Lauren Mendinueta

Del tiempo, un paso

 

 

Por Berta Lucía Estrada*

 

Antes de comenzar a analizar Del tiempo, un paso[1], de Lauren Mendinueta, quisiera resaltar una característica que yo considero muy importante a la hora de concebir y escribir un poemario y es la unidad temática que se desarrolla a todo lo largo del libro. Debo confesar que no me gustan los libros que recogen una cantidad importante de poemas que no tienen conexidad entre sí. También debo decir que me aburren las temáticas donde abundan pajaritos o las que se internan en el tema tan común de la poesía erótica o amatoria; no porque esta última no sea importante sino porque ha sido cantada una y otra vez a todo lo largo de la historia de la humanidad; y además creo que muy pocas personas son capaces de trascender lo ya dicho.

Considero que la creación poética debe, entre otros aspectos, hurgar en la condición humana, plantear interrogantes, estremecer la psiquis, lanzar al lector al abismo y/o mostrarle caminos sinuosos y llenos de baches. Y ésto es precisamente lo que logra Lauren Mendinueta con este profundo poemario en el que indaga sobre el paso del tiempo y en el que nos confronta con el pasado mítico de la infancia. Este es un libro filosófico que debe leerse con mucha calma; y lenta, muy lentamente. Cada verso es importante puesto que puede albergar la clave del poema anterior o del siguiente. Es un libro para leer varias veces y para reflexionar sobre su aspecto metafísico.

Pasemos ahora al análisis que he hecho del Del tiempo, un paso:

Lo primero que habría que analizar es el título, veamos:

En él encontramos el ethos que globaliza y enuncia los poemas que el lector va a descubrir. Al mismo tiempo es un pathos muy bien concebido puesto que logra atrapar al lector. Y por supuesto, también es logos puesto que en el título está implícito el discurso que Lauren Mendinueta va a desarrollar a todo lo largo de su propuesta poética. Una propuesta que define muy bien lo que es la poiesis. En este caso preciso entiendo la poiesis desde el punto de vista aristotélico; me refiero al acto mismo de la creación de un texto, de una narración o de un poemario.

Pasemos ahora a analizar la primera parte de El tiempo, un paso: Deseo de nada, aunque yo lo he titulado En los confines del paraíso:

El paraíso perdido es la inocencia perdida; más que eso es la infancia que no volverá nunca; y cuando lo haga será en los albores de la muerte; y entre ese principio y ese final sólo queda una estela de guijarros que con cada paso laceraron las plantas de los pies.

“El jardín es uno solo y a él vas y vuelves sin percatarte” (pág. 23)

En cierta forma es el tiempo circular del que nos hablaba Mircea Eliade; es una serpiente que se muerde la cola y qué hace que todo principio sea un fin. También es psicológico; el tiempo de la infancia puede regresar en la etapa adulta e imponerse sobre la realidad suplantándola con los recuerdos y los flashbacks que bombardean el cerebro como si fuese un documental que pasa una y otra vez delante de los ojos sin que se pueda parar el carrete.

“vivir en redondo como aguja de reloj termina por cansar. / Cuánta ironía: tener que envejecer para al fin recobrar la infancia, / tener que morir para que ya nadie pueda robármela”. (Pág. 20)

Y aunque la poeta busca el edén, en cierta forma el paraíso perdido del que hablara Milton, sabe que por más que lo anhele jamás podrá recuperarlo; ya que la infancia, evocada una y mil veces, jamás puede ser vivida nuevamente.

“Tengo el boleto para un viaje que promete el Jardín como destino,
la costumbre de rondar sobre cenizas para no olvidar el fuego
y la voz de mi madre que me arropó con rumor de palmas en la tarde. / Tengo también el compromiso de estar viva, de preservar lo intocable / para que el mundo siga siendo aquello que no soy. (Pág. 20)

Y Luego:

“Atrás habrán quedado los árboles del Paraíso / con sus ramas desfloradas” (Pág. 22)

Y ese paraíso se desvela como un averno interior del que la poeta no quiere ni puede desasirse; por algo el infierno es una condena:

“Si alguna vez llegas a los confines del jardín,… / sabrás que tu vida ha sido como un poema atravesado de tormentos…”. (Pág. 22)

En El espacio en su jardín leemos:

“Si la brevedad es signo de la vida humana, / el tiempo es asunto mío / también” (Pág. 24)

Visto de este modo la poesía de Lauren Mendinueta también es metafísica y ontológica al mismo tiempo ya que se centra en la existencia misma tanto del conglomerado humano como en el paso de su propia vida y las huellas que deja tras de sí.

“Un cuerpo que grita sólo desea ser escuchado por otro cuerpo. / Cada uno con su necesidad del otro porque el yo no basta. /
No tiene por qué bastar. /
Pretendo gritar, gritar hasta perder la voz. /
Volver a ser pequeña / ir hacia atrás, /
hasta los tiempos en los que sólo podía expresarme con llanto / y a nadie asombraban mis bramidos absurdos. /
Ambiciono incluso ir más allá en el tiempo
/ hasta regresar a la edad definitiva y segura de la nada.” (Pág. 18-19)

La poeta es consciente de su existencia porque se ve reflejada en los ojos de los otros; está sola y a la vez sabe que está unida a millones de seres que la precedieron, que la acompañan en el momento mismo en que escribe un poema y que va a perpetuarse en la voz de otra poeta que vendrá cuando sus propios huesos sean sólo alimento de la tierra. Sabe que es semilla, raíz que busca otra raíz para abrazarla en el confín de ese jardín que anhela y que sabe perdido. En cierta forma ese vergel perdido es el rizoma del que hablaba Deleuze. Existimos porque otros existen. Así les demos la espalda. Así los otros nos ignoren y nos lancen al vacío, al final todos navegamos juntos en ese mar violento al que la poeta hace alusión al comienzo de su libro:

“El mar no está lejos de aquí,
y yo soy esa misma arena sobre la que caen furiosas, / incontenibles y enajenadas las olas”. (Pág. 17)

¿Cómo no pensar en Al Faro, de Virginia Woolf? ¿Cómo no pensar en ese viaje anhelado y que sólo se hace cuando el paraíso de la infancia ya ha desaparecido? Y por supuesto, ¿cómo no pensar en Rhoda (Las Olas) cuando leemos estos versos donde la Desesperanza juega a la ruleta rusa con la Esperanza?

“¿Acaso la felicidad está en lo más próximo,
en lo que no es memoria sino llana realidad?
Si es así no hay esperanza,
pues para llegar a lo más cercano
hay que transitar por el camino más largo,
que dicho sea de paso, es el más difícil.
La felicidad, como un legítimo tesoro,
espera en el fondo
de los ríos más caudalosos de la memoria”. (Pág. 28)

Rhoda es un personaje que vive en las márgenes del tiempo e incluso del espacio, sabe que no hay salvación; a no ser que hurgue en las aguas de su propia psiquis.

Y al final del poema nos encontramos con una hermosa alusión a Virginia Woolf:

“Yo prefiero abandonarme al azar,
tal vez un día aparezca ahogada en buenas aguas”. (Pág.29)

Al mismo tiempo es inevitable dejar de pensar en las imágenes de Alfonsina Storni internándose en el mar y dejándose llevar por las olas. Y es que las olas también pueden ser refugio, guarida, descanso. De una u otra forma es regresar al único lugar seguro de la existencia humana; me refiero, por supuesto, al vientre materno y a su esencia que es el líquido amniótico.

No en vano en la segunda parte del poemario, La vida puede no estar aquí, Lauren Mendinueta lo inicia con un parágrafo de Milan Kundera:

“El ser humano ha sido desterrado del refugio seguro de la infancia, por eso quiere entrar en el mundo, pero, al mismo tiempo, le teme, entonces crea con sus versos uno artificial, supletorio”.

En El Regreso, el poema que abre esta segunda parte, la poeta rememora su primer contacto con los libros, una relación que pudo establecer gracias a la madre que la invitaba a recorrer sus páginas y con la que viajaba por mundos desconocidos; mundos que la habitarían por el resto de su vida sin que nunca termine de regresar a ellos, de recorrer sus cuatro puntos cardinales:

“Cómo podía saber ella,
pobrecita mamá,
que regresar de aquellos mundos a mí me llevaría una vida”. (Pág. 34)

Y en Pandora leemos:

“¿Y si ahora mismo
después de cavar el foso / me clavo las tijeras?”.

¿Son los libros la caja de Pandora? ¿Es el conocimiento una especie de condena?

“Me atrae este rayo de luz
que resbala seductor sobre el filo de sus hojas”. (Pág.36)

La condena es la antítesis de la redención. Eso lo sabía muy bien Rimbaud así como el poeta-cabrero de Orihuela o el otro poeta que se sabía predestinado a morir en París en un jueves con aguacero e incluso la poeta de Avellaneda que escribía “Alguien mide sollozando la extensión del alba. Alguien apuñala la almohada en busca de su imposible lugar de reposo”. Y es que el filo de la pluma lima a su vez las asperezas de ese otro filo de las páginas rasgadas por dicha pluma. Sus dedos las acarician como si fuesen las cabelleras de la Parca Mayor y de la Parca Menor; para finalmente enredarse en ellas y no desear nunca más salir de ese laberinto de seda.

Y en el poema titulado Yo misma hace años:

“La chiquilla huye, corre entre los naranjos.
Aunque nada ni nadie la persigue, huye.
Después la veo en mi recuerdo tropezar y caer,
las rodillas volviendo tangible el dolor.
Entonces comprendo por qué sufre,
por qué he sufrido tanto a lo largo de los años:
somos un par de ciegas que ven demasiado”. (Pág. 43)

Creemos que nadie nos persigue mientras olvidamos al toro mítico que ruge en nuestro interior. Olvidamos que la esencia del laberinto es la de cerrar caminos, se avanza y luego se retrocede, así… ad infinitum… Mientras recorremos sus estrechos corredores sentimos en la nuca la respiración del Minotauro ; así, infinidad de veces, hasta que el cansancio nos dobla las rodillas y nos nubla la vista. A veces logramos levantarnos; y otras, la mayoría de ellas, sólo podemos reptar.

La tercera parte se titula Si fuera posible, el amor y lleva un epígrafe de Rosario Castellanos:

“Heme aquí suspirando
como el que ama y se acuerda y está lejos”.

En Contigo yo conocí, leemos:

“Era hermoso ese teatro que tú me enseñaste,
con todas aquellas sillas vacías
y el escenario sólo para los dos. De allí yo no quería salir jamás. / Pero como todo lo bueno llega alguna vez a su fin,
un día tuvimos que irnos para cumplir el destino. (…) / Desde entonces estamos de vuelta en el mundo.
Ya no hay (…) sillas vacías, ni gran escenario, / hay mucho tráfico, estaciones de metro que estallan,
un trabajo con horarios, y a pesar de todo aún te amo”. (Pág. 52-53)

El laberinto se ha transformado en un teatro, entramos y nos acomodamos en sus butacas; algunas veces nos sentimos cómodos y otras sentimos desasosiego,  certeza o incertidumbre. Ya sabemos que en sus escenarios se interpretan cientos de vidas diferentes, mundos paralelos, tragedias, comedias, mundos reales e inexistentes. Obras que recuerdan nuestras propias vidas y otras salidas del Teatro del Absurdo. El teatro, ese laberinto eterno, nos acoge en su interior como un enorme útero; y como todo útero siempre termina por expulsarnos fuera. Regresamos a la realidad de nuestras propias existencias; algunas veces, muy raras en realidad, lo hacemos con más estrategias para poder enfrentar el pasado, seguir con el presente y poder construir un futuro más acorde con lo que deseamos.

La cuarta parte, Vista sobre El Tajo, se abre con un epígrafe de Álvaro de Campos:

“Otra vez vuelvo a verte —Lisboa y Tajo y todo— / transeúnte inútil de ti y de mí, /
extranjero aquí como en cualquier otra parte”.

Eso nos lleva a las preguntas: ¿es un canto a Fernando Pessoa y a sus heterónimos? ¿O es la poeta la que va a hablar de sí misma o es la otra que ella es y que nadie conoce? ¿Acaso ella es uno de sus hetéronimos? ¿O acaso es Yo soy la Otra?

Eso es lo que vamos a tratar de dilucidar con la lectura de esta cuarta parte.

Veamos.

Primero que todo diría que es una alegoría a ese hermoso libro que es Canto a mí mismo de Walt Whitman; un libro que leí por primera vez cuando estaba en el colegio y que luego he leído varias veces sin que me canse nunca de hacerlo.

Así que pregunto:

¿Es el canto a sí misma a través del canto de ese otro que la mira desde El Tajo? ¿Es el canto del poeta de Lisboa, un puerto en el Atlántico, que la esperaba desde mucho antes que ella viera la luz  en ese otro puerto ubicado en el Caribe? La poeta escuchó un día el eco de su cántico y como sirena se internó en las aguas y lo siguió hasta recalar en sus costas e instalarse definitivamente gracias al cobijo de sus siete colinas. Desde entonces “el otro y sus otros” la acompañan desde lejos a través de esa mirada inquisidora que trata de esconderse detrás de los lentes pesados que siempre llevan puestos.

Y es que los poetas marginales, los poetas que viven en los arrabales, escondidos en cuartuchos, se suceden los unos a los otros. Y eso desde el tiempo del rapsoda que viajaba a pie por caminos de olivares para ir de una ciudad a otra y de castillo en castillo, para instalarse en el umbral del poderoso de turno y emprender un largo cántico que le serviría de pago por un mendrugo de pan y por el jergón de paja que lo acogería por algunos días. Ese mismo rapsoda seguiría viajando siglos más tarde en castillos diferentes y en otras geografías con el nombre de trovador; el trovador y sus otros yoes, al menos la gran mayoría, cantaban en los mercados de pueblo al lado de los saltimbanquis y de los actores de los teatrillos ambulantes donde todos ellos tenían como común denominador el ser parias de la sociedad. Esa connotación de excluidos se haría aún más palpable cuando siglos más tarde se les llamó “malditos”. Y ahí siguen los poetas, en los arrabales, excluidos de las fronteras, obligados a vagar y a esconderse detrás de las palabras. Son quemados por el rayo de luz que los enceguece y obligados a buscar cobijo en otros olivares. Aún así, siguen cantando, ya que la ceguera les permite ver a través de las sombras y no tropezar en la oscuridad.

Y aunque el poeta muere en cualquier momento también es cierto que al segundo siguiente está errando en otro camino opuesto en el que creyó que dormiría para siempre.

“Eres el extranjero, el apátrida,
el que nació en el mundo y morirá en Lisboa.
Eso has dicho.
Por eso cuando escuchas la jubilosa melodía
que da las seis en el campanario de San Roque tu alma vuela hasta las campanas de San Nicolás, / hasta aquel templo del Caribe que levanta sus torres / a un cielo que tú mismo te has negado.
Entonces quisieras morir,
juntar el que fuiste con el que serás. / Pero no lo haces,
no te mueres.
Aunque podrías hacerlo, / no te mueres”. (Pág. 67)

La quinta parte se titula Encallar en el Egeo y lleva un epígrafe de Odisseas Elytis, en el que se lee, entre otros versos,

“Dime desde dónde empezó la eternidad
Dime cuál es la cicatriz que te lacera
Y cuál el destino del gusano”.

Lo que nos recuerda a Raúl Zurita cuando nos dice que “la poesía es herida o no es”.

En Ánfora griega la poeta nos recuerda que la vasija de barro es un útero que emula a la tierra húmeda; ella da vida y luego la acoge en el momento en que se apaga.

“A simple vista un jarrón cualquiera,
algo estropeado, una oreja quebrada,
modelado con delicadeza antigua y ática.
Pero las escuetas cenizas
que ese trozo de arcilla contiene
alguna vez fueron hombre o mujer,
cuerpo que mereció el sutil artificio de volver al barro. / Ánfora fúnebre
decorada con motivos ecuestres,
perfecta metáfora del amor:
dos caballos enfrentados,
crin contra crin, en ella lloran”. (Pág.76)

En la sexta y última parte, Estantigua, lleva un epígrafe de Alejandra Pizarnik; la poeta de Avellaneda:

“Cubre la memoria de tu cara con la máscara de la que serás y asusta a la niña que fuiste”.

En este aparte la poeta adulta se convierte en otra Alicia y atraviesa el espejo donde espera encontrar a la otrora niña de “rodillas raspadas” o a la niña convertida en  “madeja de minotauro”.

“tan grande es la aflicción de mi derrota,
tan marcada mi vergüenza,
que suelo ser poeta de día y estantigua de noche” (Pág. 87)

El círculo se cierra.

La poeta/niña está atrapada para siempre en el laberinto de su propia vida; se sabe condenada a buscarse eternamente a sí misma para sólo encontrar la “derrota” en esa figura fantasmagórica de “estantigua”. Eso sí, no olvida que siempre será poeta así sea consciente que es un destino difícil y maldito. Ese es el precio a pagar por emprender un viaje a la semilla.

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Nota

(1) Del tiempo, un paso (VIII Premio Internacional de Poesía César Simón – 2011) fue reeditado por la Editorial Difácil en 2024 y lleva un prólogo del gran poeta portugués Nuno Júdice; lo que representa otro galardón para el libro y para su autora.

 

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*Berta Lucía Estrada Estrada (Colombia, 1955) es escritora, ensayista, poeta, dramaturga, antologadora, crítica literaria y de arte. Es librepensadora, feminista, atea y defensora de la otredad. Ha publicado diez y seis libros, cuatro de ello son obras de teatro y una novela corta escritas al alimón con Floriano Martins. Ha recibido seis premios de poesía, tres de los cuales han sido con obra publicada. Algunos de sus artículos y poemas han sido difundidos en las revistas Altazor (Chile), Triplov (Portugal), Agulha Revista de Cultura (Brasil) y en publicaciones de la Universidade Estadual do Oeste do Paraná – UNIOESTE, Revista Acróbata (Brasil), Esteros (Uruguay), Revista Crear en Salamanca (España), Blanco Móvil (México), Nueva York Poetry, La otra (México), AErea (Chile y España) y Aleph (Colombia). Es colaboradora del espacio Palabra de Poeta y también tiene el espacio Poliedros dedicado a entrevistas y a la presentación de libros en el programa de radio Pegando la Hebra, dirigido por María Vicenta Porcar Pedro (Valencia-España). Ha sido traducida al francés, portugués, rumano, griego e inglés.

Lauren Mendinueta (Barranquilla, Colombia, 1977). Poeta, ensayista, traductora y profesora universitaria. Es considerada una de las poetas más importantes de ... LEER MÁS DEL AUTOR