

Presentamos dos textos del reconocido poeta alemán en la versión al español de Ernst Edmund Keil.
Georg Heym
Ah, tus largas pestañas…
Ah, tus largas pestañas,
el agua oscura de tus ojos.
Déjame hundirme en ellos,
descender hasta el fondo.
Como baja el minero a la profundidad
y oscila una lámpara muy tenue
sobre la puerta de la mina,
en la umbría pared,
así voy yo bajando
para olvidar sobre tu seno
cuanto arriba retumba,
día, tormento, resplandor.
Crece unido en los campos,
donde el viento reside, con embriaguez de mieses,
el alto espino delicado
Contra el celeste azul.
Dame tu mano,
y deja que creciendo nos unamos,
presa de todo viento,
vuelo de aves solitarias.
que en verano escuchemos
el órgano apagado de las tempestades,
que nos bañemos en la luz de otoño
sobre la orilla de los días azules.
Alguna vez iremos a asomarnos
al borde de un oscuro pozo,
miraremos el fondo del silencio
y buscaremos nuestro amor.
O bien saldremos de la sombra
de los bosques de oro
para entrar, grandes, en algún crepúsculo
que roce tu frente con suavidad.
Divina tristeza,
ala de eterno amor,
alza tu cántaro
y bebe de este sueño.
Una vez alcancemos el final
adonde el mar de manchas amarillas
calladamente invade la bahía
de setiembre,
reposaremos en la casa
donde las flores escasean,
en tanto entre las rocas
tiembla un viento al cantar.
Pero del blanco álamo
que hacia el azul se eleva
cae una hoja ennegrecida
a descansar sobre tu nuca.
Ofelia
I
Ratas de agua anidan en su pelo,
y anillos en sus manos, que como aletas son
sobre las olas; nada en la sombría
selva grande que en el agua reposa.
El sol postrero que va errante y a oscuras
se hunde profundamente en su cabeza.
¿Por qué murió? ¿Por qué tan sola nada
sobre el agua que enreda los helechos?
El viento acecha en los espesos juncos
como mano que espanta los murciélagos.
Húmedos por el agua, con sus alas sombrías
en el oscuro río se alzan como humo,
como nocturnas aves. Largas anguilas blanquecinas
sobre el pecho resbalan. Una luciérnaga aparece
en su frente. Sus hojas llora un sauce
sobre ella y su pena silenciosa.
II
Granos. Sembrados. Y el rojo sudor en la mitad del día.
Los amarillos vientos de los campos duermen silenciosos.
Ofelia quiere dormir, un pájaro, se acerca.
Le abrigan, blancas, las alas de los cisnes.
Los párpados azules sombrean dulcemente
y entre el aire que brilla en las guadañas
sueña en el carmesí de algún abrazo
sueño eterno en su eterna sepultura.
Pasa, vuelve a pasar. Donde la orilla sueña
con el bullicio de la ciudad, y el río blanco
rompe diques y el eco largamente
retumba. Donde se oye, río abajo,
el son de llenas calles. Repique de campanas.
El silbido de un tren. Lucha. Cae al oeste
sobre cristales empañados una sorda luz crepuscular
en que con brazos gigantescos una grúa amenaza,
tirano poderoso, la frente ennegrecida,
Moloc al que rodean sus siervos de rodillas.
Carga de puentes que atraviesan con pesadez el río
tal si lo encadenaran, dura condenación.
Nada invisible que acompañan las olas.
Pero allí donde cruza ahuyenta multitudes,
con grandes alas, un pesar profundo
que ambas orillas ensombrece a lo ancho.
Pasa, vuelve a pasar. Cuando se entrega tarde a la tiniebla
el alto día oeste del verano,
donde en el verde oscuro de los prados reposa
el cansancio sutil de la tarde lejana.
Lejos la arrastra el río, mientras se hunde
en luctuosos puertos invernales.
Tiempo abajo. Por entre eternidades
cuyo horizonte humea como fuego.