Luis Alberto de Cuenca

Ala de Cisne

 

 

 

 

 

Reminiscencia

 

Llegó vestida hasta los pies, con falda

de terciopelo que dejaba al aire

su muslo izquierdo por una abertura

lateral que crecía a cada paso,

mostrando más y más, a mayor gloria

de mis ojos, y con una camisa

ribeteada de encaje, del estilo

de las que se ponía Marsillach

cuando dio vida a Sade en Marat-Sade.

Circulaba por nuestro dormitorio

con la misma elegancia con que Venus

debía de moverse en los saraos

que organizaba Juno en el Olimpo.

Su cuerpo discurría por la alcoba

de forma tan real que nadie hubiese

podido imaginar que era un espíritu,

la fantasía tridimensional

de un lejano recuerdo.

 

 

 

 

Hubo una vez un tren

 

Hubo una vez un tren en que dejaste

todo el amor atrás, suspendido en el aire

de la estación, disuelto entre las páginas

de los libros románticos que habías

leído en tu más tierna adolescencia.

Tenías diecinueve años entonces,

la misma edad que yo, pero yo andaba

más cerca de los veinte. Tú viniste

al mundo en primavera. Yo, en invierno.

Y el tren que te alejaba de mis brazos

te esperaba en verano, en pleno agosto,

cuando Madrid hervía en la caldera

del infierno y las calles despedían

un acre olor a fósforo incendiario

que te cortaba la respiración.

Subiste al tren, soltaste la maleta

en tu asiento y saliste a la ventana

para decirme adiós y poner punto

final a nuestra historia con un gélido

«que seas muy feliz» que resonó

en toda la ciudad como un cuchillo

de hielo en las entrañas, como un dardo

que se clava en el alma para siempre.

Y el tren se despidió de la estación

con su pitido habitual, y el cielo

se convirtió en un dédalo de lágrimas.

Y ya no volví a verte nunca más.

 

 

 

 

Firenze, 1970

 

A la memoria de Juan Antonio de Cuenca

 

Después de más de medio siglo, apenas

puedo reconstruir aquel pasaje

de mi vida. Tan solo se dibuja

con cierta nitidez en mi recuerdo

la imagen de un andén en la estación de Atocha

y un «se acabó» en sus labios que ponía

punto final a todo. Fue en julio del 70.

 

Me quedé tan perdido y desolado

que mi padre, advirtiéndolo,

me dijo que eligiera una ciudad de Europa

para pasar en ella, con él, una semana,

tratando de olvidar.

Dije «Florencia» sin dudarlo un ápice.

Allá nos fuimos. Cierto es que no pude

olvidar por completo lo ocurrido,

pero lo conseguí parcialmente. Florencia

te enamora de un modo irresistible,

aunque sin destrozarte el corazón. Su alma

cura las llagas de quien se aproxima

a su luz. No hubo iglesia ni museo

que dejásemos sin inspeccionar

gozosamente. Y ambos comulgamos

con la sagrada forma de sus calles,

que eran las calles donde mis heridas

iban cicatrizando poco a poco

merced a la alegría aristocrática

que reinaba en aquel lugar divino.

 

Muchas gracias, papá, por lo que hiciste

por mí, que estaba roto, hecho pedazos,

llevándome a Florencia.

Y por los Pisan Cantos de Ezra Pound

que en edición bilingüe me compraste

en una librería mitológica

de la Via Cavour que se llamaba

Marzocco. Y muchas gracias a Florencia,

la ciudad más hermosa que mis ojos

han visto nunca, por aligerar

aquella insoportable pesadumbre

que luego, por razones que ahora omito,

se hizo aún más amarga.

 

 

 

 

Pienso en ti a la caída de la tarde

 

Pienso en ti a la caída de la tarde.

En tus largos de experta nadadora.

En las fotos antiguas que me diste

y que guardo pegadas en un álbum,

testigo fiel de un tiempo luminoso.

En tus piernas, tu espalda, tus caderas,

cuando mis labios con amor, despacio,

las colmaban de besos eruditos

(como aquellos que Julio Herrera y Reissig

soñó en su Torre de los Panoramas).

En los grupos de sátiros y ninfas

que, impúdicos y libres, daban pábulo

a la Arcadia de nuestras sobremesas.

En la alegría con que compartimos

la victoria final de la barbarie

sobre la odiosa civilización,

basada en la mentira y en el fraude.

En un poema de John Donne muy bello

que traduje durante la pandemia

para representarlo en el teatro

de nuestras fantasías más recónditas.

En las diosas de todas las creencias

que no han dejado de guiar tus pasos

desde el Auriñaciense hasta ahora mismo

y te dictan en sueños las consignas

que luego olvidas cuando te despiertas.

En el amor que durará hasta el último

día de nuestras vidas, cuando empiece

la morfina a inyectar en nuestros cuerpos

el olvido final, definitivo.

 

Pienso en ti a la caída de la tarde.

 

 

 

 

Sobre un poema de John Donne

 

Siendo tú mi enemiga, que lo eres,

no deseo otra cosa en esta vida

que combatir y pelear contigo.

Pero los combatientes, como en Grecia,

deben luchar desnudos. Quítate

el ceñidor que oculta, pudoroso,

la bóveda celeste de tus senos.

Y también el corsé, que tanto envidio

porque se pega a ti como si fuese

un ser vivo. Y permite que tu pelo,

desmelenado, viaje como un río

de oro hasta la cama, nuestro templo

de amor y nuestro campo de batalla.

Poco a poco, tu carne se revela

al caer tu vestido como un deus

ex machina al final de una tragedia

de Eurípides, como un prado florido

entre colinas suaves y redondas.

Permite que mis manos te acaricien

por detrás, por delante, arriba, abajo.

Mi América, mi tierra conquistada,

mi mina de diamantes, mi castillo

inexpugnable, mi jardín sin horas.

Feliz soy descubriéndote y gozándote,

siendo tu dueño y a la vez tu esclavo.

Donde mi mano cae, dejo mi sello.

¡Fuera esas prendas últimas! ¡Sitúate

más allá de la línea que separa

la virtud del pecado y muéstrate

como naciste, libre de abalorios!

Mírame: yo también estoy desnudo.

Para tu desnudez, ¿qué mejor sábana?

 

 

 

 

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-Luis Alberto de Cuenca
Ala de Cisne
Colección Visor de Poesía
España, 2025

 

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Luis Alberto de Cuenca Nació en Madrid el 29 de diciembre de 1950. Es Doctor en Filología Clásica desde 1976 y académico numerario de la Real Academia de la Hi ... LEER MÁS DEL AUTOR