Armando Rubio. Confesiones

 

Presentamos dos textos claves del recordado poeta chileno.

 

 

 

Armando Rubio

 

 

CONFESIONES

Soy bestia umbilical, delgada y andariega,
con un aire de pájaro en la calle.

Atado a los semáforos
por ley irrevocable.

Suelo ser atacado por mis hábitos
y por los vendedores ambulantes
que me auscultan la cara
de bar destartalado y decadente.

Amo la ciudad más que a nadie:
las calles y edificios,
noches pobladas de mamíferos
domésticos y astutos, que transitan por bares,
y beben, y comen, y se ríen, y se ríen, y se mueren.

Soy bestia siempre en celo,
pájaro individual, enfermo.

Confiado ciegamente en mis zapatos,
no me pierdo un detalle
de lo que está pasando, que es muy grave.

Me entristecen los hombres, me deprimen
sus orejas, sus dientes, y las blandas
extremidades; las ojeras;
y los rostros desérticos, tortuosos;
bigotes, anteojos, pelos, anillos, monedas;
cigarros defendidos
contra viento y marea; el fraudulento
pudor de las camisas;
y el orgullo, ese orgullo inconcebible…

Sobre todos,
los hombres que van solos por el mundo,
unánimes espaldas, hombros, rabia.

¡Voltear los autobuses, y tocarles
la oreja a los absurdos transeúntes,
saber de abuelas suyas y de hermanas,
y de la fecha atroz en que nacieron!
Cordialmente aborrezco
a los hombres de gafas, que saludan
suficientes, constreñidos,
con una mano blanda, lisa, como de nieve,
y se vuelven, y mueren
de cara ante el periódico;
a todos los que pasan
las horas entre muslos y aguardientes
perpetuando la fiesta de este mundo.

Extraña la ciudad cuando parece
no haber nadie, ni voces de Zutano o Mengano,
cuando una sombra inmensa, resollando
se descuelga de muros, y se manda a cambiar,
de una vez por todas, hacia un patio sin hambre;
aunque haya transeúntes
con ojos de paloma y pecho duro,
y algunos que se tienden en las calles
con un olor a muertos
y a padre avejentado por sus sueños.

Ninguna novedad hoy en la tarde.
La ciudad y su curso inevitable.
Yo, bestia umbilical, pájaro enfermo,
he de seguir de noche
atado al parpadear de los semáforos,
a la misma ciudad donde parece
que ya no habita nadie.

 

 

 

FRAGMENTO DE UN DIARIO

El crepúsculo y toda su pompa ya no me conmueven;
el lenguaje de los pájaros me parece indescifrable
-además, sé que no cantan para el hombre—;
detesto al sol cuando se afiebra;
prosigo blanco,
y mis brazos se estiran como un lienzo
en la gimnasia cotidiana;
tengo un desorden monumental en la cabeza,
porque sé, de razón no vive el hombre,
sino de sed, de hambre y de locura.

Tantas palomas negras:
huelen a chimeneas:
perros lamen veredas:
yo, en medio, como un trompo,
olvidado del ansia primeriza
de abrazar al crepúsculo en su fuga.

Tanta frente de bruces,
y aunque a veces yo cante cualquier tarde
de improviso en las calles celebrando
el acontecimiento de mis pies que caminan
y caminan,
siempre vuelvo a esta burda indiferencia,
a este clavar los ojos en el suelo
respirando un cigarro
como un murciélago quizá.

Así alzo la mirada solamente
si la noche se cierne
silenciosa y abierta,
y tiemblan los espacios como gran arboleda
encendida de grillos,
y parece que algo va a nacer.
Entonces, solo entonces,
alegra el respirar.