Ala de Cisne
Reminiscencia
Llegó vestida hasta los pies, con falda
de terciopelo que dejaba al aire
su muslo izquierdo por una abertura
lateral que crecía a cada paso,
mostrando más y más, a mayor gloria
de mis ojos, y con una camisa
ribeteada de encaje, del estilo
de las que se ponía Marsillach
cuando dio vida a Sade en Marat-Sade.
Circulaba por nuestro dormitorio
con la misma elegancia con que Venus
debía de moverse en los saraos
que organizaba Juno en el Olimpo.
Su cuerpo discurría por la alcoba
de forma tan real que nadie hubiese
podido imaginar que era un espíritu,
la fantasía tridimensional
de un lejano recuerdo.
Hubo una vez un tren
Hubo una vez un tren en que dejaste
todo el amor atrás, suspendido en el aire
de la estación, disuelto entre las páginas
de los libros románticos que habías
leído en tu más tierna adolescencia.
Tenías diecinueve años entonces,
la misma edad que yo, pero yo andaba
más cerca de los veinte. Tú viniste
al mundo en primavera. Yo, en invierno.
Y el tren que te alejaba de mis brazos
te esperaba en verano, en pleno agosto,
cuando Madrid hervía en la caldera
del infierno y las calles despedían
un acre olor a fósforo incendiario
que te cortaba la respiración.
Subiste al tren, soltaste la maleta
en tu asiento y saliste a la ventana
para decirme adiós y poner punto
final a nuestra historia con un gélido
«que seas muy feliz» que resonó
en toda la ciudad como un cuchillo
de hielo en las entrañas, como un dardo
que se clava en el alma para siempre.
Y el tren se despidió de la estación
con su pitido habitual, y el cielo
se convirtió en un dédalo de lágrimas.
Y ya no volví a verte nunca más.
Firenze, 1970
A la memoria de Juan Antonio de Cuenca
Después de más de medio siglo, apenas
puedo reconstruir aquel pasaje
de mi vida. Tan solo se dibuja
con cierta nitidez en mi recuerdo
la imagen de un andén en la estación de Atocha
y un «se acabó» en sus labios que ponía
punto final a todo. Fue en julio del 70.
Me quedé tan perdido y desolado
que mi padre, advirtiéndolo,
me dijo que eligiera una ciudad de Europa
para pasar en ella, con él, una semana,
tratando de olvidar.
Dije «Florencia» sin dudarlo un ápice.
Allá nos fuimos. Cierto es que no pude
olvidar por completo lo ocurrido,
pero lo conseguí parcialmente. Florencia
te enamora de un modo irresistible,
aunque sin destrozarte el corazón. Su alma
cura las llagas de quien se aproxima
a su luz. No hubo iglesia ni museo
que dejásemos sin inspeccionar
gozosamente. Y ambos comulgamos
con la sagrada forma de sus calles,
que eran las calles donde mis heridas
iban cicatrizando poco a poco
merced a la alegría aristocrática
que reinaba en aquel lugar divino.
Muchas gracias, papá, por lo que hiciste
por mí, que estaba roto, hecho pedazos,
llevándome a Florencia.
Y por los Pisan Cantos de Ezra Pound
que en edición bilingüe me compraste
en una librería mitológica
de la Via Cavour que se llamaba
Marzocco. Y muchas gracias a Florencia,
la ciudad más hermosa que mis ojos
han visto nunca, por aligerar
aquella insoportable pesadumbre
que luego, por razones que ahora omito,
se hizo aún más amarga.
Pienso en ti a la caída de la tarde
Pienso en ti a la caída de la tarde.
En tus largos de experta nadadora.
En las fotos antiguas que me diste
y que guardo pegadas en un álbum,
testigo fiel de un tiempo luminoso.
En tus piernas, tu espalda, tus caderas,
cuando mis labios con amor, despacio,
las colmaban de besos eruditos
(como aquellos que Julio Herrera y Reissig
soñó en su Torre de los Panoramas).
En los grupos de sátiros y ninfas
que, impúdicos y libres, daban pábulo
a la Arcadia de nuestras sobremesas.
En la alegría con que compartimos
la victoria final de la barbarie
sobre la odiosa civilización,
basada en la mentira y en el fraude.
En un poema de John Donne muy bello
que traduje durante la pandemia
para representarlo en el teatro
de nuestras fantasías más recónditas.
En las diosas de todas las creencias
que no han dejado de guiar tus pasos
desde el Auriñaciense hasta ahora mismo
y te dictan en sueños las consignas
que luego olvidas cuando te despiertas.
En el amor que durará hasta el último
día de nuestras vidas, cuando empiece
la morfina a inyectar en nuestros cuerpos
el olvido final, definitivo.
Pienso en ti a la caída de la tarde.
Sobre un poema de John Donne
Siendo tú mi enemiga, que lo eres,
no deseo otra cosa en esta vida
que combatir y pelear contigo.
Pero los combatientes, como en Grecia,
deben luchar desnudos. Quítate
el ceñidor que oculta, pudoroso,
la bóveda celeste de tus senos.
Y también el corsé, que tanto envidio
porque se pega a ti como si fuese
un ser vivo. Y permite que tu pelo,
desmelenado, viaje como un río
de oro hasta la cama, nuestro templo
de amor y nuestro campo de batalla.
Poco a poco, tu carne se revela
al caer tu vestido como un deus
ex machina al final de una tragedia
de Eurípides, como un prado florido
entre colinas suaves y redondas.
Permite que mis manos te acaricien
por detrás, por delante, arriba, abajo.
Mi América, mi tierra conquistada,
mi mina de diamantes, mi castillo
inexpugnable, mi jardín sin horas.
Feliz soy descubriéndote y gozándote,
siendo tu dueño y a la vez tu esclavo.
Donde mi mano cae, dejo mi sello.
¡Fuera esas prendas últimas! ¡Sitúate
más allá de la línea que separa
la virtud del pecado y muéstrate
como naciste, libre de abalorios!
Mírame: yo también estoy desnudo.
Para tu desnudez, ¿qué mejor sábana?
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-Luis Alberto de Cuenca
Ala de Cisne
Colección Visor de Poesía
España, 2025