

Presentamos tres textos del célebre poeta ruso en la versión al español de Heberto Padilla.
Yevgueni Yevtushenko
Aún todas sus lágrimas
El sauce no ha llorado aún todas sus lágrimas.
A su sombra, en la orilla me quedé pensativo:
¿cómo hacer feliz a mi amada?
¿Es que acaso no pueda hacer más?
No le bastan los hijos, la abundancia,
lo poco que nos damos al cine, a los amigos.
Me necesita enteramente, sin reservas.
Mas, estoy hecho de sobras. Yo soy diamante en bruto.
Entregué mis hombros a las causas de nuestra época,
a toda su dura carga,
no dejé espacio a la ira de mi amada
y privé su llanto de mis brazos, de mi regazo.
Hoy, la amada ya no recibe flores de su hombre.
Arrugas, sí. Faenas domésticas.
El hombre engaña por placer,
la mujer traiciona por dolor.
¿Cómo puedo hacer feliz a mi amada?
¿Qué puedo ofrendarle esta noche
si la manzana que le da la vida
ya está rancia y agusanada?
¿Por qué a la bienamada se le ofende
tan sin razón como tan a menudo?
Cómo hacerla infeliz, todos sabemos.
De cómo hacerla feliz, no tenemos memoria.
Ciudadanos, oídme
Para John Updike
Estoy a bordo del barco Friedrich Engels,
pero en mi mente hay tal herejía
de pensamientos que rompen las puertas.
No comprendo, ¿qué oigo?,
llena de confusión y de dolor, la invocación:
“Ciudadanos, oídme”.
La cubierta se inclina y se lamenta,
mezcla de concertina y charlestón,
pero en el puente, queda, suplicante,
intenta abrirse paso con violencia
la imponente canción:
“Ciudadanos, oídme”.
Sentado en un tonel hay un soldado.
Su pelo cuelga sobre su guitarra
mientras rasguea despacioso.
Y enardecido como su guitarra
de sus labios escapa con tormento:
“Ciudadanos, oídme”.
No nos quieren oír los ciudadanos.
Preferirían comer, beber, bailar.
Y no les interesa lo demás.
Sin embargo, dormir es importante.
¿Y por qué ese estribillo interminable?
“Ciudadanos, oídme”.
Alguien echa sal a un tomate,
otro tira unas cartas grasientas,
otro golpea el suelo con las botas,
otro despliega ansioso el acordeón;
mas, cuántas veces a cualquiera de ellos
el grito o el susurro, le brotó:
“Ciudadanos oídme”.
Y cuántas veces nadie lo escuchó.
Hinchando el pecho y retorciéndose,
no pudieron decir lo que sentían.
Reaccionando con alma indiferente,
oyen a los demás con dificultad:
“Ciudadanos, oídme”.
Mira, soldado encaramado en un tonel:
Yo soy igual que tú, mas sin guitarra,
sobre ríos, montes, mares,
soy un vagabundo de manos extendidas,
la voz ya ronca repite sin cesar:
“Ciudadanos, oídme”.
Terrible si no quieren escuchar.
Terrible si comienzan a oír.
¿Y si al final la canción no valiera la pena?
¿Y si nada en ella tuviera sentido
salvo el tormentoso y sangrante estribillo:
“Ciudadanos, oídme”?
La tercera nieve
Por la ventana veíamos
negruzcos limoneros hacia el fondo del patio
y suspirábamos: “¡Han pasado los días
y hoy tampoco ha nevado!”
Pero al atardecer
empezó a caer la nieve,
iba perdiendo altura,
vacilando en el aire
al capricho del viento.
Avergonzada y frágil,
la tomamos en las manos con ternura
y “¿adónde fue?”, preguntamos.
Pero ella contestó:
“Habrá una verdadera nevada
para todos.
Me fundiré en el viaje
pero no os preocupéis”.
Y a la semana volvió a caer,
hecha un diluvio,
transformada en ventisca cegadora,
girando a toda fuerza.
Con terca intransigencia
quería imponer su triunfo
sobre quienes pensaban:
“¿durará un día o dos?”
Pero no pudo
hacer valer su empeño
y tuvo que ceder.
No se fundía en las manos,
se derritió a nuestros pies.
Seguíamos mirando al horizonte,
con inquietud: ” ¿Cuándo vendrá la verdadera,
esa que pese a todo llegará?”
Y una mañana, aún soñolientos,
cuando abrimos la puerta,
la pisamos de pronto, sorprendidos:
yacía ante nosotros, honda y pura,
con toda su suave sencillez.
Tímida y esponjosa,
extendía por tierras y tejados
su asombrosa blancura,
simplemente magnífica y hermosa.
Nieve cayendo en el estruendo del día,
entre ruido de coches y resoplar de caballos;.
nieve que no se derretía a nuestros pies
sino que se iba haciendo más compacta.
La fresca y centelleante
cegadora de toda ciudad,
la nieve verdadera,
la que siempre estuvimos esperando.