Caras y Máscaras
Los nombres falsos
Seudónimos, heterónimos, alias, anagramas, alter egos y apócrifos son algunos de los recursos con que diversos creadores, a lo largo de la historia del arte y las letras universales, han ocultado su verdadero origen o han evitado salir al ruedo de la consideración pública con nombres impronunciables o, en el mejor de los casos, poco “memorables”.
Las causas por las que un autor oculta su nombre de nacimiento son muchas: querer ser él mismo, independiente de la tradición familiar, evitar apellidos de connotación política, religiosa o étnica, o simplemente ponerse a salvo de la indiscreción de investigadores y curiosos, al menos en vida.
Lo cierto es que, desde Armonía Sommers a Mario Levrero, desde Voltaire a Ray Loriga, muchos hacedores de historias han optado por colocarse detrás de una máscara hecha de letras, de un nombre falso o alterado.
UNA SEÑORITA MUY PICARA
“Esa que ves ahí”, dijo una respetable señora parisina a su pequeña nieta que la acompañaba, “es una mala mujer, una descocada”.
La mujer que pasaba se llamaba Amandine Aurore Lucie Dupin. También era conocida como la baronesa de Dudevant.
La anciana parisina, al ver que Amandine se abría el escote de la blusa que llevaba (era verano) y dejaba ver el borde púpura superior de la aureola del pezón, se alejó horrorizada arrastrando de una mano a su nieta mientras gritaba: “Dios mío, Dios mío, qué escándalo”.
La mujer motivo del escándalo era una escritora de éxito que por aquella época firmaba sus obras con el équivoco seudónimo de George Sand (1804-1876).
El nombre falso elegido para ocultar su verdadera identidad era mixto y equívoco doblemente. No sólo por una cuestión de confusión genérica que las feministas de hoy continúan aplaudiendo: “Se trata de la apropiación, de la expropiación más bien, del genitivo masculino, y en ese sentido George Sand es una pionera”, declaró una de las líderes del movimiento feminista francés del medio siglo, Simone Boudet. El seudónimo sirvió a un cruce de identidades. La inquieta Amandine escribió sus dos primeras novelas con el narrador Jules Sandeau, y ambos firmaron esos opúsculos como Jules Sand. Huelga decir que el bueno de Jules también pasó por el lecho de la que fue calificada en su tiempo como “libertina” y hoy aparecería en topless, sin demasiada estridencia periodística, en las páginas satinadas de la conservadora y ligth “Hola”.
EL NOMBRE DE TODAS LAS ITALIAS
“Quiero que mi nombre se recuerde desde Sicilia al Piemonte”, proclamó Gaetano Rapagnetta (1863-1938), aprendiz de poeta, narrador y dramaturgo en ciernes. Con buen tino, un amigo íntimo, compañero de estudios en su ciudad natal de Pescara, en la región de los Abruzos, le aconsejó que se cambiara el nombre: “No es que suene mal”, le explicó cauteloso, “lo que ocurre es que tu apellido posee una música demasiado fuerte”.
El joven Gaetano siguió el consejo. Pensó, recorrió las páginas de los ilustres que habían llevado a las cumbres más altas el dialecto de la Toscana y al fin, después de mucho meditar, decidió comenzar a llamarse Gabriele D’Annunzio, seudónimo de nobles resonancias itálicas nórdicas.
El nombre se estrenó con un poemario de título dantesco: “Canto nuovo”.
Más tarde, a pesar de las reminiscencias aristocráticas de su recién estrenado nombre, Rapagnetta o Gabriele debió huir del país: los acreedores no respetaban nombre natal ni seudónimo. Querían cobrarle las cuentas pendientes.
Afortunadamente, la vida de los héroes literarios tiene sus vueltas y al fin, durante la Primera Guerra, el contumaz moroso tuvo oportunidad de reivindicarse ante el pueblo italiano y ante sus acreedores poniéndose al frente de las tropas que ocuparon Fiume (hoy población croata).
Después de la guerra, D’Annunzio se retiró a su villa sobre el lago de Garda. Allí, en ese apacible paisaje, lo siguieron visitando algunos acreedores hasta su muerte, acaecida el 1 de marzo de 1938.
MAIRENA Y MACHADO S.R.L
Un día de 1902 Antonio Machado (1875-1939) se encontró por primera vez con el nicaragüense Rubén Darío (1867-1916). Como de costumbre, Darío estaba beodo. Machado le extendió la mano con franqueza e intención de verdadera amistad y Darío, aunque un poco temblequeante, la estrechó. La amistad duraría toda la vida.
Tiempo después, en Madrid, estaban bebiendo el americano y el español cuando al segundo se le ocurrió lo del “apócrifo. Se lo comentó a Darío. Darío pidió “otras dos copas de fino” (Jerez) y aprobó entusiasta la brillante idea que había tenido su dilecto amigo. El divino Rubén empleaba también seudónimo (su nombre de origen había sido menos poético que el que usaba: se llamaba Félix Rubén García Sarmiento y había nacido en Metapa).
Antonio Machado inventó dos vertientes llamadas Juan de Mairena y Abel Martín, cuyas gracias y desgracias aún hoy hacen las delicias de los estudiantes más despiertos de secundaria. Con ellos, junto a ellos, Machado logró ser didáctico y humorístico, logró soltar la pluma y el alma como quizá el mismo circunspecto don Antonio, solemne profesor de provincias que se había jugado el pellejo por la agonizante República, no lo hubiera hecho debido a la vergüenza propia de “Maestro Anciano”.
EL HOMBRE MULTIPLE
El caso más famoso y extraño de esquizofrenia literaria lo constituye el excelso portugués Fernando Pessoa (1888-1935).
Ya no se trata de seudónimos: se trata de una muchedumbre, de un verdadero congreso literario que tuvo lugar durante muchas décadas dentro de un solo hombre.
Así vivía Pessoa: enloquecido por sus muchos y contradictorios inquilinos literarios, escuchando voces, quejas y berridos y tomando incesantemente vino blanco seco de Oporto.
Pessoa no se conformó con inventar seudónimos: inventó vidas. Sus numerosos heterónimos (entre los más famosos Alvaro de Campos, Ricardo Reis, Caeiro) habían comenzado a surgir en su lejana infancia sudafricana, cuando el inglés era su lengua familiar.
Pessoa representa en la historia literaria del siglo XX la disolución cabal del “yo”. Después de su obra (que es su gesto, que es su vida) hay lugar en el discurso de un creador para todas las voces y todos los ecos.
Machado, Juan de Mairena, Abel Martín o quienquiera que fuese, recitó una vez: “A distinguir me paro las voces de los ecos” y, poco después, como si se tratara de una confesión en voz baja: “Converso con el hombre que siempre va conmigo”.
En el caso de Pessoa esa conversación fue un verdadero bullicio.