Mauricio Molina

Los nombres de dios y otros textos

 

 

Los pájaros

Para el geómetra son solo puntos muertos, pero de cerca deben tener ojos y un corazón. En las pinturas se quedan descansando suspendidos en el aire como manchas negras, pero deben arrastrar algún sueño, alguna playa o una lluvia con sol.

Ellos no comprenden del paso de los astros. Aunque se acuesten en nuestros muebles y nuestras terrazas no saben de palabras, no entienden nuestras fechas ni se detienen a pensar en nuestros gestos.

Unos picos, unas alas que pasan de prisa entre las antenas y las ropas que se secan al sol.

Nosotros abajo, no encontramos fuerza para seguir volando.

 

 

Cahuita

Ahí habían llegado los huesos de algunos tiburones a morir.

Allí se secaron algas y leños perdidos, y los ojos de algún pescador. Pero aquella noche solo estaba ella asustada, tirada en medio de una arena que debía ser rubia y que caía como lluvia de asteroides sobre Eugenia.

Entonces, solo la luz que bañaba sus muslos; solo un horizonte que devoraba el cielo oscuro.

Cangrejos mirones seguramente hicieron temblar ese mundo de olas, de animales y de presas; pero yo, simplemente, escuché el rugido de la luna, esa navaja que va cercenando sueños y los deja tirados como pedazos de carne muerta sobre el mundo.

Eugenia abrió la puerta y el cristal, donde hace mil años eran sostenidas las estrellas fijas, cayó sobre su sexo para que yo viera más grandes sus labios, sus pezones, su miel. Y aquellos pequeños seres fueron creciendo como se supone que son las dimensiones de un mar, de una playa, de un milenio.

 

 

Una plegaria por Thomas Bayes

¿Quién selló nuestras mentes aquella noche? Cuál fue la espiga, cuáles nuestros nombres cuando tratamos de encender una hoguera en Montezuma y el viento iba apagando uno tras otro nuestros fósforos.

El mar Caribe devolvía un eco de moluscos y los dados caían como criaturas invisibles sobre una mesa lisa y sin mareas: “si en una urna una bola blanca”, y era la voz del reverendo Thomas Bayes desde la capilla de Mount Zion la que hablaba.

Érase el frío cuando las estrellas se repartían el cielo en cuadrantes irregulares, desperdiciando su luz incierta. “Ningún golpe de datos acabará con el azar“, sentenció el mar y las criaturas se inflamaron como combustible sobre la costa.

Sin embargo, nuestra hoguera guardaba silencio.

Con el último fósforo, al fin, el fuego se levantó como un molusco sobre la arena y nosotros lanzamos una y otra vez los dados pensado en dios como si fuera estúpido.

Él prendiendo las luces de la vida, los huevos del tiempo, la materia prima que pasa como ave aleteando en la madrugada.

Desde aquella noche, para nosotros, transcurren los días como los del reverendo Bayes, “sin una bola blanca más probable que una bola negra”.

Sobre la playa seguimos soñando con nuestros cuerpos luminosos, con ciudades imposibles y pulmones inflados de flogisto. Seguimos esperando que el último fósforo encienda el fuego y que una hoguera inmensa ilumine nuestras vidas.

 

 

Los nombres de dios

A Lidia Polyzopoulou

I

En una playa donde no sale ni entra nadie,
Lydia se sienta sobre una roca
para leer el mundo.

Sus espaldas, sentadas a orillas del malecón,
piensan en la niebla de Angelopoulos y
miran la torre blanca que se dibuja
en dirección del horizonte.

En algún café de Salónica, Lydia será más
tarde un cuerpo que carece de lugar.

La recordaré preguntando
por la intencionalidad,
por el infinito en potencia,
por la parte del alma que, al amanecer,
se confunde con lirios frente a un espejo.

La vida es cruel. Las fisuras de la vida
y la muerte refractan la luz y la sombra.
Cuando den las 9 de la noche
de este día de verano, y el atardecer
apenas se acerque como una palabra insignificante,
Lydia se paseará
por los rincones de mi memoria,
donde sus recuerdos se habrán derramando
con total descuido.

Jamás lo pude evitar: el vino
se derrama siempre sobre mis vestiduras.

En un lugar, más allá de la Plaka
y cerca que Alfa Centauri, cantan los coros
del Dionisio Areopagita y ella se desliza
como una trampa.
Algo sostendrá su nombre,
algo hará imposible que se borre su rostro.

 

II

Me enseñaste el nombre de María Nefeli.
Entonces escribí estas palabras en la arena
para que vinieran el mar y los años
a borrarlas. Y la vida cambió.

Igual soy feliz respirando el aire que llega
de todos estos mundos posibles.
No escucho el mar ni veo el rastro del sol
sobre la tierra, pero me acostumbré al olor
del herrumbre y de las algas.

Comprendo que al final el viento
borrará mi memoria,
que no seré el mismo
sino un resto de barco, de tablas
y combustible inútil.

Y qué más da.
Yo sé que las ideas están hechas de sangre,
sé también que los tiburones corren hacia ellas
como lo harías tú en dirección al sol.

(De Cuadernos de Salónica)