Y la desolación que corre por sus ojos.
El istmo cuelga de un moño chino
Cuando no quedan restos de manos
Acariciando el lomo de las puertas;
Mientras recorro las historias de Matachin página por página;
Ahora que parto en tren
Y que ya no quedan destellos
De ahorcamientos
En el pueblo.
*Pueblo donde se dio una gran ola de suicidios por parte de asiáticos durante la construcción del ferrocarril transcontinental y transistmico por el istmo de Panamá.
RECUERDO DE MATACHÍN
Matachín reverbera bajo las aguas
Con su voz ahorcada y su dialecto
Con su rostro de músico y sus dedos embadurnados por azogue;
Es una franja de tierra que no puedo olvidar. No la ignoro
Y la acaricio,
La huelo como el primer milagro
Que brotó tras el diluvio
Con sus hojas graduales.
Cierro mis puños y los abro tratando de bracear
Sobre este lago
La vendimia del dolor;
Las letras paganas que compusieron su bitácora de viaje;
Sus maletas llenas de suicidios, y de muertes.
De auroras y de pueblos perdidos
Matachín regresa a mis salomas
Como una constelación que se recoge,
Como una estrella calcada,
Como un grito hechizado a la intemperie.
Aún albergo las ansias de montarme en tren,
De seguir los caminos y los rieles,
Los campos donde se disemina la faena
Donde está Uh Mei con su loto,
Con su estanque de páginas muertas.
Me apresuro a llegar hasta la iglesia de La Línea
Donde la campana sigue tañendo
A pesar del peso salobre de las aguas, me apresuro
A dar cuerda a un gran reloj que sigue andando
Nadie sabe la razón, la hora ni el por qué;
En sus péndulos veo parpadear un mundo
Con su cola de tucán, con sus páramos ausentes.
En Matachín hay una estación. Móntate.
Algún día llegaremos a la eternidad
En lomo de tren. Aquí yacen los chinos dormidos
Con sus colores y canciones. El tren inició
Con los colores del suicidio. Ahora todo es el sabor
Del olvido con su locomotora
Y su hierro oxidado
Móntate.
Algún día llegaremos a la eternidad
En lomo de tren.