El ruido de las cosas
DOS CONSEJOS PARA MI HIJA LUCIANA
I
En caso pregunten si tu padre fue poeta
Diles
que un padre poeta
es un peligro que no se puede evitar.
La casa
se llena de libros
y las palabras que usa
brotan como cucarachas
de su mente
hasta ocupar todos los rincones.
Diles
que un padre que escribe
es un como tener un semáforo en casa.
Los sonidos de la lengua
y el semáforo están sincronizados.
Cuando cambia a rojo,
el padre poeta
sufre una metamorfosis,
una lobotomía severa de palabras.
Y todos huyen de su belleza repentina,
de las cucarachas que brotan de su mente.
Diles
que un padre poeta
es como acoger a un príncipe y a un mendigo a la vez.
El príncipe disfraza
la fealdad del mundo
y el mendigo las revela
en toda su profundidad.
Todos los días,
desde que amanece
hasta que anochece.
Diles
que un padre poeta
es como tener a Gregorio Samsa en casa.
Nadie lo puede devolver
a su condición anterior.
Está condenado
a extraer la belleza,
incluso la de las cucarachas.
Diles, por último,
que un padre poeta
nos es nada del otro mundo.
Que te llamaba princesa,
querida mía,
hija de mi vida
y cosas sinceras y manidas como esas.
Solo que no las decía porque sí,
sino con un sentido
que solo tú podías comprender.
II
En caso luches por una causa perdida
Vimos venir la mancha ácida,
el hediondo porvenir desde el fondo de los polos
y nos olvidamos de que éramos rebeldes desde 1968.
Sentimos de cerca el ventarrón de la muerte,
tocamos las hojas secas,
bebimos el agua sucia,
captamos el vuelo de las últimas mariposas
y el tiempo nos recordó que éramos unos viejos achacosos.
Alguien, dice Wislawa,
tiene que hacer la limpieza,
apartar los escombros,
devolver al planeta a su orden anterior.
El universo nació hace 3 810 millones de años,
la vida hace 4 billones
y la entropía de la estupidez,
lo que tarda la luz
en atravesar la escala de Planck.
¿Quién tendrá el poder de restaurar
el orden a la casa de todos?
Te imagino en la orilla de acá,
mientras en la orilla de allá
se enfrían o se calientan
―al final da lo mismo―
los tentáculos de la vida.
Somos, fuimos,
como los recién nacidos,
como las semillas,
como las gotas de lluvia,
como los estambres temblorosos
que acaricia el viento:
no tuvimos una segunda oportunidad.
Querida mía,
los mayores ya no estamos, ya no estaremos.
Nuestros cuerpos se secarán en la arena del desierto
y la fe que profesamos
será como un tren que llega con retraso a la última estación.
Algunas causas se pierden,
pero no se aceptan.
Las pancartas deben seguir iluminando la negra noche del porvenir.
(De Manual de sabiduría, 2023)
CON CIORAN EN LAS AFUERAS DE PARÍS
(no se culpe a nadie de este plagio)
1
La vanidad es la piel del vacío. El vacío es una astuta forma de engañarnos a nosotros mismos
que los demás nos admiran. Si nos arrancamos bruscamente esa piel, descubriremos que la vida
humana no es más que una burbuja en carne viva que se desvanece al menor contacto con la verdad.
2
No creo en monsieur Cioran. Él tuvo el inconveniente de haber nacido.
DON DE LENGUAS
(en un arrebato de confesión)
Mi boca escupe silencios, herramientas, insectos y palabras. Mi lengua dispara dardos, cuchillos,
lanzas y explosivos. Mi garganta hierve larvas, metales, plásticos y cristales. Mi paladar exhala aires,
ciclones, tempestades y vientos en contra. Mi lenguaje carece de su propio aparato fonador,
mi pensamiento de su propio diccionario privado y mis palabras de sus propias redes neuronales.
Es otro el que habla en mi nombre, otra la voz que modula la finitud de la vida y otro el impostor
que compone estos versos. Qué extraña fatalidad. El don de lenguas no me ha sido concedido.
En mi orfandad, un intermediario se lleva los laureles y se apropia de la fama ordinaria y pasajera.
Escribir poesía es mirarse en el espejo. Y mirarse en el espejo es descubrir que no eres nadie.
O el otro de nadie.
(de Psipcografías 2022)
EL RUIDO DE LAS COSAS
Un profundo miedo a oír
nuestro mar interior
nos obliga a envolvernos en el ruido de las cosas.
El ser cae dentro de nosotros
como la noche cuando vacía su contenido
antes que llegue la claridad del día.
Ante la imposibilidad de oír o ver,
nos acostumbramos
a la bulliciosa crueldad
de las ciudades que no duermen.
Y únicamente así,
huyendo de nosotros mismos,
evitamos el estallido de esas aguas oscuras
que de otro modo no nos dejarían dormir en paz.
LAS POLILLAS HAN DEVORADO UN LIBRO DE VALLEJO
La lámpara iluminó un libro
que ya era de por sí luminoso.
Sin embargo, la luz, que no era continua sino incesante
como la del sol,
se escurrió improviso por un profundo orifico
por donde también se fueron
vocales y consonantes.
La fuerza destructora era en realidad una parodia:
por un lado, entraba la luz
y por otro se iba el aliento de la poesía.
Mis dedos quisieron detener la fuga
con sus frágiles yemas.
Pero el alma ya estaba a buen recaudo
y viajaba errante por el espacio.
Conscientes de su fracaso,
mis dedos inútiles
advirtieron la oscuridad de las páginas
y se resignaron al vacío.
Los gusanos habían invadido la eternidad
y yo me había quedado solo.
Cerré el libro
y apagué la lámpara.
Coloqué el mamotreto a contraluz
en mi ventana
y vi a través de ese orificio diminuto,
como en la esfera tornasolada de Borges,
el inconcebible universo.
El frío me obligó a tumbarme
en la cama,
donde volví a acariciar,
como a un huérfano que sufre,
el libro parcialmente destruido por los gusanos.
Comerse a la poesía de Vallejo -pensé-,
es como engullirse al sol
o beberse un agujero negro.
Temeroso de que los horrendos animalillos
volvieran a su pulsión comestible,
abracé el libro perforado
e intenté dormir.
Entonces tuve una súbita sospecha:
la próxima generación de larvas
alcanzarán,
tal vez,
el estatus de poetas
y Vallejo no habrá escrito en vano.
EL MITO DE LA CAVERNA
Entré a la cueva
con el alma abreviada
por la inseguridad y la pena,
pero no encontré cuerpos
sino grilletes oxidados.
En la oscuridad del camino,
la verdad me iluminó
con su débil fogata,
pero no encontré a la verdad
sino polvo de ceniza.
Al contacto con la luz,
las sombras se proyectaron
sobre los muros de piedra,
pero no encontré a la razón
sino un puñado de siluetas.
Mientras más me hundía
en el estómago de la tierra
más dudoso era mi pensamiento,
pero no encontré sabiduría
sino dudas cartesianas.
Hurgué con mis dedos en las grietas,
mordí el polvo del antiguo fuego,
bebí el agua de los prisioneros,
pero no encontré a la verdad
sino a su alegoría.
Poco apoco ascendí al mundo inteligible
y quise tocar la realidad
con mis manos temblorosas,
pero no encontré a la episteme
sino al mundo evanescente.
En mi ascensión a la superficie
la luz solar iluminó mi rostro
de animal incrédulo,
pero no encontré a Sócrates
sino a Platón odiando a los poetas.
(De Filosofía vulgar, 2013)