Flores salvajes y otros textos
Selección y traducción de Katherine M. Hedeen
y Víctor Rodríguez Núñez
Hielo de galés
Se vuelven lo mismo, el hielo galés y la escarcha primaveral,
los dos se roen bajo los pies hasta convertirse en una oblea azul.
Qué parecidos cuando se nos van, qué rápidos se pierden.
Solo el aliento más amargo viene sobre el glacial
donde los besos son coronas níveas en una costa blanca.
Se vuelven lo mismo, el hielo galés y la escarcha primaveral.
Un reino debe empezar o terminar con una inundación.
Hay algún iceberg con nuestro epitafio escrito en su corona.
Qué parecidos cuando se nos van, qué profundo deben llegar.
Somos apenas una telaraña, un rumor de espectros,
y un país puede desaparecer al darle vuelta a la llave.
Se vuelven lo mismo, el hielo galés y la escarcha primaveral.
La historia se derrite. Mas, ¿cuándo ha tenido el mercurio
alguna piedad o memoria de lo que liquida?
Son parecidos cuando se nos van, qué rápidos se van.
Empieza en el polo con una suerte de apertura
y pronto somos una leyenda bajo un nivel azul.
Se vuelven lo mismo, el hielo galés y la escarcha primaveral;
tan parecidos cuando se nos van, qué rápido se pierden.
Flores salvajes
Detrás de las rejas, los jueces legos tratan con la corte. En su presencia,
yo florezco valiente como la colleja, aunque
soy en verdad la vasija más débil.
Mas no puedo fingir. Pueden ver que
aunque me parezca a la belladona
soy la violeta más arrugada.
La dulcamara me trepa. Una campanilla se inclina sobre mí
y sabe que yo jamás fui rota, arrancada del seto jamás.
Nunca sentí la mano de un hombre como cuchilla en la nuca.
He crecido en caminos inexplorados.
Ellos hicieron un juicio rápido, juntos. No soy
valiente sino estúpida. Y ciega. Una mujer que tendría miedo
si una mariposa la siguiera. ¿Qué chica renunciaría
a los sábados azarosos, llenos de néctar, de juventud,
los placeres del seto? Sienten lástima
de mis pétalos sobrios, estas pimpinelas escarlatas.
Mis brazos no llevan ninguna marca de aguja. No chupo ningún
tocón para aliviarme. No estoy esposada. Tengo un hueco
de asombro entre pétalos que han visto huracanes y siegas crueles.
Ya es hora de testificar
–hacer grafitis sobre la tabula rasa del muro,
tres amapolas de tallo largo en el paraíso–
he aquí la amapola roja que desfila, que triunfa sobre la muerte
aunque los prados todavía corren con la mancha de sangre,
he aquí la blanca que yo llevo como un hueso de la paz
cada noviembre, que desafía las piedades de la guerra,
y aquí estoy yo, la amapola galesa, cabeza inclinada
–mi falta de temple una fiebre amarilla.
Se fueron los jueces, riéndose de una amapola humilde
sobre la cresta de su enojo. Un tallo que se arquea en el viento.
La lengua materna
La antigua lengua entre madre e hija.
En momentos de enfermedad, estaba allí,
su palma llana sobre mi frente,
espantando un bucle,
amasándome la fiebre que espumaba en el pelo,
acariciando hasta que me dormía.
En los días buenos también, cuando había crecido,
me daba vergüenza hasta la médula
cuando me arreglaba el pelo
como si fuera una muñeca de trapo.
Evitaba su mano, fría como el acero, relámpago súbito.
Ahora por fin me doy cuenta de lo ocurrido:
la antigua lengua entre madre e hija,
una señal de encrucijada para amar en un mechón.
Es como sostener el pasado de una semilla,
ese roce, en un mundo desnudo,
de una mecha de oro rizado,
el emblema de mi orgullo,
cada pelo en tu frente se alegra.
Y es cierto, mi amor, un día
cuando el pelo se te llene de canas,
tendrás ganas del vasto aliento del pelo,
el fruto de tu carne.
Maldición
Floja de boca,
aprendí a correr, a pisar el aire, la carrera del yr,
evitaba piruetas en el cielo, y esquivaba
la letra grande; en cadenas,
una criatura apresada en su propia debilidad,
gemía sin una lengua para atrapar el mundo,
amarrada y herrada por otros,
consignada a la camada de los enfermizos y rudos,
sin esperanza en la boca, una nasalización de consonantes,
vetada del desborde o las hazañas de la proeza.
La medianoche me encontraba, mientras otras
acariciaban sus almohadas aprendiendo a besar,
cautivada en murmullos amargos,
intentando, con un sudor secreto, intentando
dar una voz, la boca se convertía
en una gran cuna en disputa, robada y pasmada.
Los consejeros, mientras yo crecía, aconsejaban. Ponte un corcho
bajo la lengua. Mas sobre la cama de los dientes
los rollitos no hacían ningún milagro,
las encías subían demasiado montañosamente.
Entonces –¡bwmff!– un día una bomba en la boca,
una dinamita denticlástica
que rompió las particiones en palabras sin fin,
maravillas en abundancia
que atacaban los oídos, que me declaraban libre
para lanzar sonidos desde la garganta
del alma, un acordeón,
bajo libertad condicional al fin.
¿Entonces un milagro?
Que ande a trancos por la periferia de la boca
sin que me falte una rampa.
Mas a veces cuando hablo
conozco esa extrañeza
donde cada sonido resulta un murmullo,
y el galés todavía es
un galés de traqueteo de cubiertos,
bocado de un galés pedregoso
un galés Sioni Wynwyns,
si no una dislalia que sonríe con afectación,
y a pesar de todo, más alto aún, echo el cielo por la ventana,
un defecto más allá de la lucha.
En el umbral
Y las minorías siempre estarán con nosotros,
apenas visibles y con la lengua enredada.
“No hay nada aquí” dijo la gente
que me llevaba a ese lugar,
pero fuimos de todos modos,
por el camino de una tribu,
buscando el hilo que entretejía
sus colchas berrendas.
A primera vista, no había nadie en casa
–una vieja torcida,
un circunflejo de mujer–
recelosa de los desconocidos,
solo una tribu en una colina
un puñado de una nación,
sus uñas recortas,
cerrado el puño firmemente
–los niños guardan distancia–
y de pronto
se abrió una puerta
–una caldera en medio del piso,
un fuego crujiente,
unos brazos que acunaban.
Antes de irme
la vieja me trajo una biblia en letonio,
empezó a leer la historia de Cristo
y de sus padres que huían.
Nuestro encuentro con la fe lleva a una fuga,
nuestro destino es el del refugiado
–tirado a merced de un terreno pedregoso.
La dejé, con un dólar en la mano,
el precio de su elocuencia
que se convertía en babas en la lengua del intérprete.
Que los pueblos del mundo griten
¿Te fijas cómo alguien se despreocupa
cuando se acerca a un nuevo idioma?
Es cierto, se tropieza con consonantes,
se posponen vocales,
bajo el agobio de toda la armadura del deseo
de conquistar la expresión.
Y es cierto, la lengua se convierte
en un bebé que anda sobre el fondillo.
Ahora bien, que todos los pueblos del mundo aprendan
la lengua excomulgada de su vecino,
sí, que gateen y se agachen por los rincones,
que al embrollarse pierdan el sueño,
pues así se eliminan los tiempos verbales.
El pasado no vendrá con fluidez a la lengua.
El idioma de hoy permanecerá. Pedirá la paz,
arrancará todos los verbos del alambre de púa.
El imperfecto nunca será tan perfecto
como cuando deje de existir.
Y lo hendido, lo partido, lo roto se volverá
enterizo en la boca abierta.
Cada nuevo aprendiz tendrá el recuerdo
de corregir construcciones,
recoger la cama, rectificar el discurso.
No habrá tiempo de difundir el odio,
pues las tribus serán vencidas
por las riquezas de todas las piedras de toque.
–Y con los chicos de Babel
se levantará un yugo, unas Lenguas Unidas que se curen
al liberarse, que se liberen al sembrar la semilla.
Enseñar a la musa de Dylan Thomas a hablar galés
En aquel entonces era un hazmerreír,
la arpía en el parque vacío,
vieja, impotente, jorobada
–mas hoy las cosas son distintas;
me siento a su lado
le enseño palabras de peso
–suscito que las repita:
Los árboles, qué poderosos son,
con la energía de los galeses:
y dŵr, mira como el agua ronronea
en galés cuando salpica de la fuente.
Después, le enseño dos palabras
–adar y trydar
las alas y la luz;
y ahora nadie le gritará palabras ásperas
pues las palabras estarán en su boca.
Seré la guardiana del parque, volveré a casa
al saber que ella ya tiene un hogar;
de lejos la escucho pronunciar:
Coed cadarn,
Cedyrn y Cymry,
dŵr y adar;
y sus palabras serán
gotas que saltan de la fuente,
que se levantan como alas en vuelo.
Ahora su rama,
que arponea las hojas muertas del parque
las convertirá, la convertirá a ella también
en un verde vivo.
-Nuestra tierra de nadie
14 poetas galeses contemporáneos
Selección y traducción de Katherine M. Hedeen y Víctor Rodríguez Núñez.
Colección: Ladrones del tiempo
Uniediciones