José Watanabe

Los versos que tarjo

 

 

 

 

 

LOS VERSOS QUE TARJO

 

Las palabras no nos reflejan como los espejos, así exactamente,

pero quisiera.

Escribo con una pregunta obsesiva en las orejas:

¿Es esta la palabra exacta o es el amague de otra

que viene

no más bella sino más especular?

Por esta inseguridad

tarjo,

toda la noche tarjo, y en el espejo que aún porfío,

sólo queda una figura borrosa, mutilada, malograda.

Es como si se cumpliera la amenaza de la madre

sibilina

al niño que estaba descubriéndose, curioso,

en su imagen:

«Tanto te miras en el espejo

que un día terminarás por no verte».

Los versos que irreprimiblemente tarjo

se llevarán siempre mi poema.

 

 

 

 

EL ANÓNIMO (ALGUIEN, ANTES DE NEWTON)

 

Desde la cornisa de la montaña

dejo caer suavemente una piedra hacia el precipicio,

una acción ociosa

de cualquiera que se detiene a descansar en este lugar.

Mientras la piedra cae libre y limpia en el aire

siento confusamente que la piedra no cae

sino que baja convocada por la tierra, llamada

por un poder invisible e inevitable.

Mi boca quiere nombrar ese poder, hace aspavientos, balbucea

y no pronuncia nada.

La revelación, el principio,

fue como un pez huidizo que afloró y volvió a sus abismos

y todavía es innombrable.

Yo me contento con haberlo entrevisto.

No tuve el lenguaje y esa falta no me desconsuela.

Algún día otro hombre, subido en esta montaña

o en otra,

dirá más y con precisión.

Ese hombre, sin saberlo, estará cumpliendo conmigo.

 

 

 

 

SALA DE DISECCIÓN

 

Un cadáver puede provocar una filosofía del ensimismamiento,

sin embargo los estudiantes admirablemente

estaban entusiasmados con su muerto,

lo rodeaban

y discutían con fervor la anatomía de ese cuerpo de piel coriácea.

Yo aprendía otra lección:

la vida y la muerte no se meditan en una mesa de disección.

Los estudiantes me previnieron

que iban a extraer el cerebro. Permanecí con ellos:

a veces soporto lo siniestro sin perturbarme demasiado.

No hay sofisticación instrumental para retirar un cerebro,

una modesta sierra de carpintero

cortó el cráneo a la altura de las sienes,

luego sumergieron el órgano mítico en un frasco lleno de formol.

Yo me dediqué a observarlo, solo, en otra mesa

mientras los estudiantes seguían cotejando su denso libro con el

muerto.

Sorpresivamente

una burbuja brillante brotó del interior del cerebro

como un mensaje venido de la otra margen,

y no había boca que lo pronunciara.

No había boca.

La burbuja, muda, se deshizo en ese aire levemente podrido.

 

 

 

 

EL ACERTIJO

 

Tumbado en la cama busco el ángulo, la coincidencia,

el montaje visual que me permita sacar los pies por la ventana.

De este modo mis pies van a posarse en la pequeña colina de las

amapolas.

Allí permanecen toda la tarde moviéndose acompasadamente

como metrónomos. Los miro

pálidos y delgados.

Recuerdo que no hace mucho entre ellos se repartía

el instinto del vago

que viaja intuyendo las pieles más amables de la tierra,

arena, yerba, polvo, una y otra piedra en medio del río,

y sin extraviarse nunca.

La colina de las amapolas oscurece, recojo mis pies.

En el cielo empiezan las estrellas, numerosas y parpadeantes.

La más brillante y seguramente la más sarcástica

se acerca hasta el filo del tejado:

«Entre nosotras hay un acertijo, un camino

disimulado, el largo camino de regreso a tu casa,

tienes que encontrarlo posando el pie en la estrella correcta».

En un hospital se confunden las voces propias y las flotantes.

¿La estrella ha hablado?

Díganle que mis pies han perdido el instinto del vago

y que el acertijo es muy cruel.

 

 

 

 

EL LÍMITE

 

Negras siluetas de pájaros de cartón pegadas en el vidrio

de los ventanales

advierten a los pájaros de vuelo distraído o ensimismado

que hay un límite en la transparencia del aire.

Los ventanales son sellados, herméticos al invierno

pero también a todo sonido.

En el mundo de afuera

no ladra el perro que, ladrando, espanta palomas,

no se oye la canción silbada del jardinero turco,

no crujen las hojarascas al rodar de las bicicletas.

Esos movimientos perfectamente silenciosos

adquieren cierta ritualidad que nos asusta.

Los enfermos somos

una triste fila de ángeles de amplias batas para volar.

¿Quiénes serán nos preguntamos los cinco escogidos (de entre cien)

que volverán al mundo donde cada movimiento

dura con su sonido?

Una desesperanza completa sería mejor que la incertidumbre

estadística.

Tienen razón esas negras siluetas en el vidrio, vistas

siempre en el borde difuso de nuestras miradas:

«Hacia afuera

es más severo el límite en la transparencia del aire».

 

José Watanabe (Perú, 1946-2007). Poeta, narrador, guionista de cine y documentales. Reconocido como uno de los grandes de Latinoamérica. Tuvo especial a ... LEER MÁS DEL AUTOR