Roberto Juarroz

La poesía: El mayor realismo posible

 

 

 

 

La poesía: El mayor realismo posible

La poesía abre la escala de lo real y nos impide seguir viviendo escuálidamente en el segmento convencional y espasmódico de los automatismos cotidianos. Es una ruptura para siempre, que nos sitúa en el infinito real, el infinito que empieza en cada cosa y deja de ser así un anacrónico decorado o una invocación medieval. Esto pone en su lugar al hombre y desplaza lo secundario, desde la política o el deporte hasta los carriles mercantilistas de la reputación o el éxito.

La poesía abre la escala de lo real y cambia la vida, el lenguaje, la visión o experiencia del mundo, la capacidad de realidad de cada uno, la posibilidad de creación. La poesía crea realidad, crea presencia. Es una explosión de ser a través de un uso diferente de las palabras. Nada está terminado: la realidad se crea. La poesía consiste en eso: crear más realidad, agregar realidad a la realidad, combinando de nuevo el mundo y el lenguaje, llevando al hombre a su punto extremo, gestando la presencia que es el poema, para quebrar así nuestra soledad y trascender el juego tenebroso de las preguntas y respuestas. La poesía es por todo esto el mayor realismo posible, aunque los incautos, los ignorantes y los necios, la consideren una abstracción, una evasión o una veleidad subsidiaria de la prepotencia política o ideológica.

Y la poesía es además el mayor realismo posible porque trata de unir al hombre dividido y fracturado, fundiendo sus cabos sueltos en un solo cabo, que ya no importa si está suelto o no. Entonces, el pensar y el sentir son una sola cosa, como la inteligencia y el amor, la contemplación y la acción.

El hombre ha sido traicionado y partido. Su capacidad de imaginar, su poder de visión, su fuerza de contemplación, quedaron en el margen de lo ornamental y lo inútil. La poesía y la filosofía se separaron en algún pasaje catastrófico de la historia no narrable del pensamiento. El destino del poeta moderno es volver a unir el pensar, el sentir, el imaginar, el crear.

Por eso la poesía debe ser vivida hoy como necesidad, celebración, trasgresión, contracorriente y abismo. No hay lugar en ella para la comodidad, la mediocridad, la estupidez, el compromiso ajeno a ella misma, el sometimiento a cualquier poder, la conformidad con no importa qué preceptiva, la transigencia con cualquier límite o doctrina o apadrinada subordinación. La poesía es la última grieta para forzar el muro de lo absurdo, la vigilia más alta, la disponibilidad para lo abierto.

Es impostergable resacralizar el mundo y devolver a la vida su trascendencia originaria. Pero esa resacralización sólo puede hacerse laicamente, sin dogmas, teologías o iglesias. La poesía es la verdadera resacralización laica del mundo.

Y eso aunque el poeta sienta que su reino tampoco es de este mundo. Pero sabe además que no es tampoco del que llaman el otro mundo. No le queda entonces otro camino que crear un nuevo mundo, el tercero. Más real que los otros, el mundo de la poesía es la última alternativa de salvación que nos queda, el último recurso de nuestra misteriosa necesidad de ser.

 

Abril de 1986.

 

 

 

 Dos poemas de Roberto Juarroz

 

 

 

Mutilados o abatidos

Mutilados o abatidos
o diezmados por los bárbaros,
los bosques van desapareciendo
como hojas del pensamiento.
Y algo nos expulsa ya de los pocos que quedan
como a indeseables criaturas
que se volvieron incapaces
de armar en ellos su tienda.

Hemos perdido la morada más propicia
entre todas las casas del pensar,
la morada que entre otras cosas nos guardaba
dos fundamentos ciertos:
el no pensar que piensa
y el pensar que no piensa.

Hemos perdido las mareas del silencio,
el tamiz de silencio de las hojas,
la forma material del silencio,
el tinte del pensar del silencio
y hasta el pensar del silencio.

Sólo nos queda alzar el propio bosque,
poniendo en lugar de los troncos,
las ramas y las hojas,
este follaje entreverado
de palabras y silencio,
este bosque que también guarda músicas secretas,
este bosque que somos
y donde también a veces canta un pájaro.

Sólo nos queda alzar el propio bosque
para cumplir el rito imprescindible
que completa la vida:
retirase al bosque
y recuperar la soledad.

Y retomar así el largo viaje.

 

 

  

No tenemos un lenguaje para los finales

No tenemos un lenguaje para los finales,
para la caída del amor,
para los concentrados laberintos de la agonía,
para el amordazado escándalo
de los hundimientos irrevocables.

¿Cómo decirle a quien nos abandona
o a quien abandonamos
que agregar otra ausencia a la ausencia
es ahogar todos los nombres
y levantar un muro
alrededor de cada imagen?

¿Cómo hacer señas a quien muere,
cuando todos los gestos se han secado,
las distancias se confunden en un caos imprevisto,
las proximidades se derrumban como pájaros enfermos
y el tallo del dolor
se quiebra como la lanzadera
de un telar descompuesto?

¿O cómo hablarse cada uno a sí mismo
cuando nada, cuando nadie ya habla,
cuando las estrellas y los rostros son secreciones neutras
de un mundo que ha perdido
su memoria de ser mundo?

Quizá un lenguaje para los finales
exija la total abolición de los otros lenguajes,
la imperturbable síntesis
de las tierras arrasadas.

O tal vez crear un habla de intersticios,
que reúna los mínimos espacios
entreverados entre el silencio y la palabra
y las ignotas partículas sin codicia
que sólo allí promulgan
la equivalencia última
del abandono y el encuentro

(para Jean Paul Neveu)

Roberto Juarroz (Argentina, 1925 – 1995). Poeta, ensayista, bibliotecario y crítico literario. Miembro de número de la Academia Argentina de Letras. Rec ... LEER MÁS DEL AUTOR