Josué Andrés Moz

El delirio

 

 

 

 

VÁLIUM

 

No abras la puerta madre

en esta habitación hay un canto siniestro de fármacos y jeringas

un hombre pronunciando el nombre de la tristeza

un hueso deforme que asemeja la dureza del corazón

 

Madre detrás de mis ojos están los ojos muertos de mi hermano

detrás de mis manos de mi voz de mi angustia de mi sombra iluminada por las moscas

 

Madre no abras la puerta

puede ser que las bestias arrullen el alma de tu hijo

que los chacales extingan su cordura sobre mi carne

que mi risa recuerde a una mañana lluviosa en el cementerio

 

Madre ¿quién está parado al otro lado de mis años?

¿quién se ríe de nosotros y voltea su mirada hacia la tumba?

¿cuántas veces mis lágrimas te han quebrado los ojos

y pulverizado caricias que dejaron los fantasmas de los últimos años?

 

Qué vergüenza haber nacido muerto qué vergüenza haber nacido

en este oficio eterno de Caín levantando reinos

con este espíritu de Lázaro ignorando la voz de Cristo

con esta geografía de labios sin labios de rostro sin beso

con estas treinta monedas de plata sobre mi lengua

 

No abras la puerta madre

puede que te encuentres retratada sobre mis ojos

que la primera palabra que escuches

la hayan escrito los escarabajos entre mis dientes.

 

 

 

AGUARDIENTE

Semillas, semillas como arena. Todo tiembla y el mar es una navaja que encuentra el perdón para nosotros. El mar entre las manos, el vidrio que canta, la arena recubriendo la tráquea, endureciendo los nervios. Todo tiembla y es anfibio el laberinto y tiene labios la noche y dice lo que yo nunca he podido. Veo el estanque donde duermen las estrellas —pensamiento acuático este, voz de piedra. Lo que rompe la piel del agua es la ausencia, lo que llena las estrellas con su luz, es aquello que nos quitaron de la mirada. Bosques de sangre nacen en los ojos.

Comprendo que la culpa se vacía en los zapatos y nada más, comprendo que hemos llegado a la edad en que masticamos el plomo y abandonamos esa necesidad de encontrar a los culpables. En el vientre: las palabras, el filo del vaso, las burbujas que se acumulan y desgajan su fiebre sobre nosotros.

Hay un lugar en el rostro de la página, en el hueco del insomnio, un sitio coagulado que repite su altura y nos ve diminutos, como toda manzana mira a la serpiente al morder su propia cola. Un enjambre de luces para iluminarnos los dientes, para rellenar nuestra caries, quinientas luciérnagas de sangre para humedecer la juventud.

Quien toque esta página estará tocando la desnudez.

A este poema nadie puede entrar por la puerta de adelante. Este poema es una casa con las ventanas rotas y roto el lenguaje que lo escribe desde el tejado.

En la cabeza del alfiler se han fundado los imperios. Hay un puente de aire, tenso de un lado al otro del abismo y los poetas doctos dirán: no se puede cruzar el puente, nos están vendiendo humo, nos están fabricando el misterio. Entonces el poema será exiliado eterno de las antologías y no será estudiado en las aulas de los intelectuales, y mucho menos ganará premios en el extranjero, pero el poema nunca estuvo hecho para ellos, el poema no cabe en las manos de escarabajos que ruedan las sobras de su propio asombro. No hay hígado en el poema, no hay bilis para bañar el signo. Los niños cruzan el puente y es invertebrado el amor de sus ojos; la palabra que escuchan es el pájaro que tiran para atravesar las piedras.

Todo tiembla y hay una canción desconocida
que se escucha a través de sus manos.

A este poema se entra con los pies descalzos y nunca se pregunta por sus peces ni por la arena que queda extraviada entre las uñas. En este poema se escucha el rumor de los corales y se saborea el deletreo de las algas.

Este poema es un vaso transparente
y cada quién decide lo que queda en su garganta.

 

 

 

EL DELIRIO

 

Huérfano de tus labios, la noche hunde su beso en mí;

se instala como sanguijuela en contra de mis ojos.

 

A estas alturas del desierto

es más sencillo distinguir a los huesos,

 

cadáveres impecables

de cada hijo de nuestra ternura.

 

Huérfano de esas manos,

me sostengo directamente del aire.

 

Hay una soga eterna colgando de tu palabra,

ajustada a tu silencio,

y vuelvo a ser este camino torcido desde siempre,

esta reinterpretación constante del vacío.

 

Ruedan hasta los pies:

fotografías enmohecidas por el tiempo,

restos de alguna tarde

en que figurabas ante mi deseo

como una canción que no dejaba de repetir entre los dedos.

 

Huérfano de mí,

he encontrado descanso en la piedra más dura.

 

A algunos metros de este poema

he visto el mar

y a la lluvia cayendo inútilmente sobre él.

Josué Andrés Moz Poeta, narrador, vendedor de libros, corrector de estilo y gestor cultural salvadoreño. Publicaciones: Carcoma (2017), Pesebre ... LEER MÁS DEL AUTOR