Ana Luisa Amaral. El exceso más perfecto

 

Presentamos dos textos de la reconocida poeta portuguesa en la traducción al español de Diana Bellessi.

 

 

 

Ana Luisa Amaral

 

 

EL EXCESO MÁS PERFECTO

Quería un poema de respiración tensa
y sin pudor.
Con la elegancia redonda de las mujeres barrocas
y un refinado arbusto en su reverso.
Un poema que, de sólo verlo, Rubens envidiase
desde lo hondo de tres siglos,
con un cuerpo magnífico recostado en un sofá,
y los brazos desnudos, reclinados,
con brazaletes tan (pero tan) bellos,
y un Cupido en la cima,
en su nicho de nubes,
para cuidarlo con ternura.
Quería un poema así.
Más allá de los ideales griegos
de equilibrio.
Un poema hecho de excesos y dorados
pero, aún así, hermoso de una fuerza oscura
y mística.
Ah, como quería un poema diferente,
de la pureza del granito, y la pureza del blanco,
y la transparencia de las cosas transparentes.
Un poema que exultara de angustia,
un gran rododendro color sangre.
Una entera avenida de rododendros donde el viento,
al pasar, se detuviera deslumbrado
y en desvelo. Y se quedara allí, preso en el canto
de sus brazaletes tan (pero tan)
bellos.
Desnudo, de redondas formas, tal poema quería.
Una contrarreforma del silencio.
Música, música, música ocupando su cuerpo
y el cabello con trenzas de flores y serpientes,
y una fuente de asombro polifónico
corriéndole en los dedos.
Tumbado en un sofá de terciopelo,
con su desnudez plena y redonda
haría palidecer grifos y sirenas.
Y los pobres templos, de líneas tan limpias y tan puras,
temblarían de miedo ante el fulgor
de su mirada. De oro.
Música, música, música y explosión de color.
Asomado desde el fondo de tres siglos,
un Murillo callado vería
qué sencillos habían sido sus ángeles
comparados con los ángeles desnudos
de este poema,
cantando a coro junto a otros
astros rubios
salmos de amor y de un perfecto exceso.
Como los grifos palidece Góngora
ahora que lo observa.
Esta contrarreforma del silencio.
Su mano levantada rumbo al cielo, cargada
De nada.

 

 

 

SÓLO UN POCO DE GOYA: CARTA A MI HIJA

¿Te acuerdas que decías la vida es una fila?
Eras pequeña y el cabello más claro,
pero iguales los ojos. En la metáfora dada
por la infancia, preguntabas del espanto
de la muerte y del nacer, y a quién se seguía,
y por qué se seguía, o de la total ausencia
de razón en esa cadena en sueño de ovillo.

Hoy, en esta noche caliente que estalla
en junio, tu cabello claro más oscuro,
quería contarte que la vida también es eso:
una fila en el espacio, una fila en el tiempo,
y que tu tiempo al mío seguirá.
En un estilo que me agrada, ese de un hombre
que un día habló de Goya en una carta a sus
hijos, quería decirte que la vida es también
esto: un arma a veces cargada
(como decía una mujer sola, grande
como un jardín). Darte dulce de leche, dejarte
testamentos, hablarte de tazones – es siempre
mirarte amor. Pero es también enseñarte a la
vida, atrincherarnos en fila discontinua
de mentiras, en cariño de verso.

Y yo quería hablarte de los nexos de la vida,
de quién la habita más allá del aire.
Y que el respeto entero e infinito
no precisa venir después del amor.
Ni antes. Que las filas son sólo útiles
como formas de mirar, maneras de ordenar
nuestro espanto, pero que son posibles puntos
paralelos, espejos y no ventanas.

Y que todo está bien y es bueno: fila
u ovillo, dos cabezas en un mismo cuerpo,
o un dragón sin fuego, o unicornio
amenazando con llamas muy vivas.
Como el cabello claro que tenías en ese tiempo
se volvió castaño, pero aún claro,
y la metáfora hecha por la infancia
se reveló tan cierta en el poema. Se revela
tan útil para hablar de la vida, esa que,
sin tazones, intactos o partidos, sigue
siendo buena, aunque en disonancia de ovillo.

No sé qué te dirán en un futuro más cercano,
si quien así habita los espacios de las vidas
tiene ojos de gigante o cuernos asombrosos.
Porque te amo, deseaba un antídoto
igual a un elixir que te hiciese grande
de repente, volando, como hada, sobre la fila.
Pero al amarte, no puedo hacerte eso,
y en esta noche cálida rasgando junio,
quiero hablarte de la fila y del ovillo
y de todas las formas diversas de amar,
pero hechas de pequeños sonidos de espanto,
si lo justo y lo humano se abrazan allí.

La vida, hija mía, puede ser hecha
de otra metáfora: una lengua de fuego;
una camisa blanca color de pesadilla.
Pero también ese bulbo que me has dado,
y que ha florecido ahora, pasado un año.
Porque hubo tierra, algún agua leve,
y un balcón liberándole los pasos.