Nostalgia del futuro. La edad de oro
Por Carlos Valverde y Luis Marín
Medellín, Colombia, 24 de junio de 1935. Dos aviones de pasajeros colisionan al momento de partir, en el Aeropuerto de Las Playas de dicha ciudad. En uno de ellos viaja Carlos Gardel, emblemática figura del tango.
En tanto, en el Wallmapu o Nación Mapuche, tanto de Chile como de Argentina, los mapuches celebran el We Tripantu, la ceremonia que en lo más hondo del invierno glorifica la resurrección del sol. Ese mismo día, en el pequeño pueblo de Lautaro, a los Teillier-Sandoval les ha nacido un hijo. Deciden llamarlo Jorge Octavio y aunque es recibido con alegría singular, la familia está angustiada: Sara Amalia, la primogénita, que, como decíamos, yace gravemente enferma.
Pero al momento de nacer, a Jorge lo acompaña otra hermanita: su prima Alicia Balboa Sandoval, un año mayor y que por problemas familiares es adoptada por la familia del futuro poeta. Viven a metros de un río, de un espeso bosque y de un molino. Jorge tiene una melena larga y ondulada, pues como se estilaba en ese entonces no le cortan el cabello hasta los cuatro años. A esa misma edad empieza a viajar con don Fernando, quien revisa la contabilidad de agricultores, comerciantes e industriales de ese Far West llamado La Frontera, donde en una misma esquina se podía oír hablar en tres o cuatro idiomas. En aquellas travesías, es donde Jorge aprovecha de leer intensamente en los hoteles.
Tras un incendio que arrasa con la mitad de Lautaro, incluida la casa de Teillier, sus padres se van a Santiago, pero regresan al cabo de dos meses porque no logran adaptarse; a la señora Sara le disgusta la capital, con sus anonimatos, distancias y aglomeraciones. Don Fernando consigue un puesto de contador en el Banco Español de Angol y se instalan en la Ciudad de los Confines. Viven a orillas de un aserradero y Jorge inicia sus estudios primarios en la Escuela Anexa, pero la estadía es breve. El trabajo del padre los conduce a la Fábrica de Muebles Traiguén, y deben mudarse a esa ciudad, al segundo piso de una casa donde en el primero funciona una farmacia.
A Jorge le han nacido más hermanos: Mirta, Iván, Sonia, Fernando y Sara, la hija menor. En 1944, cuando Sara no llega a los tres meses y Jorge no pasa de los nueve años, les sobreviene otra desgracia: se les incendia la casa de Traiguén y esta vez lo pierden todo. Pero el padre de Jorge, como buen hombre de izquierda, lo toma con las fuerzas de la Historia. “Cuando [mi padre] vio que mi mamá estaba llorando, le dijo: ‘esto no es nada, señora’. Estaba cesante, con siete hijos [en realidad son seis], la casa quemándose. Pidió prestada una victrola, y le dijo: ‘vamos a bailar sobre estas ruinas, vamos a levantarnos de nuevo y nada de lloriqueos’. Después mi papá se puso a buscar trabajo y yo viví con un tío hasta que consiguió empleo en la Fábrica Faesch de Hilados y Tejidos, [de Lautaro], la más grande del sur. Bueno, todas las fábricas del sur decían que eran la más grande”.
A pesar de los múltiples cambios de casa, a pesar de la porfiada incertidumbre y los reveses del destino, los Teillier-Sandoval miran la vida con optimismo. Son una familia tradicional, pero alejada del conservadurismo. Don Fernando es desde joven un disciplinado militante comunista y a la señora Sara, que es católica, le asiste un anhelo de redención social y un amor pudoroso hacia la poesía, pues guarda centenares de versos, algunos de los cuales habrá de publicar en el exilio y ya muy entrada en años. Son gente cultivada y con estilo, que suele fotografiarse y recordar con brío a sus antepasados.
Antes de haber escrito un solo verso el imaginario de Jorge ya estaba trazado: “A las cinco de la tarde no solo suelo recordar el poema de García Lorca, sino también las sopaipillas. En el sur se consumen en cualquier época, porque llueve todo el año… Los niños las íbamos comiendo a medida que se freían en la sartén sobre la cocina de leña, la cocina económica, esa especie de gran madre y centro de la casa, de cuyo vientre veíamos salir en la mañana los tiernos panes amasados, enriquecidos por chicharrones… La cocina también era el ‘comedor del diario’, pues el principal estaba reservado para ser ocupado los días domingos o para la llegada de visitas importantes. Del molinillo salía olor a café de grano, que subía hasta por las escaleras. Recuerdo el aroma a yerba mate y a azúcar quemada, asociada con leyendas contadas por las viejas tías o las empleadas…
Por primera vez ingresé al inocente y ‘verde paraíso de los amores infantiles’ cuando íbamos a buscar moras o murtillas con la hija de la dueña del molino. Y en la primavera, cuando en los robles aparecían los digüeñes, era la hora de hacer la cimarra para recogerlos, no sin dejar antes los libros del colegio ocultos en las zarzamoras que crecían en las tumbas abandonadas de los cementerios aldeanos… En el patio de la casa de La Frontera se criaban patos y gallinas. Mi padre cruzaba las autóctonas gallinas trintre con gallos Rhode Island, tratando de crear una raza mestiza que pusiera huevos azules, únicos en el mundo. Su experimento nunca resultó y las gallinas eran condenadas a la cazuela, que nunca quise probar, así como tampoco los conejos a los que había dado de comer”.
Acompañado de don Fernando, que jugaba de arquero en un equipo de fútbol de Lautaro, Jorge acude los fines de semana al estadio o a pescar. Le gusta el fútbol, pero no lo juega porque se considera inepto y además prefiere el trompo o las bolitas. Es el único de sus hermanos que tiene bicicleta, pero jamás aprende a pedalear, prefiriendo intercambiar paseos por dinero o por revistas. Sus aficiones son el cine, los rompecabezas y sobre todo la lectura.
Su abuelo paterno –dueño a la sazón de una pensión– le hereda un auténtico tesoro: la colección completa de la revista Pacífico Magazine, de la editorial Zig-Zag, que todas las semanas trae un libro nuevo. Lee a Mark Twain y a Julio Verne; lo obsesionan los piratas de Salgari. Su incontrolable afición lo hace saltar de libro en libro y encontrar nuevos autores: se conmociona con la novela Corazón, del italiano De Amicis y con La madre, del ruso Máximo Gorki, con Hambre del noruego Knut Hamsun y con Los cardos del Baragán del rumano Panait Istrati. La isla del tesoro, del escocés Robert Louis Stevenson, es uno de los libros que forma parte de su ADN, así como también los relatos mitológicos que dan vida a los clásicos cuentos infantiles, que para él tenían un sabor algo monstruoso, pues había padres que dejaban a sus hijos en el bosque, niños devorados por lobos, brujas ambiciosas y madrastras desalmadas.
“En mis poemas está presente la infancia, porque es el tiempo más cercano a la muerte y no canto a una infancia boba, en donde esté ausente el mal, a una niñez idealizada. Sé muy bien que la infancia es un estado que debemos alcanzar, una recreación de los sentidos para recibir limpiamente la admiración ante las maravillas del mundo. Nostalgia sí, pero del futuro, de lo que no nos ha pasado pero debiera pasarnos”.
En 1949 Jorge tiene 14 años y vive su propio bildungsroman, que es el aprendizaje de un muchacho que debe salir de su hogar: se va del Liceo de Lautaro por sus diferencias con algunos profesores, que no le perdonan ser el hijo mayor de un dirigente comunista y le colocan malas notas de manera inopinada. Son años en que impera la Ley de Defensa de la Democracia, la llamada “Ley Maldita”, que González Videla había hace un año instaurado y que pone a ese partido en la ilegalidad. Es un tiempo de ingrato recuerdo, pues de lunes a viernes debe alejarse del nido familiar y vivir con parientes que poco conoce y después en pensiones donde no conoce a nadie. Su hermana Sara lo recuerda discutiendo con sus padres, porque nunca se adaptó a aquellos ambientes. En la obstinada soledad de un nido ajeno, empezó a aclimatarse a la bebida, a la que de niño solo tuvo acceso restringido, hasta habituarse a ella por completo, sobre todo a partir de su estadía santiaguina, en el Instituto Pedagógico, a los 17.
Pero sus años en Victoria, que concluirían en 1952, fueron muy estimulantes para su formación, pues disfrutó de profesores excelentes y un acervo literario en estos tiempos impensado. “Yo me mantenía fiel a la vieja tradición chilena. Me gustaba Romeo Murga, Neruda. Los españoles nunca me gustaron mucho, salvo Antonio Machado… Los franceses, por supuesto: Francis Jammes, que ahora está considerado un poeta menor, Albert Samain. En fin, toda la tradición francesa. Yo leía a Verlaine, que me encantaba… El señor Liberona nos impulsaba a memorizar a Verlaine y a Rimbaud. Conocía como pocos a Huidobro”.
A los 12 Teillier había escrito sus primeros versos, pero sentía que la poesía le era ajena y prefería la escritura de relatos. Pero al llegar a Victoria conoce al escritor Rubén Azócar, un profesor relegado y alguna vez amigo de Neruda, que le toma al aprendiz de vate un afecto sincero, pues este además había leído su novela Gente en la isla. Azócar, es un hombre al que Teillier reputa de exigente, pero muy alentador con sus alumnos. Los hacía escribir su biografía y describir su casa o la que desearían habitar; otras veces los instaba a elaborar un cántico al liceo. Teillier entra de lleno en el ámbito de la técnica literaria y aprende conceptos relativos a la métrica, y las considerables diferencias entre una oda, un soneto y una elegía.
“Sobre el pupitre del liceo nacieron buena parte de los poemas que iban a integrar mi primer libro, Para Ángeles y Gorriones, aparecido en 1956. Mi mundo poético era el mismo donde también ahora suelo habitar, y que tal vez algún día deba destruir para que se conserve: aquel atravesado por la locomotora 245, por las nubes que en noviembre hacen llover en pleno verano y son las sombras de los muertos que nos visitan, según decía una vieja tía; aquel poblado por espejos que no reflejan nuestra imagen sino la del desconocido que fuimos y viene desde otra época hasta nuestro encuentro, aquel donde tocan las campanas de la parroquia y donde aún se narran historias sobre la fundación del pueblo”.
Teillier reúne algunos de sus versos y los hace circular en la sección literaria Verde Raíz, del diario Las Noticias de Victoria, una tribuna muy apetecida. En estos primeros versos, que no están en libro alguno publicados, el discurso teillieriano comienza a tomar forma:
El aroma de un libro olvidado sobre la mesa
las solteronas encorvadas y ceceantes
que caminan hacia la misa de nueve,
una fotografía encontrada de sorpresa
me bastan para injertar el pasado en el presente.
Su vocación es también acrecentada por la envidia que le causa Juvenal Provoste, su compañero de banco que había ganado el último concurso “Reina de la Primavera”, suerte de carnaval que solía replicarse en muchos pueblos a lo largo y a lo ancho del país.
Es así como al año siguiente, 1952, el último antes de ingresar a la universidad, obtiene el primer premio en aquel mismo concurso, pero con un texto de narrativa. La reina de ese año fue la señorita Valentina Cid. A Jorge le dan un galardón y la suma de mil pesos, los que invirtió en un terno, para darle a sus padres un gusto, y abundantes litros de chicha de manzana. La suerte de Jorge Teillier Sandoval estaba echada.