Rosario Castellanos

Monólogo de la celda

 

 

 

 

 

LOS DISTRAÍDOS

Algunos lo ignoran.
Creían que la tierra era aún habitable.
No miraron la grieta
que el sismo abrió; no estaban cuando el cáncer
aparecía en el rostro espantado de un hombre.

Rieron en el instante
en que una manzana, en vez de caer,
voló y el universo fue declarado loco.

No presenciaron la degollación
del inocente. Nunca distinguieron
a un inocente del que no lo es.
(Por otra parte habían aprobado,
desde el principio, la pena de muerte).

Continuaron llegando a los lugares,
exigiendo una silla más cómoda, un menú
más exquisito, un trato más correcto.

¡Querido, si te sirven sin gratitud, castígalos!

Y en los muros había un desorden peculiar
y en las mesas no había comida sino odio
y odio en el vino y odio en el mantel
y odio hasta en la madera y en los clavos.

Entre sí cuchicheaban los distraídos:
¿qué es lo que sucede? ¡Hay que quejarse!

Nadie escuchaba. Nadie podía detenerse.

Era el tiempo de las emigraciones.

Todo ardía: ciudades, bosques enteros, nubes.

 

 

 

EL POBRE

Me ve como desde un siglo remoto,
como desde un estrato geológico distinto.

Del idioma que algunos atesoran
le dieron de limosna una palabra
para pedirle su pan y otra para dar gracias.
Ninguna para el diálogo.

El domador, con látigo y revólveres,
le enseña a hacer piruetas divertidas,
pero no a erguirse, no a romper la jaula,
y lo premia con una palmada sobre el lomo.

Aunque son tantos (nunca se acabarán, prometen
las profecías) cada uno
cree que es el último sobreviviente
—después de la catástrofe— de una especie extinguida.

Allí está: receptáculo
de la curiosidad incrédula, del odio,
del llanto compasivo, del temor.

Como una luz nos hace cerrar violentamente los ojos y volvernos
hacia lo que se puede comprender.

Nadie, aunque algunos juren en el templo, en la esquina,
desde la silla del poder o sobre
el estrado del juez, nadie es igual
al pobre ni es hermano de los pobres.

Hay distancia. Hay la misma extrañeza interrogante
que ante lo mineral. Hay la inquietud
que suscita un axioma falso. Hay
la alarma, y aún la risa,
de cuando contemplamos
nuestra caricatura, nuestro ayer en un simio.

Y hay algo más. El puño se nos cierra
para oprimir; y el alma
para rechazar lejos al intruso.

¡Qué náusea repentina
(su figura, mi horror)
por lo que debería ser un hombre y no es!

 

 

 

MONÓLOGO DE LA CELDA

Se olvidaron de mí, me dejaron aparte.
Y yo no sé quién soy
porque ninguno ha dicho mi nombre; porque nadie
me ha dado ser, mirándome.

Dentro de mí se pudre un acto, el único
que no conozco y no puedo cumplir
porque no basta a ello un par de manos.

(El otro es el espacio en que se siembra
o el aire en que se crece
o la piedra que hay que despedazar.)

Pero solo… Y el cuerpo
que quisiera nacer en el abrazo,
que precisa medir su tamaño en la lucha
y desatar sus nudos
en un hijo, en la muerte compartida.

Pero solo… Golpeo una pared,
me estrello ante una puerta que no cede,
me escondo en el rincón
donde teje sus redes la locura.

¿Quién me ha enredado aquí? ¿Dónde se fueron todos?
¿Por qué no viene alguno a rescatarme?

Hace frío. Tengo hambre. Y ya casi no veo
de oscuridad y lágrimas.

Amanecer
¿Qué se hace a la hora de morir? ¿Se vuelve la cara a la pared?
¿Se agarra por los hombros al que está cerca y oye?
¿Se echa uno a correr, como el que tiene
las ropas incendiadas, para alcanzar el fin?
¿Cuál es el rito de esta ceremonia?
¿Quién vela la agonía? ¿Quién estira la sábana?
¿Quién aparta el espejo sin empañar?
Porque a esta hora ya no hay madre y deudos.
Ya no hay sollozo. Nada, más que un silencio atroz.
Todos son una faz atenta, incrédula
de hombre de la otra orilla.
Porque lo que sucede no es verdad.

 

 

 

EL DESPOJO

Me arrebataron la razón del mundo
y me dijeron: gasta tus años componiendo
este rompecabezas sin sentido.

No hay más. Un acto es una estatua rota.
Una palabra es sólo
la imagen deformada en un espejo.

¿Qué vas a amar? ¿Un cuerpo que se pudre
ese pantano lento en que te ahogas-
o un alma que no existe?

¿Qué puedes esperar? El tiempo es lo continuo
y si dices “mañana” mientes, pues dices “hoy”.

Ni siquiera se muere. Algo muy leve cambia
y sigues, dura, en piedra; creciendo en vegetal
y otra vez despertando en lo que eras.

Otra vez. Otra vez.

Me dijeron: no busques. Nada se te ha perdido.

Y los vi desde lejos
ocultar lo que roban y reír.

 

 

 

DOS POEMAS

1

Aquí vine a saberlo. Después de andar golpeándome
como agua entre las piedras y de alzar roncos gritos
de agua que cae despedazada y rota
he venido a quedarme aquí ya sin lamento.
Hablo no por la boca de mis heridas. Hablo
con mis primeros labios. Las palabras
ya no se disuelven corno hiel en la lengua.
Vine a saberlo aquí: el amor no es la hoguera
para arrojar en ella nuestros días
a que ardan como leños resecos u hojarasca.
Mientras escribo escucho
cómo crepita en mí la última chispa
de un extinguido infierno.
Ya no tengo más fuego que el de esta ciega lámpara
que camina tanteando, pegada a la pared
y tiembla a la amenaza del aire más ligero.
Si muriera esta noche
sería sólo como abrir la mano,
como cuando los niños la abren ante su madre
para mostrarla limpia, limpia de tan vacía.
Nada me llevo. Tuve sólo un hueco
que no se colmó nunca. Tuve arena
resbalando en mis dedos. Tuve un gesto
crispado y tenso. Todo lo he perdido.
Todo se queda aquí: la tierra, las pezuñas
que la huellan, los belfos que la triscan,
los pájaros llamándose de una enramada a otra,
ese cielo quebrado que es el mar, las gaviotas
con sus alas en viaje,
las cartas que volaban también y que murieron
estranguladas con listones viejos.
Todo se queda aquí: he venido a saber
que no era mío nada: ni el trigo, ni la estrella,
ni su voz, ni su cuerpo, ni mi cuerpo.
Que mi cuerpo era un árbol y el dueño de los árboles
no es su sombra, es el viento.

 

2

En mi casa, colmena donde la única abeja
volando es el silencio,
la soledad ocupa los sillones
y revuelve las sábanas del lecho
y abre el libro en la página
donde está escrito el nombre de mi duelo.
La soledad me pide, para saciarse, lágrimas
y me espera en el fondo de todos los espejos
y cierra con cuidado las ventanas
para que no entre el cielo.
Soledad, mi enemiga. Se levanta
como una espada a herirme, como soga
a ceñir mi garganta.
Yo no soy la que toma
en su inocencia el agua;
no soy la que amanece con las nubes
ni la hiedra subiendo por las bardas.
Estoy sola: rodeada de paredes
y puertas clausuradas;
sola para partir el pan sobre la mesa,
sola en la hora de encender las lámparas,
sola para decir la oración de la noche
y para recibir la visita del diablo.
A veces mi enemiga se abalanza
con los puños cerrados
y pregunta y pregunta hasta quedarse ronca
y me ata con los garfios de un obstinado diálogo.
Yo callaré algún día; pero antes habré dicho
que el hombre que camina por la calle es mi hermano,
que estoy en donde está
la mujer de atributos vegetales.
Nadie, con mi enemiga, me condene
como a una isla inerte entre los mares.
Nadie mienta diciendo que no luché contra ella
hasta la última gota de mi sangre.
Más allá de mi piel y más adentro
de mis huesos, he amado.
Más allá de mi boca y sus palabras,
del nudo de mi sexo atormentado.
Yo no voy a morir de enfermedad
ni de vejez, de angustia o de cansancio.
Voy a morir de amor, voy a entregarme
al más hondo regazo.
Yo no tendré vergüenza de estas manos vacías
ni de esta celda hermética que se llama Rosario.
En los labios del viento he de llamarme
árbol de muchos pájaros.

 

Rosario Castellanos (México, 1925 – Israel, 1974). Poeta, narradora, ensayista, dramaturga y diplomática. Una de las voces más relevantes de la poesía me ... LEER MÁS DEL AUTOR