

Presentamos dos textos claves de la reconocida autora mexicana.
Margarita Michelena
Como a un muerto de sed
Hablo como quien habla
delante de sí mismo consumido.
Algo ya de mi muerte está aquí ahora.
Ya no me pertenece
la voz que está cantando a mis espaldas
y mi puro planeta está llegando
a ponerse debajo de mi planta
porque ande mi memoria entre su nieve.
Cierto es que llama fui, muy combatida
entre contrarios vientos
y no sé cuál de todos me ha apagado.
Mas desasida estoy. Y aunque me duele
el sitio en que moraba
tan dulce oscuridad, voy asomando
un paso ya del cerco de mi sombra,
Cuando me inclino a recoger mi nombre
nombre de soledad, cetro sombrío
y célibe corona,
sé que arrebato su laurel a un muerto
y me ciño la flor que no se mira,
que a otra le estoy hablando en estas voces.
Muerta la tengo en medio de mis brazos,
mi más honda, mi más amada víctima.
Me abandono a mí misma como a un muerto de sed.
Aquí me dejo. Y ya me estoy mirando sin ternura.
La casa donde amé.
La vista oscura y engañada de objeto.
Las guirnaldas de la fiesta extinguida.
Todo cuanto no era descendido
de mi más alto ramo,
de las aguas secretas y desnudas.
La tristeza terrestre
Vivo a veces mi muerte. Me recuerdo.
Adivino mi rostro y sé mi nombre.
Y la puerta se abre. Y yo penetro
en mi primera identidad y salgo
de la casa fugaz de mi esqueleto.
Qué difícil volver, con la memoria
de aquella viva muerte que se tuvo.
Qué mirarse a sí mismo,
ya ser desconocido e increíble,
después de ver las fuentes y los prados
de la morada quieta y misteriosa.
Ya se es criatura despojada,
ángel triste y vacío, helada estrella,
vagando por el dédalo sonoro
de una desconocida sangre, por la patria
extraña de unos ojos,
después de haber pisado un umbral de centellas.
Y las manos, que brotan
como súbitos seres impensados.
Y esta ciudad equívoca del cuerpo
donde somos viajeros extraviados.
Y este volverse a ciegas
a la oculta potencia, al signo visto
que de terrible amor ha enamorado.
Todo ya en la comarca desolada
de los torpes sentidos,
cruzando por acequias estancadas,
por extraños países moribundos
de cabellos y piel, huesos y sangre,
hacia el nombre y el rostro ya sabidos.
Ya no se vive, no, como los otros,
con esta muerte de fulgor probada,
ni es nuestro ya el cadáver que devora
la muerte igual, la muerte que es de todos.
Y no sé si Dios manda
esta dulce visita tenebrosa,
este veneno altísimo y terrible
o si se escucha el canto de un demonio
detrás de esta nostalgia,
de este volver de nuestra muerte propia
Pero sé que es morir. De eso se muere
de jubiloso atisbo fulminante,
de tremenda memoria recobrada.
Y aquel que haya caído
alguna vez desde su propio cuerpo,
como si despertando bruscamente
se despeñara de una torre sorda,
andará hasta la muerte como muerto.