Waldo Leyva. Entre la incertidumbre y la esperanza

 

Presentamos algunos textos del reconocido poeta cubano.

 

 

 

Waldo Leyva

 

 

PASEO NOCTURNO

 

I

La noche era apacible.

Una brisa tibia venía del sur,

trayendo el perfume

de ciertas flores

dejadas en las criptas

del viejo cementerio de La Habana,

por parientes que no olvidan

a sus seres queridos

o buscan un perdón imposible.

 

Por la avenida veintitrés,

ocasionalmente perturbada

por autos que recuerdan

viejas películas,

caminábamos mi mujer y yo.

Pocas veces lo hacíamos.

Ella es mucho más del mar

y el malecón,

que finge una frontera,

resulta sitio propicio

para toda melancolía.

Cuántas veces hemos visto el mar

saltando sobre el muro,

el ámbar del crepúsculo

cabalgando las olas

que se deshacen,

en un intento inútil

por recuperar antiguos territorios.

Algunas veces,

aliadas con los Nortes,

muestran su poderío momentáneo

en un alarde hermoso y cruel.

Vencen entonces las murallas,

ocupando los sitios

donde tuvieron su nido los cangrejos,

pero solo logran matar el pasto,

hacerle más difícil la vida

a quienes viven pegado al litoral,

y otra vez, y otra vez, la misma tierra

que quisieron someter,

devora hasta la última gota.

El pasto vence la sal

y se recobra.

El cemento sigue cubriendo

los antiguos nidos de cangrejo

y las olas vuelven a su cauce,

a vestir y desvestir

las rocas de la costa,

a dibujar con la espuma

el cuerpo de Afrodita.

 

II

Hoy no tocaba el mar

sino este andar pausado

sobre el asfalto

que oculta fósiles marinos,

porosas piedras talladas por la sal,

huellas de viejos bucaneros

que cruzaron estas zonas vedadas

de La Habana

cuando aún la ciudad latía

entre murallas

y todos los senderos

conducían al puerto.

 

III

En la misma esquina

por donde pasé ayer

y no era yo,

no este que cruza ahora la mirada

con un perro verdugo

echado en un hueco de la acera.

La mirada del perro me detuvo.

Mi mujer no entiende

por qué lo hice,

por qué insisto en contemplar al perro

que ahora mueve la cola en un tiempo

donde no es de noche

y el mar está lejos

y no existe La Habana

y la mujer que me acompaña

no ha nacido

y aún no tengo memoria

de una mañana de abril

de mil novecientos sesenta y uno

en la que se abrieron para mí

las luminosas calles de esta ciudad.

Era una mañana calurosa,

dominada por himnos fundadores.

Viajaba conmigo la esperanza

en uno de aquellos carros,

tal vez el mismo que ahora pasa,

remendado y asmático.

 

Mi mujer no puede explicarse

mi espontánea complicidad

con los ojos del perro,

donde sigo viendo a mi padre

en la cocina, esperando de pie,

junto al fogón a leña,

que hierva el agua

para que el café

haga posible la mañana,

donde mi perro y yo

esperamos que amaine la lluvia,

para salir en busca de las codornices.

Mi mujer me pregunta

y no tengo respuesta.

 

 

 

ANTIGUAS SENSACIONES

 

A pesar de veranos tormentosos

e inviernos apacibles.

De sueños postergados

y afanes enfermizos.

Aún sigo viviendo

en las horas presentes.

Me despierto pensando

en qué ocurrirá mañana,

me duele la realidad que me circunda,

este hoy que soñé como futuro

y se parece cada vez menos

a mi sueño. Sin embargo,

sé que me queda algo por decir

a los días que se anuncian

perturbadores o luminosos.

Yo palpé la temperatura

de la esperanza y canté,

con mi torpe y desafinada voz,

los himnos fundadores.

Recorrí las rutas donde seguían húmedas

las huellas del porvenir.

Y por eso, a pesar de los años

tatuados en mi piel,

de ciertas cicatrices

y arrugas bien ganadas,

no soy de los que perdieron

en la paz todas sus guerras,

ni tampoco pertenezco

a los que habitan en el recuerdo.

La memoria me devuelve viejas historias,

antiguas sensaciones,

derrotas y victorias que atesoro

en lo más hondo.

 

Para mi amigo Luis, y lo comparto,

no hay nada peor

que un viejo cascarrabias

o un joven que piensa

que el mundo se inaugura con él.

Intento hacer coincidir

con los recuerdos,

el asombro cotidiano,

y aquellos sueños,

donde intentamos encontrar

la palabra perdida,

la justicia imprescindible,

esa utopía necesaria

que nos muestra

y nos borra los senderos.

 

 

 

HAY UN TIEMPO DE LUZ Y OTRO QUE MUERDO

Para Luis García Montero

 

Llegó también la guerra un mal verano
llegó después la paz tras un invierno
un rastro de cristales y de ramas
pudo borrar las huellas de la sangre.
Ángel González

 

A veces vuelvo atrás, en el recuerdo,

y soy un niño al ritmo de la vida.

la niña que yo amé, no es la suicida

que partió un torpe otoño y aún la pierdo.

Hay un tiempo de luz y otro que muerdo

y quisiera borrar, pero es en vano.

Recuerdo bien la casa, y al indiano

que llegó de otros mares, cierto día.

Pero duró muy poco la alegría:

llegó también la guerra un mal verano.

 

La guerra, para mí, era tan solo:

escuela cerrada y calle desierta,

el susto de mi madre ante su puerta,

un susto que aún me asalta y no controlo.

No sé por qué razón, si veo un gladiolo

siento que aquel conflicto se hizo eterno.

¿Qué relación puede tener lo tierno

del pétalo o el aroma de la flor,

con lo atroz de la guerra y mi dolor?

Llegó después la paz tras un invierno.

 

¿Llegó después la paz? No sé si es cierto.

El dolor no se fue, las lágrimas tampoco,

la muerte está en las cosas que ahora toco:

la humilde escarapela, el libro abierto.

He buscado esa paz de puerto en puerto

he dejado mi piel en muchas camas,

entré al Partido, redacté proclamas,

la convertí en mi único trofeo,

pero vuelve la guerra, cuando veo

un rastro de cristales y de ramas.

 

Esa inocente imagen me regresa

a las oscuras fauces de un verano

que echó a pelear hermano contra hermano

y borró la bondad y la belleza.

Se sabe que la guerra cuando empieza,

cuando la muerte lanza su palangre,

no le importa que el pueblo se desangre.

Esa guerra pasó, nadie lo duda,

pero la paz, inoperante y muda,

[¿]Pudo borrar las huellas de la sangre[?].

 

 

 

FUE UN TESORO EL ASOMBRO

Por Almudena Grandes

 

Cada rincón espera su mirada.
Fue tesoro el asombro, fue sorpresa
Por su cuerpo desnudo, por su sombra
Bajo las horas jóvenes del día.
Luis García Montero

 

Cuando vino la muerte, yo pensé

que nada era salvable. Falso adagio.

siempre queda algún resto del naufragio

y vuelve hecho fragmentos, lo que fue.

Es inútil negarlo, la busqué,

y la busco y espero una llamada

que logre interrumpir esta jornada

inútil si no está. ¿Quién me la esconde?

al partir y al volver, la busco donde

cada rincón espera su mirada.

 

Yo daba por supuesto que la muerte

era algo inevitable, y presentía

que cuando la enfrentara, ella sabría

que estaba preparado. Pero es fuerte

la herida de su ausencia. Imponerte

a ese dolor, requiere de entereza.

Y solo la memoria y su destreza

te puede devolver lo que atesora:

donde en cada minuto y cada hora,

fue tesoro el asombro, fue sorpresa.

 

La casa está vacía, y la ciudad.

Oscuro el bar de siempre. Solo el puerto.

Hay escarcha en verano. Y hasta el huerto

dejó su floración para otra edad.

¡Cuánto dolor produce esta orfandad!

La busco en cada cosa que la nombra:

en lo más cotidiano, en lo que asombra,

en la puerta, en la sala, en la escalera,

en la cama vacía que aún espera

por su cuerpo desnudo, por su sombra.

 

A veces somos barcos que fondean

tan lejos de la costa, que hasta el viento

renuncia a hinchar las velas. Yo la siento

presente en cada cosa, aunque no sean

las cosas de los dos que me rodean.

Ella siempre estará, como quería,

en mis cosas, mis sueños, mi poesía.

Habitará la angustia y lo más puro.

Siempre podré encontrarla, lo aseguro,

bajo las horas jóvenes del día.

 


 

INSTANTÁNEA CON LLUVIA
EN TRES MOVIMIENTOS

 

I

Llueve.

Es una lluvia indiferente, frágil.

Cae como si no quisiera.

A veces se descuelga tímida,

como un leve roce,

sobre las arrugadas hojas

del orégano.

Otras, se deja arrastrar

en una lírica complicidad

con el viento,

semejando delicados enjambres

de libélulas,

que terminan posándose

en la abundante cabellera

de una muchacha que no existe,

pero yo la contemplo

y puedo asegurar que me sonríe.

 

II

Dispersando la llovizna,

pasan los mismos carros

que nos acompañan

desde siempre.

Van lentos,

mueven sus carcasas

remendadas,

y se quejan,

como viejos artríticos,

cuando intentan competir

con los nuevos y frágiles autos

que se deslizan con una marcada

y ofensiva indiferencia.

 

Cruzan: el infaltable Chevrolet

de los años cincuenta,

el Buick de color indefinido,

el Ford de todas las batallas,

el Cadillac imponente

a pesar del deterioro

y la música atroz,

el infrecuente Chrysler

mostrando,

a pesar de los remiendos,

una invencible dignidad.

Yo los veo pasar.

Suben y bajan por la calle mojada,

indiferentes a la lluvia,

a los reclamos de los pasajeros,

y a las promesas repetidas

de días más espléndidos.

Vienen de ningún sitio

y van hacia el vacío.

 

III

Un paraguas se acerca.

La lluvia resbala por su cúpula

y se vuelve cóncava y violeta.

Busco la mano que no lo sostiene,

el cuerpo inexistente,

tal vez la chaqueta roja

de mi memoria.

El paraguas pasa,

también indiferente,

y antes de doblar la esquina

levanta vuelo.

Ahora es un domo violeta

de donde se desprende,

más leve que el aire,

esta lluvia fina que moja

las arrugadas hojas del orégano

y le da sentido a esta terca

nostalgia que me invade.

 

 

 

EJERCICIO CON ALEJANDRINOS

 

Era un extraño día de otoño en el verano.

Tú venías desnuda de un sitio que no existe

y lilas imposibles iban tiñendo el agua

de un mar que no era el mar, sino un falso sendero

lleno de jacarandas sin gorriones ni abejas.

Yo esperaba sentado, sobre un tronco de roble

que alguna vez fue un árbol y terminó en tonel

donde tal vez maceran las pulpas más preciadas.

Era un otoño intruso, y una mujer desnuda

que se alejaba siempre, fingiendo que venía.

Un perro siberiano, con los ojos distintos,

vino a marcar el tronco y me orinó los pies.

Cuando quise espantarlo era un conejo pardo

que se alejó sin prisa y me invitó a seguirlo,

pero ya yo era uno con el tronco de roble

y había savia en mis venas y un extraño temblor

estirando mis brazos para tocar el cielo.

Entonces sentí el mar,

un olor a marisma me devolvió el verano,

quise tocar las olas, pero la anfibia arena

cubría y desnudaba tu cuerpo inexplorado.

Traté de andar, no pude, y me volví silencio.

Sonaron las campanas y apareció una torre

anclada sobre el aire, poblada de murciélagos

que giraban, giraban, hasta ocultar sus piedras,

desprendiendo una niebla que lo borraba todo.

Logré cerrar los ojos

y entonces cada poro, cada fragmento mío,

decidió que el verano era tu piel desnuda

y que el otoño intruso, era solo espejismo.

No quise abrir los ojos,

la realidad, a veces, duele más que los sueños.

 

 

 

LA ÚNICA FRONTERA ES LA ESPERANZA

 

A veces te das cuenta

que el agua resulta extraña,

que la luz es ajena y el viento

irrita la piel al más leve roce.

Vas por las calles,

que fueron siempre tuyas,

y empiezas a descubrir ventanas,

ayer pintadas de azul

y abiertas de par en par,

ahora con barrotes

y algunas señales que te desconciertan.

El mar sigue estando al Sur.

El muro que le impide

deambular libremente por la ciudad,

tiene gritas por donde se le oye

respirar como un enjaulado

he ingobernable minotauro.

Me he detenido

a contemplar la danza de las olas

vistiendo y desvistiendo

las piedras de la costa,

y he sentido,

debajo de esta aparente

y lírica armonía de las aguas,

algo amargo, retorcido, turbio,

que aguarda y amenaza el litoral,

la ciudad, el país, el mundo.

¿Realmente son las aguas que levantan

frágiles montículos de espuma

en la anfibia arena

y vienen mansas a lamer

los pies indiferentes de los bañistas,

las portadoras del desastre?

Hay lluvias ácidas.

antiguas y fértiles parcelas

dando frutos envenenados.

Los secretos minerales de la tierra

han sido revelados y pasan

de habitar en sus cavernas,

por siglos protegidas,

a los laboratorios

donde juegan los hombres

a ser dioses,

y como las deidades

que se anuncian

eternas protectoras

y no evitan el sufrimiento

y las catástrofes,

justificándolas como castigo

a la imprudencia o la falta de fe,

estos nuevos habitantes del olimpo

reparten vida y muerte,

respondiendo siempre

a las crecientes «necesidades»

de sus insaciables «parroquias»,

llenas de escogidos feligreses

que aplauden la soberbia

y los errores de sus dioses.

 

Sientes en cada átomo de tu sangre

el lamento, cada vez más angustioso, del ¨Planeta

pero te lacera

el dolor de tu humilde litoral,

asediado por los Nortes ácidos,

y por sus propios cataclismos interiores

que insisten en volver irrespirable el aire,

ajena la luz, amarga el agua

y sembrado de minas el sendero

cuya única frontera es la esperanza.