Fray Angélico pintaba…
1
Fray Angélico pintaba
a Jesús y a la Madona
de rodillas.
¿Qué daría
yo, minúsculo
monje laico, fraile menor
de alguna Orden extinta
por prosternarme ahora
que intento describir
este olor inocente de la tierra,
la redonda castidad
que perfuma hoy este mundo
donde hasta el ruido torpe del camión,
el canto lejanísimo del gallo
e incluso el sudor, feliz,
de mis axilas
se confunden
en un aroma hímnico, en la antífona solar
que entona el aire virgen?
3
Lezama, hoy voy a orar contigo:
todo es metáfora de todo.
Las cosas, mirándose las unas en las otras,
son espejos en el reino de la imagen.
Por ejemplo, aquella acacia sola,
como si en verdad me adivinara,
enseña ahora, bajo el silencio cóncavo del cielo,
el tiritante,
el retorcido,
el exacto crucifijo de dos ramas
que ya no ampara el follaje.
Pero un poco más allá, un eje calmo
en la corriente clara del arroyo
me revela de pronto la naturaleza
del tiempo (y la resurrección):
no arrastra a la piedra el agua ávida,
¡sólo la pule!
6
“Treinta años hace que no te invocaba”
Dámaso Alonso
Aunque poeta menor, no soy el inocente
Berceo que conversaba contigo sobre el pan
cotidiano y moreno de los pobres.
Apenas soy un Epulón, que ya presiente
el fasto final de su miseria: la mirada
de Lázaro colmada.
Tú sabes
que el camello, gordo y de buen precio,
mira con horror la puerta estrecha
del ojo de la aguja.
Torre de Marfil, con la que mido
mi risible Babel de biblioteca, puntual mesa,
neón oficinista, limpia cama
(¿quién podrá aherrojar el Arca de la Alianza
donde nace el Pacto con los últimos,
humillados
y proscritos,
Mater Páuperum?
¿no está ya la Rosa Mística
plantada para siempre en “Nazareth” -así se llama
la escuelita de un barrio de Caracas-?)
Pero quizá no es tarde, todavía:
frente al Dios masacrado que arrullaste,
olvidado de sí el rostro de Narciso
contempla en el agua de las lágrimas
el Espejo de Justicia, tu
óvalo perfecto.
7
“… el Espíritu de Dios aleteaba
sobre la superficie de las aguas”
Génesis 1,2
“… a menos que uno nazca del agua
y el Espíritu, no puede entrar en
el Reino”
Juan 3,5
En la capilla,
fuente y estanque
(bautismo terso
sobre mi mente
esta mañana)
Junto al sonido
del glugluteo
arrodillada
habla la aurora:
en el principio
sólo había agua
(únicamente
sorbía el Espíritu
el centro núbil
de aquel rubor
en la garganta)
De esta manera
para volver
al ser intacto
de ese comienzo
cuando Dios mismo
gustaba en ella
su propia higiene
originaria,
hay que nacer
sí, del Espíritu,
pero también
del elemento
que en su sabor
guarda el principio:
el que de pronto
nos sabe a Todo
¡igual que a Nada!
8
Me despierta Tu olor entre las sábanas.
Vengo junto a Ti, que te me expandes
en la carne agradecida, con ímpetu solar.
Digo Junto a ti. Vuelvo a decirlo.
Y para algunos, poquísimos amigos
es hoy este rubor confidencial:
nadie sabe
que, a Tu sombra, gusto vivo,
el ápice frutal de mi deseo sabe intacto,
anterior al paladar de su lenguaje,
como aquella manzana de Cezanne
exacta sobre el fondo. Sin gusano.
10
El sabor del agua después de gustar la picadura
holandesa de mi pipa.
El rojo asoleado del capó de un automóvil
donde canta la salud del siglo XX.
La terca, muda, compacta verticalidad de la pared
sacramento de la paciencia de las cosas
soportando, día tras día, el desorden de mi cuarto.
Los tristísimos ojos de Charles Baudelaire
-fotografiados ahí, sobre la mesa-
mendigos aún de la hermosura.
La silueta del gato visto anoche
jadeante y sigilosa como la luna de Edith Piaf.
La torpeza de aquel piano -tres apartamentos más abajo-
donde las manos de alguna pálida vecina
ensayaban a Chopin
(bendito seas, Señor, en esta tarde cargada de misiles,
porque resuenan fragantes todavía la tos almidonada
y el frac y el malabar y la lavanda musical de Federico).
Aquel epicúreo rectángulo de sombra bajo el porche.
El color de la trinitaria en el crepúsculo
recordándome otra tarde en Nicaragua
en que bebí morado líquido (un jugo casual de pitahaya)
La risa de Miguel, para saber que existe el Paraíso
en la franja tropical de la memoria.
Haría falta también nombrar el cuento múltiple
de lo que me hace más sabio a su contacto:
el 3er. movimiento de la 9a. de Beethoven,
el cósmico juguete que son los dedos de Thelonius
tocando “Round Midnigth”, un solo lentísimo de Parker
-por ejemplo, “Lover Man”- en la mañana
cuando el abrazo se demora, insiste, recomienza
aquel poema de Ezra Pound, el que termina:
“…la aurora entra en el cuarto,
con pasitos menudos,
como una dorada Pavlova…”,
ciertas páginas calientes de Lezama
en que huele a malecón, las olas rompen
e incluso el mar tiene un color de daikirí,
aquella última secuencia de la película de Chaplin
(la ex-ciega y el mendigo se consuelan
de su imposible amor, con la mirada).
Enumeraría igualmente esos instantes
inocentes, su gloriosa mansedumbre
que no vistió, desde luego, a Salomón:
el momento más justo del acorde,
la simetría sedante del paisaje,
la esbeltez japonesa de la curva,
la gravidez sonora del volumen,
la santa promiscuidad de los colores:
me refiero a Tus poemas menudos dibujando
la infinita secuencia de la anécdota
que le cuenta a mi muerte Scherezada
en la penúltima, horrenda, bella noche.