Sabato, en esos instantes
Capítulo 42
Los sentimientos a veces son el fondo turbio de un río.
Llegó a plaza de Mayo, llegó de una batalla, una agitada y dura batalla cuerpo a cuerpo. Sentado miró el reloj de la casa rosada y, estremecido como estaba, recordó su más puro y honesto compromiso. Como un relámpago cruzó aquella pregunta por su cabeza, ¿por qué cómo y para qué se escriben ficciones? Se levantó entonces y abordó el autobús rumbo a Retiro, y aún con la pregunta, masculló: —saltar al abismo —.
En esos instantes, lo más importante era el destino, el destino trazado desde el comienzo de sus días, el destino que, a pesar de él, terminaría atándolo. Quizás algunos no lo crean, pero así es. La tarde cuando siento adolescente camina junto a su profesor de literatura, junto a don Pedro Henríquez Ureña. Don Pedro, momentos antes ha respondido a la inquietud de Ernesto: ¿por qué pierde tiempo en eso? —preguntó el muchacho—, tranquilo respondió el maestro: —nunca una tarea es menor. Entre ellos puede haber un futuro escritor—. Contestó don Pedro Henríquez Ureña.
Entonces se hizo un silencio, uno de esos silencios que se adhieren y quedan en el alma para siempre, como si a partir de ese instante cobra la fuerza la misión por la que se está allí, o quizá, de manera inconciente, acudimos al llamado que como címbalo timbra en nuestro corazón. Al despedirse, don Pedro lo abrazó y se perdió entre los corredores de la estación del ferrocarril de la Plata. Era éste el pensamiento de Sábato antes de meditar el compromiso del escritor.
En la banca, Miraba el estrellado cielo, reflexionaba ideas respecto a la literatura y a los literatos, a la vez: —debo hablar de mis contradicciones y dudas. Escribiré un diario—.
El viento como un suspiro llegado, desde la Recoleta, le hizo pensar en su madre y se le humedecieron los ojos, llevaba días de no verla y eso lo inquietaba. —Mañana muy temprano me comunicaré con ella —se dijo así mismo—, le diré a Matilde que vayamos a verla. Espero que las dolencias hayan disminuido…
En esos instantes, mirando una ramita apunto de caer, escuchó la hojarasca arrastrarse, le pareció un quejido, pero no cambió su intención, volvió al libro.
Llevo años con estas ideas —se decía—, no escribiría si no creyera que es necesario. Aclaran dudas, alejan a los fantasmas. Pueden ayudar a muchachos que como yo, tal vez pronto luchen por encontrarse, por saber si de verdad son escritores o no. Estas reflexiones los ayudarán a descifrar esa es complejas y gran encrucijada. Pues, internarse en el laberinto, tejer la urdimbre, indagar de donde salen los Castel, los Bruno, los Fernando Vidal Olmos, las Alejandras. Es parte del oficio.
Sigan.
Habrá caminos y por difíciles que sean, continúen; quizás ciertos obstáculos los hagan detenerse, sean pacientes, esperen. Habrá otro momento más oportuno para llegar, de ustedes dependerá lo que vean sus ojos, lo que escuchen sus oídos, lo que palpen sus manos. Olfateen. Lamer también es necesario.
En cualquier caso, en el corazón se gesta la verdad.
Este no será un libro de ideas ingeniosas o gratuitas, no será la doctrina de “futuros escritores”, es peligroso leerlo así. Ser auténtico es importante, lo más importante. Y esas noches, cuando miren la incertidumbre a través del cristal de la ventana, encomiéndense a sus fantasmas.
Esas noches —pocas veces lo he dicho—, confundido salía a caminar y en el silencio total de la oscuridad, imaginaba —con cierta ingenuidad—, la ausencia total de los sonidos de la noche, y aunque sentía cierta tranquilidad, no dejaba de mirar hacia todas partes y me decía: —todo está bien, fue una pesadilla—. Una pesadilla, claro, pero una pesadilla que había vivido y nadie podía quitarla de mi cabeza, era parte de mi.
En el estudio casi siempre oí esa voz, venía de la ventana, allí comenzaba el diálogo, es cierto, no era precisamente una conversación, era más bien una especie de monólogo, un monólogo con una particularidad, yo. La reflexiones de aquella voz yo las pronunciaba. Iniciando así las cavilaciones de este escritor que encontró su vocación duramente, andando regiones ásperas y dificultosas, sorteando peligrosas y sufridas tentaciones. Así ustedes encontrarán caminos y deberán elegir. La incertidumbre se agigantará como un animal alado y parecerá aplastarlos. Pero nada de eso, nada de eso ocurrirá.
Ante mi, se levantaba una gran encrucijada. Lo sabía, sabía que como en cientos relatos sabía que como en ciertos relatos infantiles, sólo uno conduce a la princesa encantada…
Leerán las cavilaciones de un escritor latinoamericano que está lleno de dudas y afirmaciones de un ser doblemente atormentado. Porque si en cualquier lugar del mundo es duro sufrir el destino del artista, aquí es doblemente duro, porque además sufrimos el angustioso destino del hombre latinoamericano—.
Después de esa noche, Ernesto volvió a escribir casi sin descanso. Escribió cada uno de sus inquietudes. Reflexionaba y discutía durante la madrugada. Era El escritor y sus fantasmas. No le importaba el caos en que se veía, concierto odio rencor pensaba en lo impuro de los hombres. Idea que lo acompaña desde aquella tarde en La Plata; no lo sabía entonces, pero así suceden los hechos. Lo importante, lo verdaderamente importante no era saber la impureza de la humanidad, no estaba ante un pasatiempo, o evadiéndose de ese pensamiento, allí estaba, mirándose al espejo y nada cambiaría la circunstancia. Cavaba, cavaba, cavaba, no le importaba la profundidad a la que llegara. No podía evadirse. Allí estaba, apunto de abrazar a Matilde, y ella, somnolienta, acercó la mano a su mejilla y lo escuchó.
La novela es importante, pero no lo es para todos los novelistas. Dostoyevski caminaba junto a él. Crimen y castigo lo adentró al corazón del hombre, se valió también de Don Quijote, y El proceso, de Werther y el Ulises. Esa madrugada le dijo a Matilde: —las “grandes novelas” develan el irracional misterio de la existencia, los hombres, en la ficción como en la realidad, no obedecen a las leyes de la lógica—. Pensaba en el individuo como un vacío, como una caída infinita.
Es un fanático literario. Sabe que sin el fanatismo no se llega a la creación literaria. Buscó escritores con ideas afines, escritores que de un modo u otro lo ayudarán a conocer al hombre. El fanatismo resultó imprescindible para explicarse. Todas las noches al escribir recordaba: —el creador debe estar poseído por una obsesión fanática, nada debe anteponerse a su creación, debe sacrificar cualquier cosa a ella—. Y aunque a veces esta idea le resultaba excesiva, no dejaba de hablar de misiones, de hombres, y de infancias remotas. —Sin ese fanatismo— se decía mirándose en el cristal de la ventana— no se puede hacer nada importante. Así, divagó noches y días, como un barco de altas velas que es impulsado por el viento a tierra firme.
El arte lo mantenía ocupado, Hemingway y Camus, el lenguaje. Artaud, lo desmesuraba; un ser auténtico, con deseos y locura, era el escritor-hombre, nada y todo a la vez. Imposible dejar al hombre a un lado. —Es la novela el medio para llegar al fondo de las entrañas—. Lo repetía constantemente
Matilde lo seguía, lo seguía tan cerca como podía, pendiente de él, leía por las mañanas lo escrito durante la madrugada..
Al abrir los ojos, Ernesto la encontraba leyendo en voz alta, y esa mañana allí estaba: —lanzando ciegamente a la conquista del mundo externo —la escucho decir—, preocupado por el solo manejo de las cosas, el hombre terminó por cosíficarse él mismo, cayendo al mundo bruto en que rige el ciego determinismo. Empujado por los objetos, títere de la misma circunstancia que había contribuido a crear, el hombre dejó de ser libre, y se volvió tan anónimo e impersonal como sus instrumentos. Ya no vive en el tiempo original del ser, sino en el tiempo de sus propios relojes. Es la caída del ser en el mundo, es la exteriorización y la banalización de su existencia. Ha ganado el mundo, pero se ha perdido a sí mismo.
Matilde que lo había visto despertar, preguntó:
—¿Es así como ves al hombre, Ernesto?
—Sí —dijo Sabato frotándose los ojos—. Así lo veo encerrado en sí imismo.
—Algo similar dijiste Hombres y engranajes. ¿Recuerdas? Es importante insistir, dijiste, aunque pocos nos escuchen…
—Si al menos uno comprende lo que digo, Matilde, uno solo, estaré satisfecho. No olvidemos que la angustia de hoy puede ser la pesadilla de mañana. No habrá siquiera un delgado hilo de luz, sólo tinieblas y hombres arrastrándose, y entre ellos alguien susurrará en algún rincón húmedo y sucio: —un día de no hace mucho tiempo, vi junto a mi padre el más bello de los atardeceres—. Le escurrirá una lágrima y tendrá dudas. No recordará nada más. Pero dirá que siente alivio cuando piensa en esta tarde. En esos instantes quizá todos recuerden el atardecer más bello de su vida…
—No quiero pensar en algo así, sin embargo, la realidad es contundente —dijo Matilde mientras dejaba las hojas sobre el buró—.
—Sí. Pero ante la soledad y la desesperanza está el arte. He recurrido a muchos creadores, he seguido puntualmente sus registros, diarios, correspondencia, memorias. Debemos aprender de los errores del hombre. Creo sinceramente en la novela, Matilde, como una posibilidad, como una sincera posibilidad para reinventarnos, para escapar del acorralamiento en que vivimos. Guardo la esperanza de que así sea.
El artista es un vidente, un rebelde, un loco alucinado.
Y si Blake, Milton, Baudelaire, señalan que no basta con Dios, ¿será acaso que el hombre necesita también del Demonio? —
Matilde quedó en silencio y pensativa, Ernesto la miraba correr un poco las cortinas, cuando dijo: —necesito ver a mi madre hace días tuve un presentimiento—. Matilde pensó en decir que su presentimiento no era más que la necesidad de verla, que nada le pasaba su mamá, que en casa de doña Juana María Ferrari todo andaba bien, pero no lo dijo, no lo dijo porque esa mañana aquel presentimiento también era suyo.
Al mediodía ya caminaba por las calles de La Plata.
Ernesto fue el primero en entrar a la casa de su madre, Matilde se detuvo un poco en el corredor de las flores, era sabido que Matilde gustaba de hablar con las flores y esa tarde lo hizo. Ernesto encontró a su madre de pie, frente a la única ventana que estaba abierta, se detuvo a cierta distancia evitando todo ruido; doña Juana simplemente contemplaba, tendía la mirada a lo lejos, y nadie que no fuera ella, podía imaginar hasta dónde llegaba. En apariencia no había nada que contemplar, de no ser por aquel árbol que miró su hijo por encima de su hombro, nada había que contemplar.
Poco después, Matilde llegó y fue en esos instantes en que doña Juana volteo y se encontró con ellos. Con voz apenas audible, los invito a sentarse. Ernesto ocupó un lugar en la sala, preguntándose dónde había quedado la fuerte y grave voz de su madre, se notaba nervioso, aunque en realidad estaba preocupado por la salud de doña Juana. Matilde se acercó a su suegra, la abrazó y le dio un beso, ambas se entendían, entre ellas las palabras a veces eran innecesarias. Juntas miraron caer la tarde hablando de flores y aromas, en tanto Ernesto hacía tiempo que pensaba en aquella noche cuando se despidió de su padre, la recordaba tan nítida como en ese momento miraba su madre.
Después de esta tarde, las visitas a La Plata fueron frecuentes, hasta ese día de 1964. Ernesto no quería saber nada. Se levantó más temprano que de costumbre, y en el jardín se acercó a los claveles, a la buganvilia, luego se detuvo frente a la ventana del estudio y miró su rostro deformado y poco claro en el cristal, de momento no hizo caso, pero bajo la jacaranda reflexionó en algunos de los detalles que vio, los ojos los tenía hundidos, los párpados parecían abultados, como si en cualquier momento pudieran desprenderse. No estaba seguro pero le pareció ver detrás una sombra sobresaliendo por encima de su cabeza. Como si no conociera el jardín, observó el espacio a su alrededor, tenía la esperanza de encontrar el objeto reflejado en el cristal, pero no halló nada, sólo ramas, hojas y flores. Intentó olvidar ese detalle, pero no pudo, volvió a la ventana y la sombra ya no estaba, sin embargo, la intranquilidad no cesaba. Sin saber cómo, ni por qué, se vio oliendo un clavel y pronunciando el nombre de su madre. Matilde lo vio desde el comedor mientras bebía una taza de té, supo que algo andaba mal. Lo sintieron cada uno de modo distinto, Ernesto recordó aquel episodio en la estación del ferrocarril de Rojas, cuando vio a su madre perderse entre la gente, habían pasado cuarenta años desde aquella mañana. Se sentó entonces frente a Matilde, que tenía los párpados cerrados, y se veía tocando el piano de su infancia, acariciando las teclas, escuchando el Claro de Luna de Beethoven, la sonata que a menudo compartía con su padre. Jamás la olvidó.
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