Pasó una sola noche con nosotros
Escribo prosa mientras junto
valor para los versos,
escribo prosa para que los versos
se escriban casi solos,
escribo prosa como quien empuja
un buey por un cultivo.
Cuánta prosa para juntar
valor para los versos,
cuántas palabras con esfuerzo
llevadas al final de cada línea,
cuántos renglones rectos
por no saber salir del surco.
*
Sobre una piedra, para romperla,
dejo caer una piedra más grande
y es la grande la que se parte a la mitad,
no la pequeña. Misterio de las piedras.
Busco una piedra todavía más grande
y la pequeña otra vez se resiste
y despedaza a la mayor.
Misterio de los choques.
Busco piedras cada vez más grandes
y todas se quiebran
contra la primera piedra.
Agotado por el esfuerzo de levantar tanta piedra
me siento en una silla
con la cabeza entre las manos.
Misterio de las cabezas.
*
¡Tantos años sin saber ir a Puebla,
a qué altura de qué arteria hay que salir
para llegar a Puebla,
que está a dos horas!
La gente va a Puebla y regresa
el mismo día,
yo mismo he estado en Puebla
(¿quién no ha estado en Puebla?),
¡y tantos años sin saber cómo ir!
Enséñenme a ir a Puebla,
que está a dos horas,
y a creer en Dios,
que está tan cerca, que se llega a Dios
y se regresa de Dios el mismo día.
Yo mismo he creído en Dios
(¿quién no ha creído en Dios?).
Me pasa con Él lo mismo que con Puebla,
no sé a qué altura de qué arteria hay que salir.
¿Qué ha sido de mi vida
si no he aprendido lo que todos saben:
hablarle a Dios e ir y volver de Puebla el mismo día?
Yo sólo sé el camino a Cuernavaca,
es todo lo que sé para salir de esta ciudad.
Enséñenme el camino a Puebla,
enséñenme a salir, a creer, a ir
y regresar el mismo día.
*
¿Qué ha sido de las guitarras
en las esquinas,
en los paraderos de camiones,
en las estaciones del metro
o afuera de una iglesia?
La calle era pródiga en guitarras,
que algunos tocaban por dinero
y otros por ser jóvenes.
Se encontraban las guitarras
en sentido contrario,
se detenían durante unos acordes
y luego proseguía cada guitarra su canción
y su camino.
Había ventanas. Había mujeres
en las ventanas que se asomaban
a buscar la primera guitarra del día,
que retribuían con monedas o con un beso.
¡Cuántas ventanas al acecho de guitarras,
cuántos arpegios por lo bajo
anunciando una guitarra que venía
y cuántas mujeres sin celular en la mano!
Cuántos besos por simplemente saber tocar
la guitarra y cuántos hijos
nacidos de parejas que unió
una guitarra. Cuántas playas.
Cuántas playas con su hoguera
alrededor de una guitarra
y cómo al cambiar de mano su madera
lanzaba un destello de fuego.
Cuántas guitarras casi mudas
se veían en los camiones
donde las tocaban viejos de voz ronca.
Santo el que inventó la guitarra
y santo el que inventó la limosna,
pero más santo el que inventó los besos.
*
Qué días aquellos
del Teatro del Absurdo,
leyendo a Adamov, Ionesco y Beckett,
sin escribir un solo verso y sin amigos,
excepto la Cantante calva
y el Rey se muere,
más solo que Estragón y Vladimir,
yendo a Cholula, a Pátzcuaro, a Janitzio,
los viajes en camión de madrugada,
mis idas para conocer el tedio y conocerme,
a un paso de volverme absurdo yo también,
qué poco conocí de todo,
pero qué gusto de estar solo
con Adamov, Ionesco y Beckett,
cuando podía leer en cualquier sitio,
casi dormir en cualquier prado,
con mi sombrío estuche de guitarra a cuestas,
mi novia muda de madera de Paracho,
y aquellas pobres mieles de provincia
–alguna sosa artesanía purépecha,
una cajita de dulces poblanos–
que le traía a la mamma,
que nunca conoció Tlaxcala.
No volverán los días
en busca de una estatua, de un portal, de un labio,
ni tú, Teatro del Absurdo,
que habría tenido que llamarse Teatro de la Espera,
espera de Godot o Dulcinea,
porque sus inventores fueron Don Quijote y Sancho,
nunca volví a reírme como entonces,
la risa junto con la rabia
y del enfado otra vez la risa,
nunca mejor poesía que muchos versos,
que mucha gente y muchos besos,
cuando podía leer en cualquier sitio,
casi dormir en cualquier prado.
*
Pasó una sola noche con nosotros.
Pese a los ruegos míos
y de mi hermano,
mi madre no la quiso.
Feliz de hallarse
en una casa
y demasiado joven para contenerse,
se orinó al cruzar la puerta.
Recuerdo el charco amarillo debajo de la mesa
y el asco de mi madre,
que limpió con una jerga
y luego, hincada, como otra perra, todo el piso.
Toda la noche oyendo su respiración
junto a mi cama
y al otro día,
sin esperar que amaneciera,
se la llevó mi padre.
No tuvo un nombre,
no nos dejó escuchar su voz,
llegó en la oscuridad y en la oscuridad se fue
con su amarillez a otra parte.
Charco ominoso en la cocina,
nacido de sus entrañas callejeras
rebosantes de contento, que no olvido.
Cuando el calor y la dicha
me han abierto sus puertas,
una válvula se cierra que me impide
el alborozo. Seco
por dentro, giro la cara
y espero que amanezca.
*
Mientras me hablas
de lo mal que está todo,
te olvidas de tu sopa,
dejas la cuchara en el plato
y agitas las manos.
Te escucho con atención
mientras miro de reojo tu sopa que se enfría.
Terminé la mía hace cinco minutos
y no te has dado cuenta.
Dices que todo está mal
y se está formando una pátina fea
en la superficie de tu sopa,
que dentro de poco será un coágulo incomible.
Coge tu cuchara y come,
no agregues más tristeza a todo con otra sopa fría.
-De A cada cual su cielo.