Elvira Daudet. La última pasión

 

Presentamos tres textos de la reconocida autora española.

 

 

Elvira Daudet

 

LA ÚLTIMA PASIÓN

No recuerdo el peso de su cuerpo,
he olvidado el tacto de sus ardientes manos
propagando el incendio en mi carne olvidada,
después del tiempo de otra.
No recuerdo el sabor de sus besos,
su sanadora lengua desclavando los labios
del sexo anestesiado por la ausencia;
los ríos de saliva preparando
el cauce fértil para sembrar hijos,
antes de irse de nuevo.
Ya no me acuerdo de él ni cuando sueño.
Ahora sólo es ella la dueña de mi cuerpo
y viene con frecuencia a recordarlo.
Mi amante es concienzuda en su ritual:
aparece de noche, con la luna de leche,
siempre sin avisar,
vestida con ramas de cilantro, su perfume
se expande por la alcoba del invierno
–mi dama es invernal con preferencia–,
me desnuda y con su lengua bífida traza
un preciso y oscuro itinerario
que divide mi cuerpo en parcelas exactas,
doliente mapa de la cruel batalla, a muerte.
Una noche es el páncreas el que extrae con pericia
y su boca glotona engulle lentamente,
mientras gimo; otra es la golosina de un riñón.
Siente predilección por mi garganta
y desde ella, sus solícitas garras
descienden al pulmón –hay margen, tengo dos–,
y el indefenso corazón late asustado.
Me estoy acostumbrando a este amor caníbal
que me devora viva y acabará conmigo:
a mi edad es difícil
vivir una pasión, si no es con ella.

 

 

 

CITA A CIEGAS

Que no fue concebida en un momento
de plenitud gozosa, como una sinfonía
o un poema de amor alejandrino,
lo supo en los pechos de su madre
que sólo daban lágrimas y sangre.
El semen fue vertido al cáliz de la vida
en un día de plomo,
que anunciaba el final de la esperanza.

A ciegas, amor y destrucción se dieron cita.
Tronaban los cañones, cada vez más cercanos,
estremeciendo en lo hondo los huesos de la tierra,
imponiendo su ritmo a la amorosa entrega.
La muerte, blanco hueso, emergía del humo
a comprobar, avara, la abundante cosecha
de cuerpos destrozados, con los sueños intactos,
que la nieve cubría como un plural sudario.

Su niñez fue una boa de seis cuerpos azules.
Puliéndose el colmillo con navaja de nácar,
llegaban en el coche de pasear
al elegido para muerto urgente.
Los bárbaros violaron el dulce territorio
de la infancia con imágenes crudas,
no aptas para menores.
A punta de pistola le robaron la risa.

La juventud la regaló ella misma;
era lo único hermoso que tenía
para hacer sonreír a un hombre triste.
Él la besó sin prisa,
extrajo del bolsillo una sortija,
una cinta amarilla para el pelo,
un brebaje anisado de su boca,
y una salamandra amaestrada.

Antes de regresar a su camino
-con pies de lana para no hacer ruido-,
le dio tres poderosos talismanes
que vencieron al imán de la parca.

La mujer, que recuerdo como un triste epitafio,
no era una sinfonía ni un poema.
Fue sólo una herramienta de trabajo;
pan en la mesa, libros, y zapatos,
montañas de zapatos, más ternura.
De su cuerpo salvaje quedó apenas
un pequeño puñado de cenizas:
las llamas del amor lo calcinaron.

 

 

 

EPITAFIO

Unos fijan los ojos en la antorcha,
quizá en el terciopelo ebrio de la sangre,
yo en los momentos más dramáticos,
me fijo en los zapatos del herido,
del que llega en patera
cosido a puñaladas por el mar
o del ladrón que huye con el bolso.
En la última tragedia
con que la puta vida nos ha zarandeado
para hacernos conscientes del regalo
que es vivir sin salud
pagando medicinas con las migas
del mal comer,
desahuciados, recortados a cachos,
vi una fotografía en la que unos zapatos
insolentes me buscaban los ojos
para que yo escribiera este epitafio:
murieron con zapatos preparados
para la fiesta grande del patrón
y llegaron confusos al infierno.