Los versos que tarjo
LOS VERSOS QUE TARJO
Las palabras no nos reflejan como los espejos, así exactamente,
pero quisiera.
Escribo con una pregunta obsesiva en las orejas:
¿Es esta la palabra exacta o es el amague de otra
que viene
no más bella sino más especular?
Por esta inseguridad
tarjo,
toda la noche tarjo, y en el espejo que aún porfío,
sólo queda una figura borrosa, mutilada, malograda.
Es como si se cumpliera la amenaza de la madre
sibilina
al niño que estaba descubriéndose, curioso,
en su imagen:
«Tanto te miras en el espejo
que un día terminarás por no verte».
Los versos que irreprimiblemente tarjo
se llevarán siempre mi poema.
EL ANÓNIMO (ALGUIEN, ANTES DE NEWTON)
Desde la cornisa de la montaña
dejo caer suavemente una piedra hacia el precipicio,
una acción ociosa
de cualquiera que se detiene a descansar en este lugar.
Mientras la piedra cae libre y limpia en el aire
siento confusamente que la piedra no cae
sino que baja convocada por la tierra, llamada
por un poder invisible e inevitable.
Mi boca quiere nombrar ese poder, hace aspavientos, balbucea
y no pronuncia nada.
La revelación, el principio,
fue como un pez huidizo que afloró y volvió a sus abismos
y todavía es innombrable.
Yo me contento con haberlo entrevisto.
No tuve el lenguaje y esa falta no me desconsuela.
Algún día otro hombre, subido en esta montaña
o en otra,
dirá más y con precisión.
Ese hombre, sin saberlo, estará cumpliendo conmigo.
SALA DE DISECCIÓN
Un cadáver puede provocar una filosofía del ensimismamiento,
sin embargo los estudiantes admirablemente
estaban entusiasmados con su muerto,
lo rodeaban
y discutían con fervor la anatomía de ese cuerpo de piel coriácea.
Yo aprendía otra lección:
la vida y la muerte no se meditan en una mesa de disección.
Los estudiantes me previnieron
que iban a extraer el cerebro. Permanecí con ellos:
a veces soporto lo siniestro sin perturbarme demasiado.
No hay sofisticación instrumental para retirar un cerebro,
una modesta sierra de carpintero
cortó el cráneo a la altura de las sienes,
luego sumergieron el órgano mítico en un frasco lleno de formol.
Yo me dediqué a observarlo, solo, en otra mesa
mientras los estudiantes seguían cotejando su denso libro con el
muerto.
Sorpresivamente
una burbuja brillante brotó del interior del cerebro
como un mensaje venido de la otra margen,
y no había boca que lo pronunciara.
No había boca.
La burbuja, muda, se deshizo en ese aire levemente podrido.
EL ACERTIJO
Tumbado en la cama busco el ángulo, la coincidencia,
el montaje visual que me permita sacar los pies por la ventana.
De este modo mis pies van a posarse en la pequeña colina de las
amapolas.
Allí permanecen toda la tarde moviéndose acompasadamente
como metrónomos. Los miro
pálidos y delgados.
Recuerdo que no hace mucho entre ellos se repartía
el instinto del vago
que viaja intuyendo las pieles más amables de la tierra,
arena, yerba, polvo, una y otra piedra en medio del río,
y sin extraviarse nunca.
La colina de las amapolas oscurece, recojo mis pies.
En el cielo empiezan las estrellas, numerosas y parpadeantes.
La más brillante y seguramente la más sarcástica
se acerca hasta el filo del tejado:
«Entre nosotras hay un acertijo, un camino
disimulado, el largo camino de regreso a tu casa,
tienes que encontrarlo posando el pie en la estrella correcta».
En un hospital se confunden las voces propias y las flotantes.
¿La estrella ha hablado?
Díganle que mis pies han perdido el instinto del vago
y que el acertijo es muy cruel.
EL LÍMITE
Negras siluetas de pájaros de cartón pegadas en el vidrio
de los ventanales
advierten a los pájaros de vuelo distraído o ensimismado
que hay un límite en la transparencia del aire.
Los ventanales son sellados, herméticos al invierno
pero también a todo sonido.
En el mundo de afuera
no ladra el perro que, ladrando, espanta palomas,
no se oye la canción silbada del jardinero turco,
no crujen las hojarascas al rodar de las bicicletas.
Esos movimientos perfectamente silenciosos
adquieren cierta ritualidad que nos asusta.
Los enfermos somos
una triste fila de ángeles de amplias batas para volar.
¿Quiénes serán nos preguntamos los cinco escogidos (de entre cien)
que volverán al mundo donde cada movimiento
dura con su sonido?
Una desesperanza completa sería mejor que la incertidumbre
estadística.
Tienen razón esas negras siluetas en el vidrio, vistas
siempre en el borde difuso de nuestras miradas:
«Hacia afuera
es más severo el límite en la transparencia del aire».