

Presentamos tres textos del recordado poeta mexicano.
Roberto Arizmendi
Juego con tu nombre
Juego con tu nombre
a decir el amor con tus vocales,
sin consonantes ni acentos
sino aquellos que sean imprescindibles
para convertir la voz en canto.
Quiero de nuevo aprender a deslizar mi tacto
sobre tu piel de ensueño
para encender tu cuerpo
y llevarlo junto al viento a recorrer el mundo.
Nadie habrá de adivinar
el extraño sortilegio
de ser párvulos anónimos
en medio del vendaval y la discordia.
Aprenderemos a recorrer
de otra manera el tiempo
y el sueño de tus noches
será el escenario irreductible
de nuestro cotidiano asombro.
En esta hora de la noche me haces falta
En esta hora de la noche me haces falta;
es la cama tan grande,
me estorba tanto espacio vacío de amor
de ti,
de tus caricias.
Yo no sé cómo algunos pueden dormir solos
en camas kingsize o circulares,
todo se rueda en ellas
y el alma no encuentra su acomodo.
Para amar no es necesario espacio sino tiempo,
cualquier lugar cobija cómplicemente al gozo
y las nubes o los arco iris se construyen
en cualquier rincón
con tu sonrisa.
Dejaré que el sueño te descubra,
te quite delicadamente la ropa que te cubre
y te haga aparecer
como deidad en el cielo de los dioses;
haré la remembranza de los días
en que la tenue luz perfila tu sonrisa
y yo admiro las líneas perfectas
con que te define la penumbra.
Ocuparé el enorme espacio con el sueño
porque no puedo estar así, sin ti, entre las sábanas,
sólo por descansar y a la espera interminable del alba,
cuando pueda ir hacia ti
porque ya naciste de nuevo para mis ansias de tenerte.
Confesión
Confieso que las noches
siempre me parecen cortas,
cada día debiera tener más de veinticuatro horas
para tener tiempo de construir los sueños.
La vida no alcanza para tanto anhelo.
Algunas veces he querido dejar la ciudad
y sin maleta irme al mar,
sin ropa ni equipaje;
el hombre no debería programar
horas, encuentros y destinos,
tampoco su tiempo de amor
menos su vida,
porque andar sin destino
es por antonomasia la búsqueda perpetua.
Una vez encontré a una dama
en una ciudad apenas conocida;
hicimos el amor
y cada quien retornó a su camino,
a su signo y a sus luces;
estoy seguro que como yo, ella
—sólo ella porque nunca conocí su nombre—
recuerda la manera como descubrimos la luz de las estrellas
en una alcoba, de un antiguo edificio,
con enormes vidrieras en dirección al poniente,
y sonríe, sólo sonríe cuando recuerda;
ese día vimos cómo el cielo
se iba colmando de fuego y nostalgia, con el gozo transmitido
en íntima confesión por su voz dulce y tenue,
y luego descubrimos la luna a través de los cristales.
En otra ocasión, en el puerto,
una joven me ofreció sus lágrimas
y vi cómo el dolor se iba quedando impregnado
sobre la mesa, primero, y luego en las sábanas casuales
mientras surgía la luz en su rostro,
cada minuto más bello
conforme se iba borrando su desdicha.
Y así,
un día,
otro,
mis pasos me han llevado a percibir aromas sin medida
sin necesidad de nombres y apellidos,
de contratos y rutinas; sin haber programado
la cita con hora, lugar y protocolo.
Así he conocido la forma de inventar la lluvia
y he descubierto la luz con sus colores y matices,
el tiempo equinoccial y el tránsito infinito.
Sólo el horizonte abierto
para la luz que se inventa
con el color del sueño.
Sólo una sonrisa y el tacto sin medida,
el aroma del cuerpo y el clima de los días,
la lluvia, el mar,
la luna, el infinito.