Las ciudades perdidas
En Pascua resucitan las cigarras
En Pascua resucitan las cigarras
—enterradas 1 7 años en estado de larva—
millones y millones de cigarras
que cantan y cantan todo el día
y en la noche todavía están cantando.
Sólo los machos cantan:
las hembras son mudas.
Pero no cantan para las hembras:
porque también son sordas.
Todo el bosque resuena con el canto
y sólo ellas en todo el bosque no los oyen.
¿Para quién cantan los machos?
¿Y por qué cantan tanto? ¿Y qué cantan?
Cantan como trapenses en el coro
delante de sus Salterios y sus Antifonarios
cantando el Invitatorio de la Resurrección.
Al fin de mes el canto se hace triste,
y uno a uno van callando los cantores,
y después sólo se oyen unos cuantos,
y después ni uno. Cantaron la resurrección.
Ha llegado al cementerio trapense la primavera
Ha llegado al cementerio trapense la primavera,
al cementerio verde de hierba recién rozada
con sus cruces de hierro en hilera como una siembra,
donde el cardenal llama a su amada y la amada
responde a llamada de su rojo enamorado.
Donde el reyezuelo recoge ramitas para su nido
y se oye el rumor del tractor amarillo
al otro lado de la carretera, rozando el potrero.
Ahora vosotros sois fósforo, nitrógeno y potasa.
Y con la lluvia de anoche, que desentierra raíces
y abre los retoños, alimentáis las plantas
como comíais las plantas que antes fueron hombres
y antes plantas y antes fósforo, nitrógeno y potasa.
Pero cuando el cosmos vuelva al hidrógeno original
—Porque hidrógeno somos y en hidrógeno nos hemos de convertir—
no resucitaréis solos, como fuisteis enterrados,
sino que en vuestro cuerpo resucitará toda la tierra:
la lluvia de anoche, y el nido del reyezuelo,
la vaca Holstein, blanca y negra, en la colina,
el amor del cardenal, y el tractor de mayo.
Como las bandadas de patos que pasan gritando
Como las bandadas de patos que pasan gritando,
que en las noches de otoño pasan gritando,
hacia lagunas del Sur que no han visto nunca,
y no saben quién los lleva, ni hacia dónde van:
así éramos llevados hacia Ti sin saber adónde.
y como las bandadas de patos que vienen del Sur,
en primavera, de América del Sur,
y pasan por Kentucky gritando de noche!
Los automóviles van y vienen por la carretera
Los automóviles van y vienen por la carretera,
frente al noviciado, como las olas del mar.
Se oye el rumor lejano que va creciendo
y creciendo más y más, el acelerar del motor,
el susurrar de las llantas sobre el asfalto mojado,
y después decrece y decrece, y no se oye más.
Y otro motor a lo lejos vuelve a comenzar.
Como las olas del mar. Y yo corría como las olas
por carreteras asfaltadas que a ningún sitio van.
Y a veces me parece que todavía corro por ellas,
y que es un sueño que ya he llegado a algún lugar,
y no estoy viendo en paz pasar los automóviles
sino que he mirado este lugar distraídamente
desde el efímero automóvil que acaba de pasar.
2 am.
Es la hora del Oficio Nocturno, y la iglesia
en penumbra parece que está llena de demonios.
Esta es la hora de las tinieblas y de las fiestas.
La hora de mis parrandas. Y regresa mi pasado.
«Y mi pecado está siempre delante de mí.»
Y mientras recitamos los salmos, mis recuerdos
interfieren el rezo como radios y como roconolas.
Vuelven viejas escenas de cine, pesadillas, horas
solas en hoteles, bailes, viajes, besos, bares.
Y surgen rostros olvidados. Cosas siniestras.
Somoza asesinado sale de su mausoleo. (Con
Sehón, rey de los amorreos, y Og, rey de Basán.)
Las luces del «Copacabana» rielando en el agua negra
del malecón, que mana de las cloacas de Managua.
Conversaciones absurdas de noches de borrachera
que se repiten y se repiten como un disco rayado.
y los gritos de las ruletas, y las roconolas.
«Y mi pecado está siempre delante de mí.»
Es la hora en que brillan las luces de los burdeles
y las cantinas. La casa de Caifás está llena de gente.
Las luces del palacio de Somoza están prendidas.
Es la hora en que se reúnen los Consejos de Guerra
y los técnicos en torturas bajan a las prisiones.
La hora de los policías secretos y de los espías,
cuando los ladrones y los adúlteros rondan las casas
y se ocultan los cadáveres. Un bulto cae al agua.
Es la hora en que los moribundos entran en agonía.
La hora del sudor en el huerto, y de las tentaciones.
Afuera los primeros pájaros cantan tristes,
llamando al sol. Es la hora de las tinieblas.
Y la iglesia está helada, como llena de demonios,
mientras seguimos en la noche recitando los salmos.
Las ciudades perdidas
De noche las lechuzas vuelan entre las estelas,
el gato-de-monte maúlla en las terrazas,
el jaguar ruge en las torres
y el coyote solitario ladra en la Gran Plaza
a la luna reflejada en las lagunas
que fueron piscinas en lejanos katunes.
Ahora son reales los animales
que estaban estilizados en los frescos
y los príncipes venden tinajas en los mercados.
¿Pero cómo escribir otra vez el jeroglífico,
pintar al jaguar otra vez, derrocar los tiranos?
¿Reconstruir otra vez nuestras acrópolis tropicales,
nuestras capitales rurales rodeadas de milpas?
La maleza está llena de monumentos.
Hay altares en las milpas.
Entre las raíces de los chilamates arcos con relieves.
En la selva donde parece que nunca ha entrado el hombre,
donde sólo penetran el tapir y el pizote-solo
y el quetzal todavía vestido como un maya:
allí hay una metrópolis.
Cuando los sacerdotes subían al Templo del Jaguar
con mantos de jaguar y abanicos de colas de quetzal
y caites de cuero de venado y máscaras rituales,
subían también los gritos del Juego de Pelota,
el son de los tambores, el incienso de copal que se quemaba
en las cámaras sagradas de madera de zapote,
el humo de las antorchas de ocote… y debajo de Tikal
hay otra metrópolis mil años más antigua.
—Donde ahora gritan los monos en los palos de zapote.
No hay nombres de militares en las estelas.
En sus templos y palacios y pirámides
y en sus calendarios y sus crónicas y sus códices
no hay un nombre de cacique ni caudillo ni emperador
ni sacerdote ni líder ni gobernante ni general ni jefe
y no consignaban en sus piedras sucesos políticos,
ni administraciones, ni dinastías,
ni familias gobernantes, ni partidos políticos.
¡No existe en siglos el glifo del nombre de un hombre,
y los arqueólogos aún no saben cómo se gobernaban!
La palabra “señor” era extraña en su lengua.
Y la palabra “muralla”. No amurallaban sus ciudades.
Sus ciudades eran de templos, y vivían en los campos,
entre milpas y palmeras y papayas.
El arco de sus templos fue una copia de sus chozas.
Las carreteras eran sólo para las procesiones.
La religión era el único lazo de unión entre ellos,
pero era una religión aceptada libremente
y que no era una opresión ni una carga para ellos.
Sus sacerdotes no tenían ningún poder temporal
y las pirámides se hicieron sin trabajos forzados.
El apogeo de su civilización no se convirtió en imperio.
Y no tuvieron colonias. No conocían la flecha.
Conocieron a Jesús como el dios del maíz
y le ofrecían sacrificios sencillos
de maíz, y pájaros, y plumas.
Nunca tuvieron guerras, ni conocieron la rueda,
pero calcularon la revolución sinódica de Venus:
anotaban todas las tardes la salida de Venus
en el horizonte, sobre una ceiba lejana,
cuando las parejas de lapas volaban a sus nidos.
No tuvieron metalurgia. Sus herramientas eran de piedra,
y tecnológicamente permanecieron en la edad de piedra.
Pero computaron fechas exactas que existieron
hace 400 millones de años.
No tuvieron ciencias aplicadas. No eran prácticos.
Su progreso fue en la religión, las artes, las matemáticas,
la astronomía. No podían pesar.
Adoraban el tiempo, ese misterioso fluir
y fluir del tiempo.
El tiempo era sagrado. Los días eran dioses.
Pasado y futuro están confundidos en sus cantos.
Contaban el pasado y el futuro con los mismos katunes,
porque creían que el tiempo se repite
como veían repetirse las rotaciones de los astros.
Pero el tiempo que adoraban se paró de repente.
Hay estelas que quedaron sin labrar.
Los bloques quedaron a medio cortar en las canteras.
—Y allí están todavía—.
Ahora sólo los chicleros solitarios cruzan por el Petén.
Los vampiros anidan en los frisos de estuco.
Los chanchos-de-monte gruñen al anochecer.
El jaguar ruge en las torres —las torres entre raíces—
un coyote lejos, en una plaza, le ladra a la luna,
y el avión de la Pan American vuela sobre la pirámide.
¿Pero volverán algún día los pasados katunes?