Raquel Jaduszliwer

Menguante es el ocaso

 

 

 

 

 

*

 

Acá se cruza un pájaro con las alas desiertas.

Hace mucho que ha roto con el ángel,

ya nada lo emparenta a ese exiliado leve

que camina de incógnito entre las multitudes.

Acá se cruza un pájaro con las alas desiertas,

con su pico profundo,

con su plumaje sordo y con sus ciencias ocultas.

Acá se cruza un pájaro terrible.

 

 

*

 

¿Te perdiste al menos una vez en la parte más profunda del bosque

y gritaste hay alguien ahí?

 

¿Hay alguien ahí?

 

Otra pregunta:

¿te arrojarías sobre el fruto prohibido hasta ser devorado?,

¿o no hay fruto prohibido en este paraíso con su telón de fondo,

con su cielo al alcance, radiante y sin un pliegue?

Ah, desperdicio, gesto desaprensivo,

¿qué fue lo que cambiaste por espejos,

por algunas estrellas que parecen estrellas,

por monedas,

así como si nada?

 

Allá vamos ejército sonámbulo,

vamos hacia el destino de uno en uno,

solitarios y ajenos allá vamos,

el corazón blindado,

sin mirar atrás.

 

Tierra de desaliento ¿quién responde?

¿Hay alguien ahí?

 

 

*

 

En algo la ciudad

me recuerda las viejas madrigueras del bosque.

Esa misma manera de agolparnos así los animales

cuando viene la lluvia

y de darnos calor

por todo lo que nos quitamos.

 

Con eso nos quedamos,

con la memoria de la proximidad

mientras la sombra avanza.

 

 

*

 

Ya ves, cuantiosa está la noche,

terciopelo tendido para su pedrería.

¿Encontraste el tesoro?,

¿has visto cómo brilla al fondo del abismo?

Y entonces nos decimos

cuidado, porque tenemos miedo,

cuidado el remolino,

cuidado con el pozo por arriba de nuestras cabezas,

no te asomes, no te tiente el destello de la fosa en lo alto,

ten cuidado

 

que la noche es de luto

y vasto y enjoyado es el lugar de la pérdida.

 

 

*

 

Y el viento dice, el viento nos hace decir:

acepta las virtudes de la duración.

Por ellas, todo lo que debería retirarse así lo hará.

También tus pertenencias, la manera en que eras,

todo lo que la corriente lleva; acéptalo.

Así llorarás menos,

así tendrás más fuerza.

Cierra tus cuentas, actúa como si todo ya hubiera concluido.

Busca el fondo del pozo.

En su espejo de agua y en el mayor silencio

verás que hay un suceso extraordinario

aún por consumarse.

 

 

*

 

No hay mayor resonancia que la que provoca

el ramaje en el viento. Arranca desde donde se ocultan

tantos seres furtivos, por especie o espíritu,

por vocación de fuga. Ves cómo se prolonga el temblor

entre una idea y otra, se aleja hacia las puntas sensitivas,

yemas que soñaron alguna vez un cielo

un poco más profundo, diferente a este otro

que está por desplomarse. Quién sabe de esta forma

se cometa un crimen, un asesinato por aplastamiento.

Mientras tanto hay un brillo, como si se tratara de otro cielo

todavía inocente

sin pecado ni culpa, de los que ya no existen.

 

 

*

 

Y a pesar de todo lo que ya sabíamos

acerca del tiempo circular en nuestras vidas,

y así como hay un tiempo en redondo

y el rostro de los pájaros

no refleja otra cosa que una repetición,

asombrados decimos:

aquí yo estuve un día

-y el canto que escuchamos

es una repetición,

nos sorprende y anuncia:

otra vez se escuchó una campana.

Yo escuché esa campana.

Escuché esa campana; cantaba y se rompía,

cantaba y se rompía

porque esa era la luz del tiempo,

cada vez

el último de los inicios.

 

Sí, más y más luz para la hora

que avanza hacia ésta otra,

el tiempo de la flecha justo a término,

justo sobre el final.

 

Este es el tiempo,

se arroja hacia adelante

como el pueblo elegido cuando lo guía la fe.

 

Hay tanta sencillez en las ultimas cosas,

en la menor distancia

que ruge entre dos puntos

–esta es la trayectoria:

imposible perderse,

aunque quisieras no podrías.

 

 

*

 

Un ala, aquella que proyecta el vuelo

hacia adelante

se detiene. La otra va hacia atrás,

hacia un fondo de grava. Allá donde familias

de palabras reciben al viajero

entre idiomas ajenos y en su centro

un graznido foráneo que declara:

estoy aquí

pero ya no me ves.

Se ha perdido mi rostro,

mi cabeza emplumada entre

los nombres.

 

No. Ya no lo veo.

Me veo sólo a mí en el reverso,

decreciendo. De vuelta a ser semilla,

esa semilla que nunca debería

haber quedado atrás.

 

Ahora estoy en la corola de un crepúsculo,

justo en el lugar donde el violeta vira al rojo.

 

Menguante es el ocaso.

 

Raquel Jaduszliwer (San Fernando, Buenos Aires). Reside en Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Licenciada en Psicología por la UBA. Publicó una novela, La ... LEER MÁS DEL AUTOR