Enrique Lihn. Monólogo del poeta con su muerte

Presentamos dos textos claves del imprescindible autor chileno.

 

 

 

Enrique Lihn

 

 

 

DE ANCIANO A ANCIANA A TRAVÉS DE SUS CELDAS CIRCULARES

 

Leeremos poemas que escribí hace tres años,

después de haberte sido presentado

por un desconocido, junto al invernadero,

bajo un cielo de agosto manchado por la lluvia

tácita como el ángel que tú eras.

 

Ya habrá pasado todo ese futuro

que sólo fue un instante de tiempo reunido

durante nuestro encuentro, habrá pasado

lo que nunca llegará a suceder,

eso que, sin embargo, como un eje a sus ruedas nos reúne,

fundiendo nuestros viajes paralelos.

 

Leeremos mis versos, leeremos tus cartas de hace siglos,

dirigidas a mí que las besaba en una pieza roja de soltero;

buscando en ellas algo, una frase invisible que pudo comenzar.

 

¿Por qué, me digo ahora, no fue doble tu mano,

por qué callaste sílabas que hubiesen revelado

el revés del amor y sus satélites, negros,

en la negrura que ahora nos corona?

 

Pero estábamos tristes: debías regresar

continuamente al punto de partida

y el nuestro era un encuentro de dos seres que huyen

por una misma calle a mediodía

fingiendo caminar con lentitud.

 

 

 

 

MONÓLOGO DEL POETA CON SU MUERTE

 

Y ahora te toca a ti: el poeta y su muerte;

no es una buena escena ni aun para el autor

de los monólogos: nada ocurre en ella

de especialmente emocionante. El rostro

mismo del miedo que uno pensaría

todo un teatro de máscaras,

no es más que este pie equino, un sapo informe,

un puñado de hongos.

 

Tu misma enfermedad, nunca se supo

quién de los dos el cuerpo, quién el alma

hasta su floración en una noche

en que al gusto habitual a tierra de hojas

de tu lengua, sentiste con horror

que se mezclaba al polen venenoso,

y tus pies te llevaron a la rastra

por el camino de tus hospitales.

 

Cuánta inocencia ahora

que la muerte prepara tu bautismo

en las aguas servidas de la sangre

una y mil veces transformadas en vino,

quiere que tú te mires en ellas sollozando,

como si todo tu pasado fuera

algo por verse allí

en ese triste espejo que volvía a trizarse

cada siete años, con tu cara adentro.

Todo lo tuyo fue —dicen las trizaduras—

altos y bajos de la mala suerte.

 

Quienes van a morir en esta pieza

de hospital, ya lo saben los unos de los otros;

lo repiten, lo aprenden, lo recitan, lo aúllan.

El silabario del dolor circula

de cama en cama, los recuerdos tiemblan

juntos, como en un ghetto de Varsovia.

(Médicos que parecen gaviotas, alcatraces,

vuelan sobre un cardumen de termómetros,

y las horribles golondrinas ruedan

con las alas zurcidas a la espalda

y los pies húmedos de escupitajos.)

Nadie, si lo quisiera, podría hacerse trampas

pensando que es un juego esta partida

ni sacar un horrible solitario

la memoria sajada de los unos

supura, abiertamente,

toda la porquería inolvidable,

la de los otros se extravía y canta

salmos del cloroformo tangos dodecafónicos

algodonosos y sanguinolentos.

 

Pero tú, sustraído al delirio común

por un miedo que ya no tiene nombre

ni otra figura que la tuya propia,

vas a morir con dignidad, se dice.

Quizás, como no aceptes de la muerte otra cosa

que, por entretener a las visitas,

unos tropiezos de bufón danzante

junto al trono del rey del humor negro

Y pues ahora que te asisten plenos

poderes como a Ubú o Chaplin, los imbéciles

sólo atinan a irse

como si se sentaran en las brasas,

tu soledad es cada vez más tuya,

precisas no mezclarte con la chusma, distraes

la mirada paseándola por el vago rebaño

de las camas, te miras el ombligo del mundo.

Todo el orgullo que se diga es poco.

 

De los recuerdos de tu infancia, no más

juega tu corazón, como en un viejo patio

casi vacío, con los más tranquilos.

Cedes —toda prudencia— al sueño que soñabas

cuando era el despertar de un niño a la dulzura

de la convalecencia, entre las manos

maternales

Piensas en los hermanos Grimm y en Andersen.

Sabes, crees saber que, pasajero

de un tren-cisne-dragón-globo aerostático,

vas salvando el escollo de la noche, y el aire

libre, la luz del otro extremo del túnel,

te murmura al oído: “ahora estás sano y salvo”.

¡Un día al fin! Tu madre, toda suave lectura,

vuelve para aventar del patio los recuerdos

turbulentos, que gritan: ¡El muerto, el muerto, el muerto!

con las orejas y las manos sucias.