Mónica Zepeda

La quimera de los muelles

 

 

 

-Del poemario Tiricia que recibió la Tercera Mención del Premio Internacional de Poesía
escrita por mujeres “Ana María Iza 2024”.

 

 

 

 

Este empeño

 

Este empeño tan nuestro por ser felices, Tiricia,

pareciera que nace, muerde y habita en el fruto

ya olvidado del huerto donde hemos caído,

ya traído a cuestas por antojo.

 

Por el simple antojo de sentirse vivo,

porque, de una u otra forma,

sigue vivo lo que aún está por verse:

 

sigue vivo lo que aún

se está pudriendo.

 

 

 

 

 

La quimera de los muelles

 

Si yo fuera valiente me suicidaría,
pero he esperado tanto tiempo que
es cuestión de jugar un rato más,
y que el tiempo me suicide.
Jorge Luis Borges

 

Me duele aquí, Tiricia. Ay.

En este intento ávido y suicida, pero manco.

 

Serpiente astral, ígnea al dogma de su espíritu,

que colisiona y se retuerce pecho tierra

mientras los ancestros anclan cada océano a mi ser

avivando con candor a la ceniza.

 

Y, sin embargo, asciende en espiral

para increpar al estrecho cosmos que me inunda

y recorrer el musgo embadurnado en mis arterias,

la ya crecida incertidumbre de mis siglos.

 

Hoy pudiese faltar todo.

 

Una consciencia más o menos nudo y cuerda,

vestigios suspendidos a pesar de credos

e ideales, una última voluntad que firme:

Por lo demás no quede nada.

El nombre que ayer fui

sea santuario a otros fieles.

 

Pero lloramos, caemos con plenitud de anciano, de cuerpo entero.

 

Porque sabes.

Tú bien sabes que hay quienes nunca mueren,

aunque los crucifiquen o los cremen.

 

Porque vinimos, acuérdate, vinimos

donde el retorno vuelve lo mío, mío; lo tuyo, tuyo;

y lo ajeno se reconoce a sí mismo ajeno.

 

Ya casi llegamos donde sólo al pretérito nos atreveremos a llamarlo nuestro.

 

Me duele aquí, en las antiguas civilizaciones.

En este restaurado Quetzalcóatl que irrumpe

al estar a media urgencia,

a dos cuartos de osadía de zafarme del Olimpo y los quehaceres.

 

Mi prisa, que es inmóvil y es acaso contemplación,

yace sobre olas clausuradas en la roca abierta,

se tumba en tus arraigos, desembocadura de mis cicatrices.

 

Y no alcanzo a adivinar ni a preguntarle al árbol,

ese genial y genealógico, dónde, en qué medida,

cómo hace perennes su cordón umbilical y su hojarasca.

A razón de qué preserva en lo recóndito sus Evas, sus exilios, sus Adanes.

 

De modo que sentirse sombra o lava no es sino reptar.

Reptar donde sabe a éxtasis la tentación primitiva, húmeda,

y la desobediencia no resulta condenable.

 

Redención de piel,

furtiva desnudez que confieso y me confiesa,

furtiva redención en la que bogo,

furtiva luz para los náufragos.

 

Yo no soy crucifijo de ningún altar.

 

La vez que a mí me alzaron en dos maderos, no hubo nada.

Ni procesión, ni muchedumbre, ni milagros.

 

O casi nada. Excepto el ladrido típico del enclave,

una jauría de llagas salivando,

una astillita de compasión como colibrí

sorbiéndole el néctar a mi culpa, el origen a mi polen.

 

Solidez, solidez de penitencia, del pezón imantado al sorbo.

¿Dónde emerge tu disturbio?

Y tu pecho que nutría, por lo menos y sin falta,

siete bocas de cada pecado capital, ¿qué centauro alimenta?

 

Al galope de la libertad, hierra instantes

hechos de rapto o embriaguez,

mitad persona, mitad caballo;

mitad caballo, mitad barbarie.

 

Dónde antes, dónde hoy, salta a la cima para llegar al hueso,

acribilla a tientas, corta cartucho apuntando al miedo.

Y halla la voz un día después,

y halla la voz las manos

husmeando en la indulgencia nuevas manos

sin uñas, ni caricias, ni pequeñas falanges,

como gula que fomenta el ansia. El ansia

que a cada tanto ante el asombro abre la boca

y no muere, al menos no muere,

como quienes mueren de verdad, de octubre, de hambre.

 

Parece ser, y no lo dudo.

Ya estamos muy cerca. Ya casi llegamos…

 

Adioses incesantes restauran

una a una mis memorias de sal

y en mis pies, sumergidos como el sol de la tarde,

el océano brota por mi huella

y su breve espuma

mitiga con sus manos blancas

la quimera de los muelles.

 

Mitiga también la constelación del alma

la brújula del desasosiego,

y la confortación del paraíso

la manecilla del desahuciado.

 

Ah, este intento. Esta luz sin túnel.

Este plomo sin herencia ni linaje.

 

 

 

 

 

Nunca morir

 

Nunca morir.

Quizás de la trascendencia,

ese sea el pequeñísimo inconveniente.

 

Mónica Zepeda (San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, México, 1987). Licenciada en Literatura y Creación Literaria por Casa Lamm. Meta-NLP Master Practit ... LEER MÁS DEL AUTOR