Carmen Rojas Larrazábal

Punto de partida

 

 

 

 

 

Poema escrito en el último vagón

“Hay una cierta luz sesgada,
en las tardes de Invierno —
que oprime, igual que el peso
de la música en una Catedral —”
Emily Dickinson

 

El tren de Nueva York me lleva entre sus rieles con precisión de malabarista.

Lanza mis ojos a través de su ojo subterráneo

y busco indicios de eternidad en cada rincón del viaje.

Su pesada luz cilíndrica, también sesgada, querida Emily, desliza a ciegas

la mirada del Central Park,

haciéndolo girar en la espiral del Guggenheim dentro del último vagón.

Llego después de horas laborables,

como suelen hacer quienes venimos de la nada. Justo a tiempo para no estar.

Para no desenterrar palabras sobre asientos que trafican el silencio en bolsitas de papel de seda.

Bajo tierra, la soledad de pie está incluida

en el ticket de abordaje. Ella entra primero,

difícil ignorarla, siempre mira desde arriba, derramando su nada con tanta solidez

sobre el hueco prescindible de mi cabeza.

Aquí el tiempo de llegar decide quién se queda con la última palabra.

Es una ausencia necesaria

que parece apresurar el viaje.

No existo cuando el tren me lleva

al sitio que me espera.

El sitio que me espera construye los sonidos

que el abismo no conoce.

De pie y en continuo vaivén,

alguien choca con mi hombro

mientras estudia las noticias.

Derrumba la casa vacía que colgaba de los ojos.

Habrán puertas abiertas cuando surja de la tierra como un retoño sin memoria,

sin sombra ni raíz.

Un hombre doblega con empeño el pañuelo y el saludo,

dobla también bajo el brazo,

el periódico que no se atrevió a leer en voz alta. Estábamos tan cerca

que un susurro hubiera sido suficiente.

Lo hubiera ceñido al pecho para comprobar

que hay aire en los pulmones,

que no están hechos de la ceniza extraña

después del incendio acumulado de estos seres invisibles. Lo hubiera sembrado en el andén

para justificar la esperanza del árbol

que poco a poco muere en mí,

mientras la velocidad del tren desintegra el brillo de los ojos.

Pesaba el aire cuando bajé del tren hace un minuto (o fue hace un mes?)

Es difícil viajar en estos barcos anclados

de la noche,

nunca han navegado por el Hudson

o habitado su isla de nubes en medio de la tarde. Ahora el viaje pesa en el corazón

como suspendida avalancha.

Volví a ser la muchacha que dejó su temblor desorientado en la primera estación donde bajé

sin desenredar los pies,

tropecé conmigo en un peldaño de la noche. Aquí abajo las catedrales son de humo Emily,

y en el afán de liberar su hermetismo voluntario, bastaría con escribir a sus espaldas

las últimas campanadas.

Una niña se balancea sobre la falda

de su madre, no sabe que va al parque.

El tren la rodea con sus pájaros voraces,

con miradas que se comen el viaje a pedazos

sin dejar caer migajas,

aunque ella extienda la mano.

Pesado es el enjambre de voces que sobrevuela mi cabeza,

me habla con huesos mudos de relojes

y teléfonos ajenos a la oscuridad,

mide, cuenta y denuncia las ciudades

rebosantes de silencio.

¿Será que dar señales de vida no es asunto de viajeros en el tren de Nueva York?

Este tren pasa por todos los andenes del equinoccio mi querida Emily Dickinson

y yo no sé si es invierno afuera.

 

 

 

 

La calle que me busca

 

Bebo la noche como licor para deshabitar el humo de los muertos del verano,

pero la calle que me busca

siempre llega al frío de mis huesos.

Bajo el agua respiro

las palabras lanzadas

antes de repetir el gesto

de sentarme a la mesa del olvido.

Pero la calle que me busca

siempre llega al frío de mis huesos.

Las gaviotas del Pacífico,

desubicadas por los dioses ajenos al río,

clavan sus picos para llamar a la aldaba

de la nostalgia.

Desde abajo las veo entrar y salir

perforando mis ojos

para dejarme ver más allá

de esta tinta sin resurrección

que pinta los últimos garabatos

sobre mi nombre.

Debajo del agua es más fácil llegar a todas partes y reconozco esta apuesta

que echan los dados lejos de mi piel.

¿Será acaso el “aquí” de mi sombra,

un recuerdo que se ahoga diariamente?

 

 

 

 

Cercanía de lo humano

 

I

 

Hay heridas que nos despojan

de toda orientación.

Se abren rumbo como aves que atizan

un epitafio de cielos futuros.

Como un levante impalpable

en los ojos de cualquier mitología nórdica

que pretenda ubicar los sacrificios

enmohecidos del corazón.

Sucede que la noche

encaja el colmillo desde sus muertos

como oscuro enemigo que roe nuestro interior, diría Baudelaire.

Mientras la luz se degrada en ojos ajenos

y al mirar de pie sin alzar la frente,

prohíbe los gestos menos útiles

del desconsuelo.

Los testigos parecen sufrir

de una dosis intrascendente de memoria.

Sucede que aquí es el momento

de arrancarle la espada al filo

que inunda la desesperación,

dejarla desnuda en medio de su propia ingravidez,

en cuanto a la cercanía

de lo humano.

Esconder en lo sagrado

lo que hace caso omiso a la esperanza.

A menudo, quien derriba la alegría

piensa que se salva del abismo

porque nadie lo vio caer

o porque nadie lo recuerda.

No se ha enterado que caer sobre sí mismo

mide la velocidad relativa

de su desatinada exactitud.

Al final de mis ojos, vuela un pájaro

escapado de tu nombre

y pienso recordarlo todo

cuando amanezca

en el deshielo de los sueños.

 

 

II

 

¿Aunque siga con los pies clavados en la arena?

No dejo de entreabrir los sobresaltos

para admitir que un día tuve sueños

cobijando las espinas de la madrugada,

porque dolía menos así, volver a despertar.

Suyo es el panorama que posado en mi hombro, cumple su tarea de encontrar

la salida de esta ciudad de cenizas que me habita.

No dejo de escuchar el silencio endiosado

del dolor,

la ubicación no enumerada del recuerdo

ahogándose en su propia sangre.

La confesión llega tarde

y se consolida con los mismos espejismos

no verificables.

 

 

 

 

Para morir sobre la hierba

 

apostar sobre el altar precario de la certeza

a que te quedas padre mio,

en el último golpe de la noche

sin vellocino de oro que te traiga de nuevo

A nuestra mesa

disonantes los corceles que escaparon a otra herida

galopan sobre mi cabeza

rompiendo todos los recuerdos

(me llamarás cuando salgas de ultratumba?)

-es posible que no tenga el mismo nombre

en mi pecho se abre el mar. se salvan los mejores días

no me persigue tu adiós cuando resucitan

las primeras flores de la primavera

caigo desde los recónditos ladrillos del cielo

para morir sobre la hierba

mi silencio en las raíces. es la última respuesta

(me llamarás cuando salgas de ultratumba?)

-las voces serán hierro para el hacha.

es posible recordarte al otro lado del invierno padre

demasiadas piedras sumergidas en mis ojos

los rostros que me acompañan habitan

el negativo de su sombra

solo puedo trazar líneas arbitrarias

para atravesar el desaliento

(me llamarás cuando salgas de ultratumba?)

-hades no dibujó el mapa del regreso

pasos que no son míos

me despiden en la puerta

se lo llevan todo menos el suicidio anónimo

de esta hora inexpugnable todavía.

 

 

 

 

Frente a aquella cruz de polvo

 

Aquel país salió de mis manos

para moldear la idea de los pasos

y reconocer el camino

hacia donde emancipar mi sombra.

Para ser real llegué sin nombre

a un lugar donde el último número

era la llave y la pregunta,

la oscuridad que habitaba

en los brazos extraños de otra luz compartida.

No vine a levantar catedrales

en las paredes del mundo,

ni a reclamar algún sitio en el centro de la alegría.

Mientras Hegel cuelga sus faroles

sobre lo innombrable,

llevo en mí las cuatro calles

y el río aún después de la muerte.

Los llevo dentro del árbol

recién nacido de la nostalgia.

Los llevo dentro de los puentes

que cuelgan sobre el último fuego

de la esperanza.

(Quizá mi nombre aún espere

frente a aquella cruz de polvo?)

Mientras muere una promesa

sobre los tejados de la sombra

y estas preguntas son tan solo

nuevas grietas.

 

 

 

 

La noche me conoce bien

 

Poco sé de la noche
pero la noche parece saber de mí
Alejandra Pizarnik

 

Parece conocer la ciudad que interpela

los abismos de mis manos

y se declara refugio instintivo de mis huesos.

Parece abrir su boca y muerde mi nombre con la embestida de quien no alumbra a tiempo

por no dejar al descubierto las heridas.

Todo emigra de sus ojos al amanecer,

aunque el dolor no me pierda de vista

y sea demasiado tarde para encontrarle el pulso a la esperanza.

La noche parece conocerme bien,

su página en blanco clasifica el desamparo

de guerras ganadas en mi casa vacía.

Parece saber que aunque lo niegue,

soy polvo de su polvo,

asida frágilmente a la orilla

más tolerable

de la luz.

 

 

 

 

Punto de partida

 

A la orilla del precipicio

no es necesario saltar

Cuando se ha ido ya el deseo

de correr al árbol más cercano

y abrazarlo para no volver a caer

en el misterio del día.

Dejar caer lo que no es nuestro

Es el doble suicidio que la noche desentierra

para lanzarlo a su hoguera de recuerdos.

Siempre dijiste Artaud que la nada y el todo están unidos.

A la orilla del precipicio ya no es nuestro

el vacío de la arena

devuelta por un golpe de sal

para asumir las heridas y las ausencias.

El cuerpo que se ha ofrendado a sí mismo

para no resucitar entre las piedras del dolor,

será esa línea recta, infinita que has trazado,

lanzada hacia los dos cosmos.

Para no tropezar con sus fulgores

amargos y ciegos,

para no enterrar los sueños

en la vecindad de la respiración

que sigue andando con las luces apagadas.

A la orilla del precipicio

se ven luces que están

servidas en un envase de plata,

tan ausente de todo lo palpable,

cayendo nuevamente de espalda,

Trato de cambiar los muebles de sitio

hacia el árbol, hacia la arena,

hacia el todo que es la nada.

Carmen Rojas Larrazábal Nacida en San Juan de los Morros, creció en un pequeño pueblo llamado San Sebastián de los Reyes, Venezuela. Ha sido su Oradora de orden ... LEER MÁS DEL AUTOR