Enriqueta Ochoa

Retorno de Electra

 

 

 

 

EL HOMBRE

para Wenceslao Rodríguez

¿Qué ha visto el hombre?

Nada.

Ciego y desnudo llegó,

desnudo y ciego se irá

del polvo al polvo.

Un gesto de ternura podría salvar al mundo,

pero el hombre jamás bajó los ojos

a ese pozo de luz.

—Llorarás, le dijeron,

mas no es fácil llorar.

Llorar es desprenderse,

irse en ríos de uno,

y el hombre sólo sabe

devorar y perderse.

No conoce más muros

que los que cercan su ciudad en sombras

y hasta allí ha bajado a envejecer,

a morir en sí mismo,

a sepultarse testarudo,

mientras la soledad circula por su cuerpo

como el viento por una casa en ruinas.

Yo insisto,

un gesto de ternura podría…, de pronto,

me irrito, tiemblo, río, me quebranto.

Yo soy el hombre.

 

 

 

 

AVISPERO

para Fernando Medina

Cualquier cosa es mejor

a este avispero en llamas que me aguija,

porque aquí, donde estoy, me duele todo:

la tierra, el aire, el tiempo,

y este volcanizado sueño a ciegas, sucumbiendo.

Anoche sollozaba por un vaso de luz,

hora tras hora ardí de sed

y amanecí vacía.

Otra noche fue el sobresalto dulce, el de la sangre;

enardecida fue de la jaula al látigo,

del látigo al silbido

agresivo y caliente de las venas,

amanecí amargada.

Otra vez,

me adentré un amor como montaña;

gacela estremecida vagué temblando húmeda de

lágrimas

Mansamente en silencio,

ahíta de ternura,

bebí luz de cristal entre los sueños,

se me quebró en la entraña, me cortaba,

y me quedé en tinieblas…

Cuántas cosas he dicho,

palabras que se arrancan por no llorar de rabia.

Ya no puedo dormir sobre la misma almohada

aunque los ojos sueñen;

me repudio al decirlo,

pero cualquier cosa es mejor

a este avispero en llamas en que vivo.

 

 

 

 

ENTRE LA SOLEDAD RUIDOSA DE LAS GENTES

para Wenceslao Rodríguez

Busco un hombre y no sé si sea para amarlo

o para castrarlo con mi angustia.

Tengo hambre de ser

y me siento frente a la ventana

a masticar estrellas

para que este dolor de estómago sea cierto.

La verdad es que duele en los nervios

todo el cuerpo, esta noche, hasta los tuétanos.

En la casa contigua

grita una mujer las glorias de la Biblia

y no conoce a Dios.

Su voz huele a vinagre, a aceite de ricino,

y Dios no huele a eso.

Entre mil olores reconocería el suyo.

Algo que no digiero me ha hecho daño esta tarde.

He visto a otros más humildes que yo.

No quiero reconocerme en ellos.

De tanto huir se me han caído las palabras

hasta el fondo del miedo:

no salen, rebotan dentro como canicas, suenan sordas.

Sin querer, me doy cuenta que me he quedado en la ruina.

Me falta lo mejor antes de irme: el Amor.

Y es tarde para alcanzarlo,

y me resulta falso decir:

—Señor, apóyame en tu corazón

que tengo ganas de morir madura.

Nadie madura sin el fruto.

El fruto es lo vivido y no lo tengo:

lo busco ya tarde,

entre la soledad ruidosa de las gentes

o en el amor que intento, y doy, y espero,

y que no llega.

 

 

 

 

RETORNO DE ELECTRA

para Fernando Medina

De ti lo habría amado todo:

tu cabeza como luz de topacio en el hastío,

el llanto, la caricia, la palabra brutal,

la soga que amansara mis ímpetus cerriles

y, sobre todo, el hijo.

Ese mar

que juntara la turbulencia de nuestras dos

avideces.

Ese mar donde irían haciéndose profundos

de ternura los ojos.

Pero ni tú ni yo vivimos el momento propicio para

amarnos.

De paso en paso, un abismo,

en cada oreja, una espina,

en cada latido, un monte de zozobra

quebrantando el resuello.

Y de qué sirve odiar, forzar,

hacerse añicos dentro

si todo es ir buscándonos,

arropándonos para evadir el cierzo

de la muerte que llega.

Lucha por subsistir,

por mirar nuestro polvo crecerse en otro polvo

para encontrar de nuevo la oquedad amorosa

que libre a los sentidos

de la asfixia más pura de la muerte:

la soledad.

Pero hay quienes nacimos para morir en nuestro

propio cuerpo.

No hay puertas. No hay ventanas.

Las ventanas incitan sin saciarnos.

Las puertas nos liberan.

Mas no hay puertas ni ventanas.

Hay la fiebre en los ojos

que va tras de la luz estremeciéndose.

Hay la sangre a galope.

El desvaído paso recorriendo las calles aturdidas

de sinfonolas, magnavoces, estridencias de claxon.

Y el viento barriendo hojuelas doradas de elote

en el mes de junio.

Y la fresca respiración de un cine

donde ruedan botellas de cocacola

y envolturas de Milky Way,

y la arena caliente del aire sofocado.

Y el amor, ¿dónde?

Y los amantes, ¿dónde?

Y tú, amor, viento, canto… ¿dónde?

Enriqueta Ochoa Nació en Torreón, Coahuila, el 2 de mayo de 1928; murió en la Ciudad de México, el 1 de diciembre de 2008. Poeta. Estudió en la Normal ... LEER MÁS DEL AUTOR