Seis estancias de la novela Serafín
EL CAFÉ AZUL
Al cruzar la calle, Serafín se encontró de súbito frente a El Café Azul. Parecía casualidad, empero, encuentros como este eran posibles para Serafín por su tenaz insistencia, por la disciplina para llegar y entrar en la realidad y en la otredad azarosa donde escudriñar las necesidades que lo han hecho ser quien es.
Era un martes del mes de septiembre, la tarde empezaba a fundirse en noche. Se decidió y entró a El Café Azul y buscó donde sentarse, ya acomodado en su silla pidió un café oscuro mezclado con ron. En una de las mesas distinguió a León de Greiff fumando un cigarrillo en su pitillera y que, arriscado en sus asuntos, apenas sí se percataba de la presencia de los demás usuarios del Café. En otra mesa Mallarmé conversaba con Paul Valéry y al fondo alcanzó a distinguir a Lezama Lima fumando su tabaco.
Por esos días Serafín había tenido su primer encuentro con Axofalas y aun resonaban en él las palabras de este viajero diciéndole: Reconocerse y saberse ubicuo, así habitar y vivir la ubicuidad se hace tan simple y tan complejo como para otros lo es habitar y vivir las rutinas de un tiempo regido cronológicamente. En la ubicuidad es necesario saber que el fluir cognoscitivo de la mente no es cronológico, menos cuando se posee el toque de abrir las manchas donde se mantiene lo aprehendido por ella desde sus inicios en el tiempo. Nuestro deber es adentrarnos y desvelar esas manchas tal como cuando queremos escudriñar y descifrar las estrellas y las galaxias en el universo. Las religiones, las filosofías y las ideologías políticas se fundan en creencias sobre el tiempo y la ubicuidad divina o terrena sobre él.
A Serafín El Café Azul le producía una extrañeza que era de todo su gusto. Pidió un ron en copa y bebió un trago, dejando un largo rato la copa entre su mano derecha antes de regresarla a la mesa. Entonces pareció olvidarse, quedándose como quien se adentra en un nido de galaxias enraizadas por la memoria de un retorno. Su mente se adentraba buscando el origen de un alfabeto cuyas letras se friccionaban produciendo las raíces del habla, el sentido del silencio y las piedras.
Al regresar de sus pensamientos, Serafín percibió que Mallarmé se había ido y que Paul Valéry conversaba animadamente con León de Greiff. Y al fondo en su mesa, Lezama Lima permanecía al borde de un brandi fumando su tabaco. Serafín pidió otro ron, lo tomó de un trago, pagó la cuenta y salió del Café. Al doblar la esquina tuvo la sensación de no saber regresar a El Café Azul, empero, se dice, el tiempo tiene muchos alfabetos y a través de uno de ellos podré volver, un buen lugar y una grata conversación siempre serán posibles.
Camina Serafín, camina observando el movimiento de los usuarios de la noche en el centro de la ciudad, centro tan entrañable para él en sus espacios y rutinas, inclusive en lo sórdido de sus acechanzas y mansalva. Después de rodear la Plazoleta del Teatro Pablo Tobón Uribe y detenerse a mirar la escultura de La Bachué en la que siempre hace un alto, siguió por la Avenida La Playa. Al llegar a la carrera Córdoba giró a la izquierda buscando la puerta del bar El Jurídico, llegó hasta ella pero decidió no entrar. Siguió caminando.
Sobre la Avenida La Playa, cerca del cafetín de La Arteria se encontró con el pintor Raúl Restrepo sentado en una de las bancas de la Avenida. Se saludaron. Para Serafín la amistad con Raúl Restrepo significaba una entrada al mundo de la luz, pues sus obras, tanto en los paisajes campestres como en los urbanos y en los objetos y seres involucrados en ellos, eran para él un espectáculo de formas siendo penetradas por la luz, por el hervor de la luz en los colores aplicados hasta irradiar su vigor. Para Serafín otro aspecto fascinante de su obra era el acontecer coloquial de las nubes colmando muchos de sus cuadros. Al mirar las pinturas de Raúl Restrepo, Serafín experimentaba en sus ojos las labraduras de las formas de esos colores en el instante mismo que los penetraba la sabia luz del artista.
Fueron a La Arteria donde encontraron a Luis González quien los invitó a su mesa. Pidieron media botella de aguardiente, copas y agua al clima para los tres. Luis sonreía, disfrutaba del encuentro, de la compañía. Raúl Restrepo seguía hablándole a Serafín del Tarot egipcio. Raúl y sus monólogos dados a las hazañas de su mente siempre atenta, pensaba Serafín mientras se tomaba un trago de aguardiente y observaba a Luis Alfonso Vásquez, quien en otra mesa fascinaba a sus dos contertulios con una de sus mágicas historias.
DEL TIEMPO ECO
El martes de esa mañana de septiembre, después de poner en su reproductor de música El cuarteto para el fin de los tiempos de Olivier Messiaen, Serafín se preparó un café y se puso a revisar los archivos de sus escritos, tarea que venía aplazando hacía meses. Así, mientras Serafín esculcaba en sus archivos, la mañana casi había llegado al medio día y en el reproductor seguía sonando una y otra vez la música de El Cuarteto para el fin de los tiempos. Algo fatigado de revisar tantas libretas y papeles donde su escritura ha dejado las huellas de sus años dedicados a la literatura, Serafín decidió tomarse un momento para disfrutar de otro café. Entonces fue a la cocina y sirvió en su pocillo más café y volvió a sentarse en la silla de su escritorio copado por tantas libretas y papeles que lo han hecho volver sobre presencias como aquella cuando en un momento de su niñez se encontró preguntándose por la realidad real, pues en ocasiones esta se le hacía extraña y lo confundía al no poder definir si era el resultado de lo que él imaginaba, de lo que él soñaba, de sus pensamientos o el resultado de los distintos asuntos que le tocaban en sus rutinas cotidianas. Para él esto se había vuelto un problema que lo confundía y lo mantenía en ascuas.
Así hasta el día cuando decidió que para él todo era posible, real. Fue así como se inició en el aprehender la realidad sucediendo en un tiempo moviéndose como arrugas de agua que se prenden y desprenden por la superficie del cauce que la lleva. Que la realidad es un agua deslizándose sin ser siempre la misma. Fue entonces cuando Serafín admitió vivir en un cruce de tiempos, cuando decidió dejar que su existencia sucediera por los filos y vacíos que imantan y manan con el vigor que la vida involucra y expulsa. Sí, todo era posible, inclusive recorrer el tiempo cuando se abre una y otra vez como un abanico, mostrando en cada uno de esos abrirse distintos instantes de su suceder. Desde entonces Serafín asumió permanecer alerta para aprehender el sabor del saber, para lo cual en diferentes ocasiones ha debido desaprehender los cánones de la enseñanza convencional y las ideas consagradas por la costumbre.
Al tomar esa decisión, Serafín intuía que el tiempo no es modelable, que el esculpir del tiempo le pertenece solo al tiempo, así como también es solo del tiempo su fluir vital e inagotable, su finito desprenderse y su impredecible continuo, su incógnita vastedad. Que en el tiempo la realidad se hace azarosa en sus estremecimientos. La realidad sucediendo por un instante como una cresta breve que surge en el vacío y se pierde gravitando en el tiempo. Así, vivido y aprehendido, el tiempo se hace presencia a través del verbo donde se cuenta su movimiento, el mismo que no ha dejado de arder en la memoria desde el caos y el principio del tiempo.
Estas intuiciones, su saber y sabor le han permitido a Serafín mantenerse alerta, buscando aprehender y expresar a través de la poesía ese fresco donde se realiza la piel de la realidad y de la otredad, raíz creciendo, renovándose en sus huellas y arbitrio. Ese fresco donde la realidad crece como una pregunta abriéndose en sus respuestas, las mismas que amplían la simiente de esa pregunta que no termina de expandirse.
A sus catorce años, Serafín tomó esa decisión y desde entonces para él escribir es usar las palabras en las márgenes de un espejo vuelto imagen y semejanza del universo, espejo donde participa un origen del mundo y su entraña. Así, Serafín descubrió cómo la palabra es la que hace al poema. Que el poema es cuando la palabra lo contiene y con su escritura, lo significa en el instante aprehendido o desaprehendido de la realidad en su mutación sin fin. Para Serafín la magnitud mutable de la realidad en el tiempo, es el origen de la metáfora que persigue expresar tal magnitud, así para él, el origen de la poesía se confunde con el origen del habla en la maraña del tiempo. Sabe que el compromiso del poeta es danzar en el filo de las palabras, en el vacío donde estas realizan la escritura de la realidad, de la otredad revelándose. Para él otra no es la necesidad de la poesía: Vivir desde la raíz de las palabras el poema que hace visible la realidad. El breve y súbito instante donde la realidad toca el tiempo antes de volver al olvido.
Suena el teléfono, Serafín detiene sus pensamientos y contesta: Aló. Al escuchar la voz al otro lado se queda en silencio, atento. Solo al final dice: Sí. El viernes a las cinco de la tarde en el Parque de Boston, en una de las bancas cercanas a la escultura de José María Córdoba. Sí, hasta entonces. Al colgar se encuentra sobrecogido por la voz escuchada del otro lado del teléfono, y como si las briznas de años lo tocaran se descubre recordando palabras dichas por él hace mucho, al calor del amor. Palabras que ahora se repiten en su memoria como volviendo sobre ese instante, sobre las presencias en ese instante cundido por el amor: El momento del amor tatuándose a la piel, a la frágil magia de la piel vuelta gozo y encuentro.
El tiempo, el vacío, la realidad, la otredad, el amor, se dice Serafín mientras bebe un sorbo de café y pone a sonar en su reproductor de música La pregunta sin respuesta de Charles Ives. Se acomoda en su silla. Empero, no puede evitar sentir la palpitación del recuerdo que le ha traído esa voz recién escuchada a través del teléfono, haciéndole sentir en su cuerpo la intensidad de esos ojos de miel y de mar que lo miraban esa tarde de verano en Punta Piedras, mientras el sol se precipitaba al fondo lejano y él presentía el tiempo vuelto una concha vacía fundiéndose en las rocas donde unos cangrejos se ocultaban mientras el mar arrojaba piedras pulidas sobre la playa. Ese era un día tan antiguo como hoy, se dice Serafín, sosteniendo la parte inferior de su rostro con su mano derecha.
ALTAZOR
El hombre que pasa frente al Astor se detiene, saca de una bolsa de papel un pedazo de pan, muerde un bocado y empieza a masticarlo mientras sigue caminando por Junín. Desde el interior Serafín lo mira. Termina el café. Paga la cuenta y sale. Ya sobre la carrera Junín vuelve a ver al hombre que se ha parado en la esquina entre Junín y la calle Maracaibo al pie del puesto de periódicos. Se detiene junto a él y hace como si mirara los titulares de uno de los periódicos, el hombre se inclina, toma una revista, la paga y desciende por Maracaibo hacia la carrera Palacé. Serafín lo mira alejarse. La tarde se está haciendo penumbrosa, sumiendo la ciudad en tonos de luz que despiertan en Serafín una sensación de nostalgia. Esos tonos que producen en la ciudad una atmósfera de extrañeza, han conmovido a Serafín desde su infancia, propiciando en él un hilo sobre un vacío que lo invita a seguirlo, a explorarlo. Parte de su carácter se ha forjado siguiendo ese hilo, aventurándose por las oquedades que la luz de esas horas de la tarde crea en ese vacío que lo invita y ampara.
Serafín mira Maracaibo arriba y como tantas otras veces decide caminar por esas calles y carreras del centro de la ciudad, ir buscando el misterio que en cualquier instante se produce en ellas. Apropiarse de la ciudad ha sido uno de sus gustos, ya como usuario de las tantas rutas urbanas que recorren la ciudad, ya como el peatón que explora su centro. Fue deletreando desde las ventanillas de los buses los avisos publicitarios puestos en las fachadas de los negocios, como aprendió los decires de unas palabras con otras. Las paredes como una cartilla de lectura donde se realizaba la inicial magia, el abracadabra de un alfabeto que no ha dejado de maravillarlo.
A El Café Azul llegó después de caminar varias horas dejándose atraer por lo azaroso de una mirada, de un traje, de una fachada, por las luces de una ventana, por el interior de un bar de billares, por esas voces que parecen salir de las grietas de los muros justo cuando termina la tarde, de caminar moviéndose como quien es próximo de las aristas del tiempo para recoger un detalle en lo fugaz de una sonrisa, en las labraduras de una frase escuchada mientras espera el cambio del semáforo peatonal, de caminar mirando los rostros que se suman entre la multitud hasta crear uno solo, el mismo que se desvanece al doblar una esquina, de ir y avanzar sobre el nocturno lienzo de la ciudad. Así hasta detenerse por un buen rato en la cantina de Don Lao donde se tomó un par de aguardientes con Amílcar Osorio, quien estaba allí esperando a Nevardo Rodríguez. Amílcar siempre tan delicioso en su conversación y en sus silencios.
Entró a El Café Azul y fue a la barra donde pidió un ron. Tomó un trago. La mujer que atendía le sirvió otro ron y le dijo que en la mesa del fondo lo esperaba un viajero. Serafín la miró y creyó ver en sus ojos los ecos de un mar antiguo, ella sonrió. Al llegar a la mesa Serafín supo quién era el viajero que lo esperaba, pues por esos días había visto su rostro entre los pliegues de un poema. Le extendió la mano, al recibir la del viajero sintió la calidez de quien le decía: Soy Altazor, yo soy Altazor, mientras que con un gesto lo invitaba a sentarse a su mesa.
La conversación se había ido deslizando por superficies y espirales, elaborando así el tejido de un tapiz verbal que se hace y se deshace con cada intervención. Para Serafín este era un encuentro que sabía necesario para la confirmación de esos soliloquios tenidos en su infancia desde las ventanillas de los buses a través de las letras que componían los anuncios puestos en las fachadas de los negocios por donde pasaba la ruta. Por ello disfrutaba de la conversación con este personaje legendario, cuyas vivencias habían sido poetizadas, usando palabras surgidas de la eclosión de un abecedario, palabras abriéndose hacia la revelación de lo inédito.
El libro escrito por Vicente Huidobro y donde me establece como el personaje de una épica poética, puede ser leído como un diario de viaje. Un viaje en cuyos pasajes y fisuras se vislumbra el naufragio de la humanidad. Para Vicente Huidobro vivir es asombrarse y para ello es necesario estar dispuesto al fracaso, entendiendo el fracaso como una decisión contraria a las concepciones que rigen las vías convencionales para una vida exitosa, le dice Altazor deteniendo sus palabras para beber un trago de su copa de vino rojo.
Esto que me dice, ¿lo conversó usted con Vicente Huidobro? Pregunta Serafín.
Sí, responde Altazor. Mire usted, desde el desprendimiento y la caída narradas en el prefacio y en el Canto I del libro, se presenta una tensión que va a mantenerse en todo el texto reflejada, cuando el personaje que soy en esa escritura es confrontado por la voz poética que hilvana el libro, voz que no es otra que la misma voz mía siendo auscultada y expuesta en sus interrogantes y anhelos. Cuando la voz dice: Déjate caer sin parar tu caída sin miedo al fondo de la sombra / Sin miedo al enigma de ti mismo, la alusión a la intemperie previa al asombro es contundente. Por ello en el libro se hace evidente que mi ser en su caída, en su naufragio, no quiere ser rescatado, ni salvado para el regreso a una sociedad domesticada y usurera. De ahí que a partir del Canto III se dé una ruptura que se agudiza en el Canto V, donde se inicia la deconstrucción de lo conocido. Ya los Cantos VI y VII son los balbuceos desde donde iniciar otro aprehender para el habla, para la escritura de ese incógnito que gravita en nuestra ontológica memoria y a la que la escritura del libro propone precipitarse. Altazor mira a la barra de El Café Azul donde la mujer organiza el bar, vuelve sobre Serafín y se queda mirándolo.
Los motivos que prevalecen en Vicente Huidobro son los de un descubridor, su condición humana es de precipicios y de aire. Él desciende de una estirpe iniciada en las estampidas del universo, dice Altazor, por eso apenas sí tiene tiempo para detener su vértigo. Huidobro es un descubridor con todo lo que esto implica, y en su aventura yo fui un instante que le permitió descubrir un continente humano y verbal, las maneras y las formas de cómo habitar esos descubrimientos, él las dejó a quienes vienen tras él. Y como bien puede usted ver, él no ha cesado en su ver y palpar.
La mujer llegó a la mesa y sirvió otro vino rojo a Altazor y un ron a Serafín. Entonces la atmósfera en la mesa hizo sentir a Serafín como si estuviera en la taberna de un viejo puerto antes de embarcarse en una expedición cuyo destino surgiría del azar de la rosa de los vientos. Volvió de sus sensaciones y bebió su ron. Miró a Altazor que saboreaba su vino rojo. Se puso de pie y le hizo un gesto de despedida. Antes de cruzar la puerta se volvió hacia la mesa de Altazor y lo vio conversando con la mujer que los había atendido. Salió del Café. El amanecer empezaba a sentirse sobre la ciudad, otro día se abría. Las ascuas verbales, siempre las ascuas de Altazor gravitando en la galaxia de mi alfabeto, pensó mientras buscaba calentar sus manos en los bolsillos de la chaqueta.
VALÉRY AL TIMBAL MALLARMEANO
En una ocasión le escuché decir a José Lezama Lima que la obra de Mallarmé es una isla, cargada de vista y no de visiones. ¿Se imagina usted un ser como Lezama Lima nacido dentro de la poesía, hablando de la obra de ese otro que vivió como poesía? Ellos dos parecen surgidos de las fiebres libidinosas que padece el universo en esos raros instantes cuando de sus lúbricas fauces deja salir alguno de los delirios que durante siglos ha retenido en los pliegues de su sexo. Y ríe, ríe Paul Valéry mientras enciende uno de sus cigarrillos. Stéphane Mallarmé y José Lezama Lima son poetas azarosos, sigue diciendo, de imágenes enigmáticas que surgen de las tensiones de su impulso verbal. Las suyas son imágenes avanzando como filos que se abren al penetrar. Es difícil tratar con ellos, pues aun en sus maneras y formas más coloquiales se siente la presencia de su carácter, de su enigma. Y si es difícil tratar con ellos, más lo es leerlos, pues su escritura empieza donde la mente humana se abre revelando lo oscuro luminoso que ellos aprehenden con sus palabras.
Mientras Serafín escucha a Paul Valéry, siente como las sílabas de las palabras de este penetran su cuerpo, siente esas palabras haciéndose frases en el espejo de un libro que se ha vuelto visible a través de la sustancia de esa noche que sucede en El Café Azul donde él y Paul Valéry se toman un café. Escuchándolo, Serafín no puede evitar el roce del viento de un tiempo aprehendido en esas frases que lo penetran.
A Serafín lo conmueve la presencia de Paul Valéry, sus delicadas maneras, su tranquila y nítida mirada. Compartir esa mesa donde toman café y Valéry fuma su cigarrillo de fuerte tabaco, es participar de los pliegues de uno de los abanicos del tiempo abriendo sus misterios. Entonces comprende cómo la cercanía que les procura ese instante en El Café Azul, crea una arista que penetra dos mundos y propicia una conversación a través de las fronterizas realidades que uno y otro han vivido y significan.
En uno de nuestros encuentros, dice Paul Valéry, Mallarmé me decía que Lezama Lima en su persecución de las Eras imaginarias, le hacía pensar en una lámina láctea procurando enarcar el continuo del cosmos hasta aprehender de él un sistema poético donde las imágenes pudieran dar cuenta del suceder humano, de su historia íntima y épica. Desmesurada obsesión, le dije a Mallarmé en esa ocasión. No, contestó él, deteniendo nuestra caminata para señalar cómo la tarde iba quedando desamparada de la luz del sol por la inclinación de la tierra.
Escuchando a Valéry, Serafín siente cómo su cuerpo parece perderse en el leve polvo que deja la ceniza del cigarrillo que este fuma. Después, resurgiendo de ese polvo ve su cuerpo que crece alargando sus extremidades como si todo él viajara sobre regiones posibles e imaginarias. Serafín sabe que si alguien sacudiera su cuerpo en ese instante, de él caerían pasajes de ciudades, fragmentos, utensilios y cuerpos usados por la muerte en su continuo ritual de raíces sin fin. Migas visibles e invisibles que el tiempo contiene en su perenne vacío. Entonces los parpados de Serafín se mecen en mares remotos como si fueran caracolas que el oleaje arroja y deja en la playa. Entre la penumbra y la luz Serafín se reconoce en los límites de la superficie de una ciudad. Es el año 1897, va por la calle Roma, cercana a la Estación Saint Lazare. Decidido alcanza la puerta de la casa número 87. Parado a la misma está el joven Paul Valéry a quien Serafín saluda. La dueña de casa abre y les hace seguir, diciéndoles que el maestro se encuentra en su estudio y los espera.
No sé qué piensa usted, dice Valéry, sacando a Serafín de las manchas en su mente donde recordaba el encuentro con Mallarmé.
Sí, dice Serafín, le pido me disculpe si no contesto, pero estaba recordando que fue en la casa de la calle Roma, cerca de la Estación Saint Lazare donde usted me presentó a Mallarmé, era una tarde de septiembre muy próxima a las Eras imaginarias de nuestro querido Lezama Lima.
¿Se acuerda usted de esa tarde?, responde Valéry, fue magnífica, fue cuando el maestro nos leyó su poema Un coup de dés jamais n’abolira le hasard. No olvido su voz leyendo ese poema como quien abre las fuentes de una galaxia hasta entonces ignorada por los azarosos registros de la poesía.
En El Café Azul han encendido las luces del fondo y mientras Paul Valéry pide la cuenta y paga, Serafín observa la presencia de Elías Canetti sentado a una de las mesas del Café.
Ya afuera se despiden y mientras Valéry se aleja, Serafín ve cómo su figura se va disolviendo sobre el andén cada vez más anochecido.
TRANSPARENTE EBRIEDAD
Esa mañana había resuelto los asuntos de dinero que lo traían preocupado. Con el pago que le habían hecho por una asesoría editorial podía cubrir sus gastos más inmediatos, además tenía pendientes otros ingresos. Desde muy niño, Serafín había decidido vivir con lo mínimo, saber cuáles eran sus prioridades, las que le permitieran dedicarse a lo que realmente le interesaba. Y lo que le interesaba era vivir atento a cada instante, vivirlo sin acostumbrarse, vivirlo como si fuera la primera vez, inclusive en la memoria, y esto incluía sus lecturas y sus necesidades literarias. Y así vivía, manteniéndose con lo mínimo, de tal manera que para muchos su existencia resultaba monótona, fuera de lugar dentro de las usuales rutinas cotidianas. Gajes del oficio, solía decir.
En la tarde se encontró con Luis González en el Astor, donde tomaron café y hablaron sobre el diseño que Luis estaba preparando para la carátula de un libro de Andreas Andriakos. Después de un segundo café, Luis le propuso que fueran a La Arteria, pero Serafín quería caminar, ir por ahí dejando vagar su ver y su mirar. Después de despedirse, Serafín cruzó Junín buscando una ruta que lo llevara hasta La Cantina Verde. Quería tomarse unas cervezas y soltar en su mente las imágenes que lo asediaban desde cuando despertó en la madrugada, poniendo sus sentidos en los tonos y atmósferas de una de esas nostalgias que bien sabía amparan para siempre, de esas que salen al paso, tal como una de esas canciones cuando han tocado todo tu gusto, el misterioso gusto del tiempo que despiertan cuando se las escucha.
Al llegar a La Cantina Verde buscó una de las mesas del corredor y pidió una cerveza fría. La tarde estaba anochecida, más penumbra que luz, propiciando un ambiente enrarecido, empero acogedor. Sí, se dijo Serafín continuando con sus pensamientos después que le sirvieran la cerveza, lo libidinoso de la vida se expresa siempre, por eso no es de extrañar el misterio que es ir de cuerpo en cuerpo hasta la eclosión del tiempo donde cunde la atmósfera carnosa del amor, el aliento del amor abriéndose, gravitando en el cuerpo de su pasión, en la queja y el gozo de su encuentro con otro cuerpo, de su cogerse como planetas que se rozan y se penetran hasta el delirio enfurecido, hasta el ardiente sudor donde se fraguan el polvo de estrellas y las imágenes de un sueño, de una realidad aprehendida a través de los ojos de la realización amorosa. Así pensaba Serafín mientras miraba la luna por entre un ligero velo de nubes. Inevitable, esa noche le traía la presencia de uno de sus amores estancado en los calurosos pozos de la memoria.
Así llega ella a su memoria, tal como cuando la miraba y veía en ella todos los rostros del amor, la húmeda piel de la memoria del amor, empero, ella era única, irrepetible. Su llegada fue para él abrirse a un tiempo a través de sus ojos. Como la noche que pasaron en una habitación de hotel y miraron desde la ventana de madera el paso de una estrella fugaz, justo en ese instante único, cuando estaban sintiendo la densidad leve del universo haciéndose gozo en la piel dada a la caricia, al hambriento sudor entre los cuerpos más allá de los labios de esa estrella fugaz que los estremecía y hacía presencia irrepetible, hundida en el asombro y en el gozo abriéndose y estallando, estremeciendo las carnes sudorosas, las insaciables carnes del ser. Su irse fue para él abrirse a un tiempo de ausencia. Como caer en un vacío de tiempo migrando a través de los rostros de la ausencia. De la mirada lustral de la ausencia.
Esta noche sentado al borde de una cerveza fría, mirando la luna mientras escucha la canción de Led Zeppelin que en ese momento suena en La Cantina Verde, Serafín siente cómo en su memoria se encuentran, el tiempo de aquella noche cuando desde la vieja ventana de madera de un hotel viera junto a ella el paso de una estrella fugaz, y el de esta noche cuando desde el corredor de La Cantina Verde, mira la luna huidiza por entre leves nubes y escucha la canción Escalera al cielo, de Led Zeppelin: “… tú sabes, a veces las palabras tienen doble significado. / En un árbol cerca al riachuelo, / Hay un pájaro que canta: / A veces todos nuestros pensamientos son presentimientos. // Uh, eso hace preguntarme…”. Memoriosa noche donde acontece la presencia de ella tocando, aprehendiendo el fin y el principio donde se chocan los alientos de su cuerpo y el de ella, estrechándose, sumando su piel a la piel del tiempo otro. Y la tenue voz de ella diciendo: Tatuaje para el abecedario de mi ausencia es el beso y mi nombre.
Entonces, a Serafín lo sobrecoge el deseo de extender sus brazos y sentirla con sus manos, de tomarla de esa penumbra de su memoria y traerla hasta él. Empero, se dice, ante la vastedad de tu presencia no pronuncio tu nombre, pronuncio el olor de tu piel ahíta en una noche al borde de la estrella fugaz de tu gozo, de tus ojos de mujer aprehendida por ese instante del amor, por ese gozoso abrirse del amor.
Serafín pidió otra cerveza y le solicitó al mesero repetir la canción Escalera al cielo. Al rato volvió a sonar la canción y Serafín se dejó llevar por esa música que lo conmovía, arrastrándolo a esa misteriosa realización del tiempo expresado en la música. Mientras escuchaba la canción, su mente se fue adentrando, buscando pasajes de la música de Henry Purcell, y un poco más allá, instantes de las canciones para laúd de John Dowland. Así, sintiendo en su mente las inevitables nervaduras que comunican la música de periodos tan característicos, en este caso, periodos de la música inglesa. Al terminar la canción levantó su cerveza y brindó ante la noche toda que lo acogía.
NOCTURNO DE SAN ILDEFONSO
La noche como una membrana de largo aliento penetraba cada rincón, cada rendija, cada espacio del centro de la ciudad creando un límite de penumbra de donde surgía aleatoria una borrosa continuidad del tiempo entre lo real y lo imaginario. Pasadizos de donde aparecían sombras enraizándose en las paredes nutridas por la humedad de la noche, por el calor oscuro de la noche, por las luces de las lámparas del alumbrado público. Por una de las vías de ese centro iba Serafín, caminaba sin afán observando el fluir de los usuarios de la noche que a esas horas coincidían en su vagar. Así, al amparo de la noche y al doblar una esquina, quedaban flotando súbitas miradas sobre las figuras de quienes van por el andén como si avanzaran por una cicatriz a la deriva de los años barajados en un largo soliloquio. Sí, avanzar en la noche y su murmullo de presencias surtiendo la penumbra de los umbrales y las rutinas tras las puertas de entrada a las viejas casas, o a los edificios de apartamentos donde se recogen quienes a esas horas duermen. La noche abracadabra, cifra misteriosa incrustada en la luz revelando y oscureciendo la vida. La noche alhaja del sueño, de los imaginarios donde se nutre la otredad humana, donde irrumpe la saga de lo sagrado revelador e incierto.
Eran casi las once de la noche y hacía un rato que Serafín había salido de La Boa después de tomarse un par de rones y de escuchar las historias del día contadas por Iván, dueño y anfitrión del lugar. Justo al doblar una esquina se encontró con la puerta de entrada a El Café Azul. El andén y la calle parecían flotar como en un cruce de noches vistas a través de un caleidoscopio cuyos granos de cristal se habían desprendido de una galaxia ahíta por la luz de un eclipse. Serafín empujo la puerta y entró.
Miró buscando dónde sentarse, al aproximarse a la mesa escuchó una voz que le decía: Siéntese aquí conmigo. Al volverse se encontró con la mirada de Octavio Paz que lo invitaba a sentarse a su mesa. Sentir esos ojos sobre él lo sobrecogió, pues tenía un gran afecto y admiración por ese hombre que lo invitaba a su compañía, se repuso y fue a la mesa de este y se sentó. Acompáñeme, le dice Octavio Paz, llevo aquí un buen rato esperando a Xavier Villaurrutia y creo que ya no va a venir. Este Café Azul es muy acogedor, sigue diciendo Paz, y tomarse un buen licor acompañado es más que un gusto. La mesera se acercó y Octavio Paz le pidió para Serafín una copa del mismo brandi que él estaba tomando. Sí, llevo rato esperando a Xavier, quería conversar con él, decirle cuanto me conmovieron los versos que anotó en su ejemplar de la primera edición de mi libro Libertad bajo palabra, no sé si usted los conoce, son breves y si me lo permite, esos versos tienen todo el encanto y la altivez de la voz poética de Xavier, sumado a eso está su capacidad para conjeturar a través de ellos la encrucijada que yo atravesaba en mi escritura justo en los años cuando publiqué Libertad bajo palabra. Por esos años yo me sentía habitando un cuarto abandonado del lenguaje, con la memoria desmoronada a la mitad de una línea no escrita. Sentía el lenguaje como una materia violenta y resplandeciente, empero esquivo a mis necesidades. Poco tiempo después fue que asumí plenamente que el poema se hace como el día sobre la palma del espacio, súbito en la perplejidad de sus azarosos hallazgos. Octavio Paz levantó su copa invitando a brindar a Serafín que levantó la suya. Usted, ¿conoce esos versos de Xavier?, pregunta Paz. Sí, los leí en un libro que reúne la poesía de Villaurrutia, contesta Serafín.
Así se fueron en una conversación que los fue adentrando a los años cuando Paz decidió regresar a vivir a ciudad de México, en particular a la escritura de su libro Vuelta, cuyos poemas eran para Serafín de gran importancia en la producción de Octavio Paz, y así se lo decía: Su poesía hace aprehensible el suceder de una realidad vivida entre el fuego y la penumbra de sus revelaciones, una realidad donde la vida enseña su fuerza devoradora, su sed y su agua, su piedra y su abismo. Para ello usted se funda en la lucidez que le permite adentrarse en el incógnito humano, en el súbito de su otredad. Así su escritura se mueve en el tiempo como una serpiente que muda de piel cada que es necesario, una serpiente que vuela en el sueño o se enrosca y oculta en las entrañas del habla para nombrar por un momento el inaudito donde se consume y renace el asombro, fuego que crece en las cavernas de la noche humana, emulando con los pétalos de sus llamas la luminosidad del sol que convierte en alimento de comunicación todo cuanto toca.
Puede ser, dice Octavio Paz, pero debe tener presente que eso que usted dice es su lectura, otra cosa podría apreciar otro lector. Sí, dice Serafín, pero si no lo molesto quisiera continuar con mis conjeturas sobre su poesía, en particular sobre los poemas que componen su libro Vuelta. Lo escucho, le contesta Paz.
En Vuelta usted entrega su poder de convocatoria poética, la otra cara del tiempo, hecha de palabras que parecen incinerar cuanto nombran, al tiempo que resurgen de entre sus cenizas como el Fénix del habla en la comunión con la realidad. Son poemas vueltos sol de palabras, que se abren en un día sin fecha, hasta alcanzar la piel sonido del mundo que quema sin quemarse. En Vuelta usted no acude a palabras domesticadas por la costumbre y con las que sería fácil dar cuenta de las nostalgias o de los caprichos reflejados en los decorados de una existencia figurada por sus logros o por sus fatigas. A usted esa retórica le resulta estorbosa. Vuelta es un libro fundado en las raíces del presente, veta donde prende el lenguaje con el cual el ser humano no cesa en su aventura de nombrar. Vuelta es un libro donde un lector puede mirar y ver el aliento que impulsa su creación. Un libro donde se puede leer y palpar.
Octavio Paz le pide a Serafín que hagan un alto para pedir otro servicio. Llegados los tragos de brandi, Paz toma la copa con su mano derecha y mira el licor a través del cristal. Bebe un sorbo y mientras lo saborea le hace un gesto a Serafín invitándolo a continuar con sus observaciones sobre Vuelta.
Si bien, continúa Serafín, Vuelta es el libro del regreso a su ciudad natal después de una larga ausencia, esto no lo hace un libro anecdótico. La fuerza de los poemas que lo componen convoca un tiempo en un presente intocable, de raíces escritas por el sol. Tras el hallazgo de la memoria y sus moradas. Y es justamente con el poema Nocturno de San Ildefonso, cuando el libro alcanza y se suspende en el tiempo que se inventa una y otra vez, propiciando el umbral donde usted expone con su escritura un vacío hecho de palabras como estas que cito del mismo poema: La poesía no es la verdad: / es la resurrección de las presencias, / la historia / transfigurada en la verdad del tiempo no fechado. Y es ahí cuando es posible pensar que Vuelta es el libro de las palabras en resurrección. Serafín saborea su brandi mientras mira el nítido rostro de Octavio Paz.
Al salir de El Café Azul, Serafín se da cuenta que la calle está poblada de mariposas, de negras mariposas iniciando con su vuelo el amanecer, el presagio de otro día. Todavía siente en su mano el calor de la mano de Octavio Paz cuando se despidieron.