Vicente Huidobro

El abrazo de Eros y Tánatos

 

Por Oscar Hahn

 

 

      A principios de los años 30 del siglo pasado Vicente Huidobro estaba en la cima de su poder creativo. Prueba de ello es que pudo abocarse a la empresa de trabajar paralelamente dos complejos poemas largos: Altazor, en verso, y Temblor de cielo, en prosa. Ambos vieron la imprenta en Madrid, en 1931. Huidobro tenía grandes expectativas sobre Temblor de cielo, pero no logró ni ha logrado el reconocimiento que esperaba. Es un libro sobre el que se ha escrito poco y de manera no muy convincente. En 1944, en una carta a Juan Larrea, se queja de que “desgraciadamente no ha sido comprendido”. Creo que Huidobro, con Temblor de cielo, quería ocupar un sitial en el parnaso de los grandes poemas en prosa franceses, como los Cantos de Maldoror de Lautréamont y Las Iluminaciones de Rimbaud. Primero trató de escribir Temblor de cielo directamente en francés, pero al final optó por el español. Por cierto, el título es una variación del nombre galo “tremblement de terre”. Su premura en instalar el libro en la escena literaria parisiense lo muestra el hecho de que, apenas un año después de la edición española, se publicó en París una traducción al francés realizada por el mismo Huidobro.

     En Temblor de cielo hay dos personajes: el amante, que es el sujeto lírico del texto, y la amada, que lleva el nombre de Isolda, como la protagonista de la ópera de Wagner. Sin embargo, no veo una presencia significativa de Tristán e Isolda en el texto de Huidobro. Hay dos o tres referencias como al desgaire, pero eso es todo. Además, la Isolda del poeta no tiene nada que ver con el personaje femenino de la ópera. Lo que me parece comprensible, porque no creo que el propósito de Huidobro fuera replicar la Isolda wagneriana. Es indudable que su motivación fue un hecho muy concreto: la conducta infiel de Tristán y de Isolda. Se sabía además que el compositor alemán se había inspirado en el adulterio que él mismo vivió con Matilde Wesendonck. Cuando Huidobro asistió a la representación de la ópera en París en 1928, estaba acompañado por su joven esposa Ximena Amunátegui, que había sido su amante cuando Huidobro aún estaba casado con Manuela Portales Bello. El poeta tiene que haberse sentido identificado con el conflicto y con los personajes. No obstante, nunca va al fondo del pathos wagneriano. Dice Wagner en su libro Mi vida: “El estado de ánimo en el que me había sumido la lectura de Schopenhauer fue la causa de que ambicionara una expresión estética para manifestar mis sentimientos. Así concebí mi poema Tristán e Isolda”.  En el de Huidobro no hay huella alguna ni de Schopenhauer ni de esa expresión estética. Cierto, la “anécdota” de la ópera fue su punto de partida, pero es claro que después tomó un camino propio.

     Temblor de cielo empieza así: “Ante todo hay que saber cuántas veces debemos abandonar nuestra novia y huir de sexo en sexo hasta el fin de la tierra”. Es el preludio de un texto entreverado de menciones eróticas. Por ejemplo: “Muéstrame los senos milenarios, tus senos del comienzo y del fin… Dame a besar tus senos”. Creo que algunas de ellas tienen que ver con el carácter donjuanesco del poeta. La siguiente cita lo ilustra muy bien: “Isolda, quiero ahogarme en un océano de mujeres”. O cuando dice: “Isolda, Isolda, cuántos kilómetros nos separan, cuántos sexos entre tú y yo”. Las palabras que abren el poema pueden admitir entonces una lectura biográfica: “Abandonar nuestra novia” aludiría a la incapacidad del poeta para tener una relación estable con una sola mujer. Mientras que la frase “huir de sexo en sexo” puede ser una sinécdoque por “escapar de amante en amante”. También existe la posibilidad de que esta práctica de Huidobro sea en el fondo una forma de evasión psíquica. Más adelante encontramos casi un mea culpa acerca de su afición a “innecesarias” aventuras eróticas:

¿Conoces la vanidad del explorador y el fantasma de la aventura? (…) No es una cuestión de amor en carne, es una cuestión de vida, una cuestión de espíritu viajante, de pájaro nómade. Todas esas mujeres son árboles o piedras de reposo en el camino, tal vez innecesarias.

     Las referencias al sexo no están destinadas solo a expresar “urgencias masculinas”, por usar la frase de Lugones, sino, más que nada, a presentarlo como la otra cara de la muerte. Cito: “He ahí el hombre sobre la mujer desde el principio del mundo hasta el fin del mundo. El hombre sobre la mujer como la piedra encima de la tumba. No otra cosa sois que la muerte sobre la muerte”. Es el abrazo de Eros y Tánatos. Según Freud, la pulsión de vida y la pulsión de muerte son antagónicas, pero constituyen una unidad.
No obstante, hay que reconocer que en Temblor de cielo, la muerte termina subyugando al amor. Es como si el cuadro de Goya “Saturno devorando a su hijo” se hubiera transformado en “Tánatos devorando a Eros”.

     Desde otro punto de vista, cabe apuntar que en algunos pasajes del libro también hay ecos de la fase positiva o contemplativa del romanticismo. Uno de ellos es la idealización de la amada: “Vestida de blanco, Isolda venía como una nube”. Esta visión de la mujer ataviada con el color de la pureza y que desciende desde lo alto, tiene claras connotaciones religiosas que la conectan con la amada del Canto II de Altazor: “Se hace más alto el cielo en tu presencia”. O se elogian las virtudes del eterno femenino, concepto formulado por Goethe. Dice Huidobro: “Solo tú conoces el milagro”. O: “Solamente Isolda conoce el misterio”. Declaración curiosa esta última, porque el creacionismo hacía gala de su ruptura con el pasado y este nexo de la mujer con el misterio es tan antiguo como la poesía.

     Temblor de cielo es el extenso monólogo de un sujeto lírico narcisista, que narra, describe, exhorta, predica, apostrofa, impreca y vaticina. La hiperinflación del yo llega a su punto culminante con la siguiente declaración: “En la fragua de los relámpagos se oyen los martillazos con que la borrasca está labrando mi corona de rey”. Es difícil no asociar estas palabras con la carta de la madre de Huidobro en la que le dice: “Yo te formé para rey, de modo que tú llevas las cualidades iniciales; y si no fueras tan loco, ya habrías reinado aquí”. En un ensayo titulado “El Creacionismo”, Huidobro escribe: “Un poema muestra un hecho nuevo, independiente del mundo externo, desligado de cualquier otra realidad que no sea la propia”. Lo que no considera es que la porfiada realidad exterior -por ejemplo la de origen biográfico-, tiene sus propios medios para hacerse presente, con o sin el consentimiento del poeta.

     Huidobro sostiene que en su corona de monarca están grabadas las visiones que lo visitan y ofrece un muestrario de ellas. Es como si quisiera emular las ideas que expone Rimbaud en la llamada “carta del vidente”: “El poeta se hace vidente por un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos”. Y si Rimbaud en “El barco ebrio” escribe: “Y he visto algunas veces lo que el hombre ha creído ver”, Huidobro dice: “Porque he visto solo lo que veréis entonces”. ¿Paráfrasis consciente o inconsciente?

     Las páginas de Temblor de cielo están llenas de alusiones a la muerte en sus distintas variantes literales o figuradas. Para empezar, hay una fruición casi obsesiva en pronunciar la palabra “muerte” o sus derivados. Véase, por ejemplo, el siguiente párrafo donde eso ocurre siete veces en unas pocas líneas:

Cuántas cosas han muerto adentro de nosotros. Cuánta muerte llevamos en nosotros. ¿Por qué aferrarnos a nuestros muertos? ¿Por qué nos empeñamos en resucitar nuestros muertos? Ellos nos impiden ver la idea que nace. Tenemos miedo a la nueva luz que se presenta, a la que no estamos habituados todavía como a nuestros muertos inmóviles y sin sorpresa peligrosa. Hay que dejar lo muerto por lo que se vive. Isolda, entierra todos tus muertos (el subrayado es mío).

      No es la extinción de la vida en sí, ni la muerte como problema existencial lo que le preocupa a Huidobro en la cita anterior. Ahí la palabra “muerto” es sinónimo de vetusto y anquilosado, es decir, representa a todo aquello que se obstina en imponer una visión caduca del mundo y se niega a mirar hacia el porvenir.

     El fin de la existencia humana también está presente en el poema. En esta variante tiene que ver con la muerte individual del protagonista, que se ve a sí mismo como difunto: “¿Oyes como clavan mi ataúd? ¿Cómo encierran la noche en mi ataúd, la noche que será mía hasta el fin de los siglos?”. Para afirmar enseguida que no le teme a la nada. Más adelante hay algunas incursiones en lo macabro, que parecen sacadas de un cuento de Edgar Allan Poe:

Hay un muerto que está deviniendo esqueleto en su ataúd. Las emanaciones de la carne rasgan la madera y hace oscilar la puerta de piedra. ¿Habéis oído crujir las puertas de la tumba y habéis pensado que a dos metros de profundidad hay una ciudad de esqueletos plácidos y de calaveras mordedoras? Hay una ciudad de rostros de cera y manos de cera. (…) Y yo os digo, queridos oyentes, que el esqueleto desgraciado que es vuestro huésped nunca verá la luz, pues pasará del ataúd de vuestra carne al ataúd del sepulcro. Así, lleváis un prisionero atado en vuestro calabozo vagabundo y sin piedad. Mala suerte es esta de ir en hombros de esa armazón que ha de vengarse y que solo acecha el momento favorable.

     Párrafos como el precedente, que bordean la necrofilia, tienen una importancia secundaria dentro de la temática mortuoria. Mucho más reveladora es su obsesión con la idea de la muerte de Dios, que, como hemos detallado en el artículo sobre Altazor, procede directamente de Nietzsche. En la citada carta a Juan Larrea, y aunque ha pasado más de una década desde la publicación de su poema en prosa, Huidobro todavía dice: “Espero que esta guerra sea el sepulcro de Dios, como he querido anunciarlo en Temblor de cielo”.

      La famosa sentencia de Nietzsche: “Dios ha muerto”, ha sido interpretada a veces de una manera errónea. Nietzsche era ateo, por lo tanto mal podía estarse refiriendo a un Dios que existía y que de pronto dejó de existir. Lo que se da por muerta es la idea de Dios que tiene el cristianismo. Y como ese Dios está estrechamente ligado a la moral, lo que Nietzsche proclama es el fin de la moral cristiana y el surgimiento de valores que están más allá del bien y del mal. Muchos años después Huidobro diría en Altazor: “No hay bien no hay mal ni verdad ni orden ni belleza”. En este orden de cosas cabe recordar lo que Nietzsche escribió en el Crepúsculo de los ídolos: “Al escuchar la noticia de que “el antiguo dios ha muerto”, nosotros los filósofos y los espíritus libres nos sentimos iluminados por un nuevo amanecer”. No cabe duda de que Huidobro se consideraba uno de esos espíritus libres. El anuncio de una crisis valórica y el auge de ideas pródigas en novedades, le vienen como anillo al dedo a sus planes para enterrar a la poesía del pasado y convertirse en el heraldo de la poesía del futuro.

     La relación de Huidobro con Dios era contradictoria. Por una parte adhiere al pensamiento de Nietzsche, y por otra, contribuye a mantener viva la imagen de Dios, dándole un rol estelar en sus poemas. He aquí un par de ejemplos: “El Padre Eterno está fabricando tinieblas en su laboratorio”. O: “Arriba Dios está meciendo un planeta recién nacido”. Es como si algunos vestigios de su formación católica siguieran vivos en su mente: “Yo podría caerme de destino en destino pero siempre guardaré el recuerdo del cielo”, reconoce. Sin embargo, también dice: “Se ven los ojos agonizantes del que todo lo creó”. Antes, en Altazor, había escrito: “Entonces oí hablar al creador sin nombre que es un hueco en el vacío”. La pregunta es: ¿Hay alguien o algo destinado a llenar ese vacío? La respuesta la da el mismo Huidobro en la carta a Larrea. Dice: “Dios debe ser enterrado para siempre y su sitio en el mundo será ocupado por la Poesía”. De lo que se desprende que Temblor de cielo es, entre otras cosas, un extenso epitafio inscrito en la tumba de Dios y la puesta en escena de la estética creacionista.

     Veamos en qué consiste el mundo verbal fundado por Huidobro en su poema. Resulta evidente que el Creacionismo apunta a la función representativa o referencial del lenguaje. En este terreno es donde juega sus cartas. He aquí una muestra: “La calle de los sueños tiene un ombligo inmenso de donde asoma una botella. Adentro de esta botella hay un obispo muerto que cambia de colores cuando alguien mueve la botella”. Los referentes de calle, sueños, ombligo, botella, obispo y colores existen por cierto en el mundo objetivo, pero rompen con la realidad externa si los signos que los nombran son combinados de una manera inédita y producen un fenómeno sorprendente, nunca antes visto. Salvo excepciones, no se trata de un lenguaje metafórico. Lo que se describe hay que entenderlo literalmente. Un segundo ejemplo: “Si el pájaro del ojo se cae en el lago, salta un geyser en la montaña. Un geyser hermoso como un árbol con una mujer que se equilibra en la punta”. Estamos frente a otra construcción verbal sin ningún asidero en la realidad, y que, además, en la primera parte, presenta una relación causa-efecto ajena en forma y fondo a la lógica clásica. Dicho en palabras del mismo Huidobro, “el encadenamiento habitual de los fenómenos rompe su lógica y al otro lado, en donde empiezan las tierras del poeta, la cadena se rehace en una lógica nueva”.

     Sin perjuicio de lo anterior, es palmario que Temblor de cielo, en algunas instancias, permite dos lecturas distintas. Los que desconocen la biografía del poeta lo perciben como un texto intransitivo, es decir, como una pura invención regida por lo imaginario. En cambio los que la conocen pueden identificar perfectamente algunos elementos biográficos, aunque no aparezcan de manera explícita.

     Se dice que Temblor de cielo es un poema oscuro, difícil, y hasta hermético. Hay un par de factores que contribuyen a dar esa impresión. Uno de ellos es la falta de una columna vertebral del discurso. Podríamos afirmar que es una historia sin historia, pero eso ocurre también con muchos poemas en prosa extensos. El otro factor es que la proliferación de imágenes creacionistas es de tal magnitud, que el lector termina abrumado. En cierto modo sucede algo parecido al horror vacui del barroco. No hay espacio del poema que no esté colmado de imágenes inauditas. El problema es que un exceso de visiones de ese tipo termina dificultando y hasta imposibilitando la comunicación con el lector. Si adaptamos el verso de T. S. Eliot que sostiene que la especie humana no puede soportar mucha realidad, podríamos decir que tampoco puede soportar mucha irrealidad.

     Dispersas por aquí y por allá, hay en este libro continuas referencias a tres elementos que corresponden al campo semántico de la maternidad: vientre, niño, senos. En mi artículo “Vicente Huidobro poeta mariano” he hablado acerca de la fijación materna de origen infantil que hay en el poeta y que estaría relacionada con el complejo de Edipo. En Temblor de cielo nos encontramos frente a un fenómeno semejante. El protagonista dice que durmió cinco meses sobre el vientre de Isolda. O alude a “ese seno que flotará hasta el fin de los siglos”, para agregar enseguida: “Acaso un niño inexperto con los labios envenenados de quimeras va a morderlo…”.  Adviértase, entre paréntesis, que la madre de Huidobro frecuentemente lo llama “niño” o “mi niño” en sus cartas, aunque hace rato que es un adulto.  La presencia constante de los pechos femeninos también es notoria. El vocablo “senos” se reitera 17 veces en un texto de apenas 30 páginas. Esta forma de fetichismo fue estudiada por Sigmund Freud quien planteó que, para el niño, los senos de la madre no solo cumplían una función nutricia, sino también una función sexual. Son el punto de encuentro de la mujer-madre y la mujer-amante, fuente de superposiciones, sin duda inconscientes, en varios poemas de Huidobro.

     Hemos hablado del sexo y la muerte; de la muerte en sentido figurado; de la muerte del protagonista, y de la muerte de Dios. Ahora corresponde referirse a la muerte de todo y de todos, es decir, al Apocalipsis. Dice en el poema:

Al mismo tiempo hubo en el cielo un espantoso terremoto. Se rompían las estrellas en mil pedazos, se incendiaban los planetas, volaban trozos de lunas, saltaban carbones encendidos de los volcanes de otros astros y venían a veces a clavarse chirriando en los ojos desorbitados de los hombres. La muchedumbre huía despavorida. Unos se escondían pidiendo auxilio bajo la tierra, otros caían de rodillas golpeándose el pecho y clamando perdón con los brazos levantados al firmamento.

         Huidobro describe un cataclismo que se origina en el cielo y que tiene consecuencias universales. Mueren los astros, mueren los planetas, muere la Tierra, muere el cosmos, pero sobre todo, mueren los seres humanos. Lo dice el mismo sujeto lírico de manera descarnada: “Vanas son nuestras luchas y nuestras discusiones, vana la fosforescencia de nuestras espadas y de nuestras palabras. Solo el ataúd tiene razón. La victoria es del cementerio”. Más allá de los diversos prolegómenos de Temblor de cielo, el poema termina desembocando en una forma radical de nihilismo. El poeta se proclama “el presentador de la nada” y declara que no le tiene miedo a la aniquilación total. ¿No le teme porque acepta estoicamente su inexorable destino? ¿O es que en el fondo sigue pensando en la muerte como un misterio? A esas interrogantes conducen las siguientes palabras suyas: “El triunfo solo florece en el sembrado misterioso”.

Vicente Huidobro (Chile, 1893 – 1948). Poeta, narrador, dramaturgo, guionista cinematográfico, candidato a la presidencia de la república, padre del Crea ... LEER MÁS DEL AUTOR