Gran asalto al porvenir
(del libro Un mar de piedras de Raúl Zurita, edición de Héctor Hernández Montecinos.
Fondo de Cultura Económica, 2018)
Vivimos en una época en que se está llegando al fondo de la dictadura incontrarrestable del dinero, eso es el neoliberalismo y es lo que vio Pound en su poema de la usura. Si sobrevivimos a eso comenzará algo nuevo, pero creo que todavía hemos visto poco, todavía no hemos cruzado el fondo de la ruina.
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Estás obligado a elegir entre diez marcas de chocolate o de zapatillas. Esa es una anulación de toda idea de libertad. Es la forma más restringida, pobre y superficial de lo que la libertad significa.
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La sociedad chilena tiene un barniz muy superficial de democracia, de pujanza económica y, de pronto, un terremoto rompe esta fragilísima autoimagen y la convierte en un país profundamente herido, con saqueos que ahora se ven con espanto, pero que solo reproducen la situación real de los últimos cuarenta años. Chile es un país atravesado por la inequidad y la injusticia, y estas reacciones, como los saqueos, que a tantos no gustan, revelan el estado de un país en permanente terremoto. La derecha se ha quejado de que tardaran en salir los militares a la calle. Está claro que prefería que se matara a los saqueadores. Cualquier cosa antes de manchar la autoimagen de Chile. El desprecio por la vida es muy hondo en nuestro país. Y a esto hay que añadir esta declaración tan desafortunada del gobierno, al decir que Chile no necesitaba ayuda exterior, una declaración llena de arrogancia y autoafirmación. Los hechos han demostrado lo contrario.
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El lugar común que dice que Chile es tierra de terremotos es una verdad irrefutable. Tenemos el récord del terremoto más grande registrado, en 1960, que llegó a cambiar la geografía, el curso de los ríos, pero curiosamente, de nuevo esta catástrofe te pone frente a un hecho: la prensa internacional la ha seguido tres días y luego se ha olvidado de ella, porque no ha habido tantos muertos como en Haití o en Indonesia. No es noticia. Hay algo muy cruel en este caos de la civilización. Y al mismo tiempo el gobierno da una serie de contradicciones internas, arrogantes y falsas.
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Una patria, una nación, es tan fuerte que es capaz de ocultar las profundas diferencias y desigualdades. Las oculta sistemáticamente. En apariencia solo las víctimas lo saben, nadie más. No es la torpeza de un gobierno de mayor o menor lucidez. Es una manera de mirar las cosas, un énfasis en cosas que realmente no valen nada.
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Y es tan impresionante ver cómo un sector de este país, el pinochetismo, la derecha —esa derecha que se va a pensar Chile a Tantauco— pecó de una arrogancia, de una soberbia y de una ignorancia de lo que es en realidad el tejido humano. Por eso, su discurso estaba destinado a perecer.
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No me sorprende que exploten muchos frentes: uno el frente ecológico; el otro el frente estudiantil. O sea, todas aquellas zonas que han sido muy golpeadas y ninguneadas.
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Viene un equilibrio verdadero entre el hombre y la naturaleza. Vienen proyectos conjuntos de los hombres con la tierra que son una sola cosa. También vendrá una vuelta a lo religioso, a lo místico, en el sentido más amplio del término. La otra posibilidad es sucumbir a la nada.
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Una nueva forma social que pudiera producirse es una esperanza, aunque lindemos en la utopía, aunque mañana el mundo explote y se haga mil pedazos. Me sostiene la posibilidad de erigir un nuevo modelo social, donde la comunicación sea algo tan pleno que no sean necesarias las palabras.
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De pronto uno se pregunta si valen la pena estos movimientos ecologistas, de preservación, y si no sería mejor que esta humanidad desapareciera. Claro que uno lo piensa. Cuando ve cosas tan increíbles como que tiren a los homosexuales desde los edificios, cosas tan monstruosas como los niños triturados en los bombardeos a Gaza, o esos niños de Bagdad, de no más de 7 años, que salían de entre las ruinas de sus casas con las manos en la nuca, uno se pregunta si la humanidad merece seguir existiendo, y la respuesta sería no, no lo merece. No siempre tengo otra respuesta a esa pregunta.
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No vale la pena existir a lo mejor, a lo mejor no vale la pena la experiencia del mundo, a veces lo he pensado; existe tanto dolor, tanta locura, existe tanto absurdo, tanta injusticia, digo no sería mejor que estallara todo de una vez y a veces creo, llegado el momento, que sería mejor que se acabara.
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Pero no todas las cosas se derrumban cuando uno quiere, entonces más bien yo apelaría a una intensidad y a una pasión, ya sea para que todo se acabe o para que nos abracemos. Yo creo que el infierno y el purgatorio del presente es su absoluta vacuidad, su absoluta carencia de pasión. Todavía conocemos muy poco o estaremos al comienzo de un tiempo atroz porque las ciudades son como el desierto, los tipos se buscan y nadie se encuentra con nadie, los tipos van de cama en cama, se encuentran en los bares, hombres, mujeres se acuestan unos con otros y nadie se toca, siguen todos de largo y nadie se encuentra con nadie; “tanta gente sola”, como dice John Lennon. Creo que eso va a ser peor, hasta que tal vez hayamos tocado fondo en este asunto, quizá empiece algo nuevo. Tal vez a la poesía le corresponde insistir en la construcción del paraíso, insistir en la construcción de ese algo nuevo, aun cuando todas las evidencias que tenemos a mano nos indiquen que ese paraíso y ese algo nuevo son una locura.
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En los últimos años, desde las movilizaciones estudiantiles, de nuevo empiezo a reconocerme en el país al que pertenezco, pero todo ese período para mí fue un desencanto.
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Yo me ubico con los jóvenes, con los estudiantes, pero sabiendo claramente que este es su partido. Ojalá que estos nuevos Rimbaud conquisten las alamedas que a nosotros nos fueron negadas. Ojalá que les vaya fantástico y que todo lo que nosotros, mi generación, no pudo hacer y que fracasó, ellos sí puedan hacerlo.
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Los jóvenes de hoy son mucho más poetas de lo que ellos mismos saben. No lo demuestran, pero son tremendamente creativos. Yo veo las marchas estudiantiles, a mis alumnos, y me parece que son fantásticos, que es nuestra mirada de viejo la que nos hace abrigar temores sobre la nueva juventud.
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Hay algo dentro del derecho de ser joven que es la desesperanza. No hay nada más egoísta que la adolescencia: siente que se lo merece todo, y en cierto sentido tiene razón. Yo pertenezco a una generación que encontraba que era muy poco lo que había: la democracia era una democracia burguesa. En mi época se hablaba de que era muy lento el proceso de la Unidad Popular y se despreció lo poco que se tenía, hasta que un sector le dio la espalda a Allende y el resultado fueron 17 años de dictadura. Entonces, hay que tener mucho cuidado con despreciar ese poco que hoy queda. Sin duda, ese poco exige más sueños, más voluntad. Nadie me va a convencer de que el sueño de la gratuidad en la educación es prioritario a que un anciano se esté muriendo de hambre.
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La gran mayoría está sufriendo, desde la cosa cotidiana con el Transantiago hasta cosas bastante más pavorosas y fascistas. Lo que realmente uno percibe son injusticias tremendas, que se manifiestan, por ejemplo, en el sistema educacional. Hay una educación para los ricos buena —ni siquiera excelente—, y una para los pobres, paupérrima.
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Eso me despierta una curiosidad enorme. Me encantaría ver qué va a ir resultando en este proceso. Los jóvenes toman ahora nuestros proyectos y los continúan de otra forma, con otros parámetros. Eso me impresiona. Me emociona.
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Yo creo que todo movimiento que tiene como trasfondo un proyecto revolucionario, de revolución, es un proyecto artístico. Pongámosle el nombre que le pongamos, no creo que el arte como una disciplina tenga algo que hacer allí porque las manifestaciones son arte y poderosísimo. No creo que desde la academia, por así decirlo, por vanguardista, amplio e iluminado que sea, se instale a sacar eso que es la movilización. Eso es una vieja proclama del CADA. El solo hecho de pensar, entrar en los espacios de vida solo con la mente, aunque no se tradujera en ninguna acción, ya es un hecho artístico.
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Empezó algo con fuerza, con creatividad, algo muy entusiasmante y creo que no se va a detener. También creo que hay muy pocas cosas de las elecciones municipales que están sintonizando un poco con eso. Creo que fueron ciertas candidaturas, desde las llamadas redes sociales, capaz de tener una cosa creativa. Lo que agradezco al movimiento estudiantil es haber traído de nuevo la creatividad a la calle. Va a hacer y va a cometer probablemente errores muy análogos a los que cometimos nosotros, pero por lo menos comenzó algo.
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Es su gran asalto al porvenir. “¡La marcha de los pueblos, el canto de los cielos! Esclavos, no maldigamos a la vida”. Los nuevos jóvenes chilenos me recuerdan esa frase del pequeño Rimbaud en su Temporada en el infierno. Miles y miles de Rimbaud desfilando por las calles. Les deseo en nombre de ese océano infinito de difuntos de los que formaré muy pronto parte, que su victoria sea total, que escupan sobre nuestras tumbas y que conquisten las espléndidas ciudades que a nosotros nos fueron negadas.
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Yo creo que recién ahora, 40 años después, la sociedad está comenzando a despertar. Las condiciones que impuso la política de libre mercado recién están empezando a verse. Esto tiene que ver con los movimientos estudiantiles. No es normal que los tipos tengan que endeudarse de por vida para estudiar una carrera, eso antes pasaba por ser algo normal, nadie se quejaba. Los estudiantes han sido los catalizadores de todo eso que estaba mudo, guardado, sin palabras.
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Por un lado, ves estos movimientos estudiantiles y por otro lado recuerdas el año 1967, las reformas universitarias, donde lo que se estaba pidiendo era cogobierno, que los estamentos administrativos de las universidades tuvieran participación de los alumnos para elegir autoridades. Los planteamientos de lucha eran infinitamente más ambiciosos, más abarcadores, y no porque hayan sido mejores, sino por lo feroz que fue la derrota. Entonces te das cuenta de todo lo que realmente se perdió con el golpe. Hoy las reivindicaciones que se plantean son, vistas así, un retroceso de como cincuenta años.
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Espero que triunfen, que sea fantástico, nada de eso alcanzaré a ver, pero me alegro por los que lo verán. Espero poder presenciar un centésimo de esa lucha inmemorial que no se va a terminar nunca, salvo cuando se acabe la tierra.
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No me esperaba estos movimientos, porque estamos en la era de la perversión de los significados. El lenguaje publicitario, que es el lenguaje de hoy, hacía muy difícil prever que nuevamente iban a surgir movimientos con capacidad de sueño, de organización. Y sin embargo surgen. Entonces algo que se presenta como absoluto, un estado de cosas, ves cómo se empieza a horadar.
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Me temo, y no es que me crea profeta ni mucho menos, que nos esperan, les esperan, trescientos años de desierto. La promesa del paraíso está terminando con una gran desesperanza. Esa sensación, supongo, viene de la inminencia de mi propio fin. Creo que el mundo que se viene es el más atroz de todos los que se han conocido. Un mundo de soledad, con las mayores expectativas de vida que han existido, pero donde ya no hay forma de llenar esas vidas.
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Nosotros sabemos que desde Parinacota hasta Puerto Williams, en cientos de escuelas rurales de Chile, en lugares apartados, hay voces que pueden ser perfectamente la Mistral, niñitos que podrían ser perfectamente Roberto Matta, todo está cuajado de genios que la sociedad pierde con grave daño para sí misma. Este pueblo, precisamente por su marginación, por su sufrimiento, tiene visiones, modos de entender la realidad, modos de solucionar, que son mucho más conmovedores, más creativos, más profundos y de largo plazo que todo lo que puedan crear, encerrados en una oficina, los que se consideran expertos en el tema cultural.
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Tengo la sensación de que hay muchas cosas que se están jugando. Una es que no se entiende lo que significa la palabra cultura. No entienden. Creen que es un aditivo que se le puede agregar a las cosas, para hacerlas un poquito más, en fin, presentables, darles un barniz de civilización.
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Los países que decimos admirar —Estados Unidos, los países europeos, Japón— siempre han valorado sus universidades tradicionales, seas estatales o privadas, Harvard, la Sorbona, Oxford. Jamás se les ocurriría desmantelarlas y aquí —basta leer El Mercurio— hay una corriente que cree que la Universidad de Chile es un elefante que hay que reducir.
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Me tocó conocer a los hiphoperos de La Legua un tiempo. Los conocí, a Los Panteras Negras por ejemplo, y me parecieron muy fuertes. Toda la cultura de la juventud no universitaria es muy potente. Uno les escucha las letras de los rap y son feroces, muy radicales, muy barriobajeras, cargadas de violencia, de lo que ellos llaman el odio militante. Por un lado, tenemos a los universitarios, y por otro están las cosas en las poblaciones, un mundo tremendo, cuyas expresiones las conocemos muy fragmentariamente. Yo no sé la cosa estadística, pero aunque se haya ampliado la cobertura en la educación, la juventud universitaria es una minoría, la juventud no universitaria, con sus murales y sus hip hop y cantos y con su violencia, es más.
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La primera rebelión de un artista es detectar sus cárceles, no se puede hacer una obra revolucionaria si no se cuestiona la forma. Parra, Neruda se cuestionaron la forma, no intelectualmente, sino desde la pasión artística. Uno necesita fuerza para resistir. Hay algo que uno tiene que decir, aunque aún no lo sepa.
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Creo que la poesía y el arte en general deberían estar reservados para aquellos que tienen vocación por esto, que lo prefieren por sobre la muerte. Por ejemplo, si alguien viniera y le prohibiera hacer poesía, y ellos se matan, entonces sí, escriban poesía.
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Hay que volver a ser jugado, extremo y demente, porque ahora la cordura es pura resignación y derrota.
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En la poesía joven eso también se ve, pero sobre todo se ve la protesta. Son como las barras bravas de la literatura. Son anárquicos, violentos, sofisticados y pobres. Mucha fuerza, de verdad, incluso el tema de la sexualidad se ha abierto.
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Una de las latas de esta enfermedad que tengo es no poder marchar, porque yo soy un tipo que ha marchado en la vida.
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La última vez fue cuando murió Pinochet, o cuando le pegaron a Alejandro Navarro, pero ahora desgraciadamente me cuesta caminar entre la gente. El Parkinson tiene cosas que son cómicas: por ejemplo, no tengo ningún problema con las escaleras, pero tienes que pasar por puertas y espacios angostos, que me joden, me desordenan los radares. Son pequeños impedimentos físicos.
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Me gustaría ir a la marcha, y a lo mejor hasta voy, me quedo parado y miro, pero ya no puedo correr, arrancar de los pacos, cosas que me encantaba hacer.