Desolación
Prólogo a la tercera edición
Por Alone*
Extraño caso no sólo en nuestra tierra, sino en la historia de la literatura universal, el de esta mujer que no nació en cuna extraordinaria y, sin embargo, antes de publicar su primer libro, tiene por todos los países de su lengua mayor gloria que muchos grandes autores clásicos.
Su obra ya no puede juzgarse: es ella la que divide y clasifica. Los que la admiran son «personas que la entienden», quienes la niegan «personas que no la entienden». Y si alguien quiere situarse en un punto medio, poner reparos, hacer distingos, de uno y otro lado le mirarán con desconfianza.
Debemos, pues, limitarnos a declarar sencillamente que está consagrada como un genio, tal vez el primer poeta del habla castellana, referir algo de su historia para que sirva más tarde a los críticos y anotar algunas observaciones al margen.
* * *
Los escritores profesionales desconfían sistemáticamente de los concursos y certámenes literarios: sin embargo, de uno celebrado cien años atrás salió Edgard Poe camino de la fama y de otro que tuvo lugar en Santiago surgió la autora de los Sonetos de la Muerte.
Dicen que Poe llamó la atención por su magnífica letra y que los jurados santiaguinos premiaron a Gabriela Mistral in extremis, sin saber lo que hacían, por no declarar desiertos los juegos Florales y fracasada la fiesta. Mejor: significaría que hay un genio protector de los concursos artísticos, un espíritu que «sopla donde quiere»…
Antigua maestra rural; totalmente ignorada del público, la señorita Lucila Godoy enseñaba por entonces Gramática Castellana e Historia de la Edad Media en el Liceo de Los Andes y un rumor de leyenda refiere que no se presentó en el teatro a leer sus estrofas, porque no tenía cómo hacerlo en forma digna y que habría presenciado su triunfo desde las galerías populares.
Dejemos a la tradición su poesía, más verdadera a veces que la realidad.
La flor natural atrajo sobre ella las miradas y todos sintieron curiosidad por esa mujer obscura, de personalidad fuerte y áspera, encina bravía que ocultaba celdillas de miel silvestre bajo 1a corteza. Le escribían cartas y ella contestaba en papel de oficio, con una letra enorme y con palabras vehementes. Las revistas estudiantiles pedíanle versos: ella no tenía ningún inconveniente en darlos. Amigos de otro tiempo interrogados por recientes admiradores, recordaban que, en sus principios leía mucho y hasta imitaba un poco a Vargas Vila, a Rubén Darío, a Juan Ramón Jiménez; contaban sus luchas pedagógicas, su heroísmo para estudiar sola, contra un ambiente mezquino y hostil, en medio de pobrezas amargas; y de boca en boca corrían la historia de su amor, el único y trágico. Aquel suicida era la sombra envenenada que la hacía cantar, la obsesión que le arrancaba del pecho esos gritos pasionales, ese ruego insistente, ese sollozo ronco y estremecedor.
Poco a poco su dolor fue ganando los corazones y la figura de Gabriela Mistral tomaba relieve de medalla.
Decían:
-Es la primera poetisa chilena.
Y luego.
Es el primer poeta.
Altos personajes se interesaron por su suerte y de Los Andes pasó a Punta Arenas, como directora de Liceo, de allí a Temuco y en seguida a la capital: grande educadora, maestra por derecho divino, las resistencias oficiales y extraoficiales caían delante de su mérito.
Extendíase en tanto, prodigiosamente, su fama literaria, al extranjero, era admirada hasta donde el nombre de Chile apenas se pronuncia, y la humilde maestra daba lustre al país.
Alguien -no queremos nombrarlo- se creó cierta especie reputación atacándola.
La torpeza de la diatriba la hirió profundamente: ella no pretendía nada, no había publicado siquiera un volumen, como el más modesto principiante. ¿Por qué injuriarla? En esta circunstancia debemos ver uno de los obstáculos que puso, con demasiada obstinación, para publicar su libro.
Pero se ha dicho: «el que se humilla será ensalzado»… y el renombre que tantos persiguen larga, costosa e inútilmente iría a buscarla en su retiro; hombres de otro hemisferio se enamoraron de sus estrofas y consiguieron su autorización para imprimirlas; por eso esta «Desolación», el acontecimiento más importante de nuestra literatura, apareció editado primero en Estados Unidos, bajo los auspicios del Instituto de las Españas.
En seguida vino el llamado de México, honor sin precedentes, sucediéronse las manifestaciones públicas, con asistencia del Gobierno y, cuando Lucila Godoy partió, la multitud se apretaba en la estación para verla, centenares de niñas cantaron sus versos y, entre aclamaciones a su nombre pasó ella, de abrazo en abrazo, siempre vestida de «saya parda», austera la cabeza, confusa la expresión.
* * *
Ahora la Casa Editorial Nascimento ha reproducido Desolación en una segunda edición esmeradamente corregida y aumentada con veintitantas composiciones nuevas, algunas inéditas.
Es un libro de 360 páginas, dividido en siete partes: Vida, La Escuela, Infantiles, Dolor, Naturaleza, Prosa, Prosa Escolar y Cuentos.
En nuestra fantasía vemos otra clasificación.
Una casa se incendia y las llamas suben sobre los tejados, echando al cielo una humareda obscura, blanquecina o rosa, crepitan las maderas; caen al sueño paños de murallas; dejándose ver el interior de horno y todos los matices del fuego; allí una puerta indemne todavía, allá, un trozo de ventana blanco, incandescente, pilastras negras, como calcinadas, montones de ceniza cálida, y tras una alfombra ardiente, árboles y flores, que por milagro se han librado, ilumínanse trágicamente junto a la hoguera.
He ahí el panorama del libro.
La inspiración no lo penetra todo de manera uniforme y tiene zonas difíciles.
Los que confunden la crítica con la censura sistemática, los que buscan la pequeña mancha del cristal, desdeñando el paisaje que transparenta, encontrarán amplio campo donde lucir sus pequeñas habilidades. Podrán tacharla de obscura y retorcida, porque no siempre Gabriela Mistral logra aclarar su pensamiento y a veces sus lágrimas corren turbias. No es una exquisita y desdeña, demasiado tal vez, los preceptos de la Retórica. Ella se llama a sí misma «bárbara» y sus predilecciones van hacia la Biblia, y dentro de la Biblia, el Antiguo Testamento, el Libro de Job, no aceptando en la literatura moderna el ejemplo de Francia, heredera de Grecia, sino la novela rusa enorme y algo caótica, la complicación de las escuelas agrupadas en torno de Darío y las vaguedades panteísticas de Rabindranath Tagore y sus secuaces, más o menos teosóficos. No tiene seguro el gusto, como no lo tenían Shakespeare ni Víctor Hugo, y cuando retoca suele desmejorar su forma.
Para apreciarla, es necesario impregnarse en su atmósfera propia, no esperar de ella sino lo que puede dar, saber sus límites y no querer traspasarlos.
Existe una fórmula de su temperamento, una definición de su espíritu tan perfecta que parece haber sido hecha a su medida y presintiéndola: está en la página 102, capítulo VIII, tomo I de la Historia del Pueblo de Israel, por Ernesto Renan.
«Un carquois de fIèches d’acier, un cable aux torsions puissantes, un trombone d’airain, brisant l’air avec deux ou trois notes aigues; voila l’hebreu. Une telle langue n´exprimera ni une pensée philosophique, ni un résultat scientifique, ni un doute, ni un sentiment de l’infini. Les lettres de ses livres seront en nombre compté; mais ce seront des lettres de feu. Cettee langue dira peu de chose; mais elle martella ses-dires sur une enclume. Elle versera de flots de colère; elle aura des cris de rage contre les abus, du monde; elle apellera les quatre vents du ciel a l’assaut des citadelles du mal. Comme la torne jubilaire du sanctuaire, elle ne servira a aucun usage profane; elle n’exprimera jamais la joie innée de la consciente ni la sérénité de la nature; mais elle sonnera la guerre sainte contre l’injustice et les appels des grandes panégyres; elle aura des accents de fête et des accents de terreur; elle sera le clairon des nesménies et la trompette du jugement».
Hebrea de corazón, tal vez de raza -dejamos el problema a los etnólogos e investigadores- el genio bíblico traza su círculo en torno a Gabriela Mistral y la define.
Su acorde íntimo y profundo, lo que llamaríamos la nota tónica de su personalidad, es un canto de amor exasperado al borde de un sepulcro.
Allí está ella.
Hablará con ternura delicada de los niños, les compondrá rondas ágiles, tratará de sonreírles para que no tengan temor: aún en sus palabras más suaves como en la fábula del Lobo y Caperucita Roja, se siente la garra de la fiera y uno experimenta el temor de que espante de súbito a sus criaturas infantiles con algún rugido.
Irá hacia la Naturaleza en busca de apaciguamiento y sabrá traducir por momentos la armonía universal; cuando la dicha la visite hablará de paz, de reconciliación y apegada al oído de Cristo le dirá plegarias de una dulzura sencilla, aclarada en la fuente evangélica.
Inventará símbolos maravillosos, parábolas y cuentos llenos de un prestigio antiguo, dejará el verso para ser más simple y tocará en prosa los lindes mismos de la perfección.
Pero todo eso no es ella.
La fuerza de Gabriela Mistral está en su sentimiento del amor y de la muerte, esos dos polos de la especie humana.
¡Cómo ama al suicida! Pone a contribución al mundo entero para buscar nombres, lo llama, le habla, lo increpa, se alegra de que esté bajo tierra porque allá «nadie irá a disputarle su puñado de huesos», desnúdase de todos los pudores para gritarle su pasión, lo sigue a través de la tierra, se abraza a él delante de Dios, lo rechaza cuando recuerda sus desvíos, maldice el día en que nació, pide para él la muerte y la obtiene, y luego, loca, incendiada, pregunta si nunca, nunca más volverá a verlo, ni en el temblor de los astros, ni en la fontana trémula, ni en la gruta lóbrega y quiere «¡oh! no, volverlo a ver, no importa donde, en remansos de cielo o en vórtice hervidor, bajo las lunas plácidas o entre el cárdeno horror, y ser con él todas las Primaveras y los Inviernos en un angustiado nudo en torno a su cuello ensangrentado».
Es de él «como la casa que arde es del fuego» y nadie ha tenido acentos como los suyos para decir el espantoso tormento del amor, para gemir sus delirios, su éxtasis, su desmayo y llevarlo con voluptuosidad salvaje hasta los brazos de la muerte. ¿Qué voz rogará al oído divino coma su plegaria? Las palabras se atropellan, las imágenes se suceden y confunden, forman una masa palpitante de ternura y de lágrimas… «mi vaso de frescura, el panal de mi boca, cal de mis huesos, dulce razón de la jornada, gorjeo de mi oído, ceñidor de mi veste…». Y luego ¡qué síntesis suprema del amor!… «amar, bien sabes de esa; es amargo ejercicio -un mantener los párpados de lágrimas mojados- un refrescar de besos las trenzas del cilicio -conservando bajo ellas los ojos extasiados… El hierro que taladra tiene un gustoso frío- cuando abre cual gavillas las carnes amorosas- y la cruz. ¡Tú te acuerdas! ¡oh Rey de los judíos!- se lleva con blandura como de rosas…» Quiere forzar la misericordia divina, no apartará de los pies del Creador mientras no le haya dicho «la palabra que espero», allí estará con la cara caída sobre el polvo, parlándole un crepúsculo entero -o todos los crepúsculos a que alcance la vida…». «Fatigaré tu oído de preces y sollozos, lamiendo, lebrel tímido, los bordes de tu manto, y ni pueden huirme tus ojos amorosos ni esquivar tu pie el riega caliente de mi llanto…» Agotada la humildad vencida, quebrada ante el trono, levanta la cara y quiere seducir a Dios mismo; pobre criatura, le ofrece los dones del mundo, la gratitud de la tierra, el deslumbramiento de las aguas y de las bestias, la comprensión del monte «que de piedra forjaste» y termina con esa ofrenda más allá de la cual ya no existe nada: ¡Toda la tierra tuya sabrá que perdonaste!
«Un carcaj de flechas de acero, un cable de torsiones potentes, un trombón de bronce que rompe el aire con dos o tres notas agudas»: he ahí el hebreo».
Los acentos de Gabriela Mistral que traspasarán el tiempo, no dan sino esas dos o tres notas agudas con que los profetas de la Biblia nos hablan todavía al corazón, a través de las edades.
«Esta lengua no expresará ni un pensamiento filosófico ni una verdad científica, ni una duda, ni un sentimiento del infinito. Las letras de sus libros serán contadas; pero serán letras de fuego. Dirá pocas cosas; pero martilleará sus palabras sobre un yunque».
Gabriela Mistral tiene una especie de horror a la duda y no conoce la ironía, la sonrisa ambigua del escéptico; salta de la carne al espíritu sin detenerse en los matices intermedios; su filosofía, cuando piensa, disuélvese en las imaginaciones de la India o los anhelos misericordiosos de la legión tolstoyana.
El resplandor del incendio no ilumina con luz fija ni puede servir de lámpara a los sabios.
«Derramará torrentes de cólera, gritos de rabia contra los abusos del mundo, llamará a los cuatro vientos del cielo al asalto de las ciudades del mal. Como el cuerno jubilar del Santuario, no servirá para usos profanos; jamás expresará la alegría innata de la conciencia ni la serenidad de 1a Naturaleza; pero convocará a guerra santa contra la injusticia y los llamados de las grandes panegyras; tendrá acentos de fiesta y de terror; será el clarín de las neomenías y la trompeta del juicio».
En el fondo la poesía de Gabriela Mistral; como en el sentimiento de toda alma exaltada, se toca la idea religiosa y se encuentra a Dios. Ella le habla continuamente, lo llama, lo acaricia, se postra en su presencia y tiene para tratarlo familiaridades augustas y ternuras suavísimas. Su Dios es el Jehová de la Biblia, pero que ha pasado por la fronda evangélica. Apela en todo momento a su amor, pone el perdón por encima de todos sus atributos y varía al infinito la expresión del mismo pensamiento.
Después de haber definido el genio hebreo, Renan, agrega:
«Felizmente, Grecia compondrá un laúd de siete cuerdas para expresar las alegrías y las tristezas del alma, un laúd que vibrará al unísono de todo lo humano, un grande órgano de mil tubos igual a las armonías de la vida. La Grecia conocerá, todos los éxtasis, desde la danza en coro sobre las cimas del Taigeto hasta el banquete de Aspasia, desde la sonrisa de Alcibíades hasta la austeridad del Pórtico, desde la canción de Anacreonte hasta el drama filosófico de Esquilino y los ensueños dialogados de Platón».
Y este contraste señala aún más los contornos de la figura de Gabriela Mistral.
De las dos santas colinas que se alzan a la entrada de nuestra civilización, el Sinaí y el Olimpo, ella prefiere la montaña fulgurante y árida donde Moisés habló con Jehová, entre nubes y truenos; allí reconoce su patria de origen desde su cumbre mira con un poco de indiferencia la variedad griega, la sonrisa serena, la finura del razonamiento, el juego armonioso de las bellas formas y el sentido de la mesura, regulador supremo de las ideas y de los actos.
Es el último de los profetas hebreos.
Rubén Darío hizo resonar en nuestros bosques la flauta de Pan y persiguió a las ninfas que se bañan desnudas en los ríos; evocó elegancias refinadas, tuvo músicas leves y breves, insinuó matices fugaces y se enervó con la alegría exquisita y artificial. Hijo de los árboles y de las flores, hombre de placer, sólo llegaba al dolor después de haber agotado los goces de la vida y se cubrió de cenizas la cabeza, cuando ya el tiempo le había quitado su corona de rosas.
Gabriela Mistral adora al Dios único, hijo del desierto, al Dios vengador y terrible que abomina los pecados de la carne, Dios violento, inmensamente distante de su criatura, Dios solitario y resplandeciente. En vano levanta y quiere echarle la túnica de Jesús; se siente detrás su sombra de espanto y en la plegaria insistente que le dirige, en sus arrebatos de amar por el preciso, tiembla sordamente el miedo de su propia condenación. Se diría que sus ruegos piérdense, sin hallar un eco.
El nombre de su libro lo revela: Desolación.
Y la elección de las palabras dice constantemente su afán de intensidad. Todas las expresiones le parecen débiles, busca el vigor por sobre todas las cosas y se desespera de no hallarlo, retuerce el lenguaje, lo aprieta, lo atormenta, quiere imitar el acento de fuego que oyeron los videntes de Israel y que ha quedado en las letras del Antiguo Testamento. No le importa nada sino eso, la energía, la máxima energía. Tiende la cuerda del arco hasta romperlo y lanas la flecha de acero con la loca esperanza de alcanzar hasta el corazón de la divinidad.
¿Cómo se detendría ella, la frenética, delante de las vallas gramaticales o lexicográficas? Se ríe de los códigos literarios, desentierra términos incomprensibles, usa verbos inauditos, traspone y altera el significado de las expresiones habituales, es familiar y bárbara, dispareja y áspera, siempre en virtud de esa misma obsesión: la búsqueda de la intensidad.
Para pintar la obscuridad de la noche hablará de sus «betunes», porque ese sustantivo está menos usado, menos gastado; dirá del suicida que no «untó» sus labios de preces y cuando nombre la herida de su recuerdo la llamará «socarradura» larga que hace aullar.
Aun esas materialidades que tocan los dos extremos, lo grosero y lo sublime, pugnando por juntarlos, le parecen flácidas, «laxas» -otro de sus términos- y en El Suplicio se queja de no poder lanzar su grito del pecho- «Tengo ha veinte años en la carne hundido- y es caliente puñal- un verso enorme, un verso con cimeras- de pleamar… Las palabras caducas de los hombres -no han el calor- de sus lenguas de fuego, de su viva -tremolación… ¡Terrible don!. ¡Socarradura larga-que hace aullar!-. El que vino a clavarlo en mis entrañas- ¡tenga piedad!»
Tocamos en esta confesión el origen de las nuevas escuelas. La sensación repetida cansa el nervio sensitivo, el sonido que se oye constantemente deja de percibirse. Necesítase entonces una impresión diversa, de cualquier naturaleza. Y después el período clásico, en que el lenguaje halla su equilibrio, vienen las épocas de decadencia; tras las notas justas, acordes y armoniosas, resuenan las desproporcionadas, hirientes y disonantes.
La obra heroica consiste en alcanzar la novedad, en rechazar las viejas vestiduras y vestirse de ropajes intactos, sin salir del círculo en que se mueve nuestra comprensión y nuestro sentimiento, avanzar hasta más lejos por el camino que siguieron nuestros antepasados, juntar esos dos extremos que parecen contradictorios e inconciliables: lo antiguo y lo nuevo, lo sabido y lo ignorado, el pasado y el porvenir.
Allí está la dificultad del arte.
Gabriela Mistral no ha sido la primera en romper con las tradiciones de la poesía castellana; halló el terreno preparado por toda una evolución que inició Rubén Darío; pero ha dado a su obra un sello que la distingue y que está en la fuerza bíblica, en el amor intenso y único, del cual derivan todos sus cantos, el cariño a los pequeñuelos y el sentimiento de la Naturaleza, el fervor religioso, los mismos intervalos de serenidad en que se siente el jadeo del cansancio y la languidez que dejan los espasmos. Su amor es el sol creador de mundos, la inmensa hoguera de donde saltan chispas y se derraman claridades, el que al quebrarse en las montañas y los árboles figura sombras monstruosas y tiende penumbra delicadas, llega a las cimas, baja a los abismos, entibia, calienta, incendia, ilumina y deslumbra, sirve de guía al caminante o lo extravía y lleva al borde mismo de los precipicios.
No saciada con la pasión terrena, sube constantemente hacia Dios, le interroga, imagina la región misteriosa donde habitará el amado… «¿Cómo quedan, Señor, durmiendo los suicidas? ¿Un cuajo entre la boca, las dos sienes vaciadas- las lunas de los ojos albas y engrandecidas- hacia un ancla invisible las manos orientadas? ¿O tú llegas después que los hombres se han ido- y les bajas el párpado sobre el ojo cegado- acomodas las vísceras sin dolor y sin ruido- y entrecruzas las manos sobre el pecho callado? Y otra cosa, Señor: -cuando se fuga el alma- por la mojada puerta de las hondas heridas -¿entra en tu seno hendiendo el aire quieto en calma o se oye un crepitar de alas enloquecidas? Angosto cerco lívido se aprieta en torno suyo? ¿El éter es un campo de monstruos florecido? ¿En el pavor no aciertan ni con el nombre tuya? ¿O lo gritan y sigue tu corazón dormido?»
Las almas tímidas, los corazones fríos, pondrán gesto de extrañeza ante arrebato semejante, dirán que rompe la armonía del estilo y la llamarán al orden, a la mesura, a la dignidad conveniente; querrán cubrir con tan velo suave las desnudeces ciclópeas de esos mármoles de Rodin o Miguel Ángel que han encontrado el don de la palabra; pero el que alguna vez haya sentido en el corazón la tempestad, el que haya amado, sufrido y soñado, el que haya entrevisto siquiera la impotencia de la voz humana para decir ese nudo que echan a la garganta el amor, el dolor y la muerte, experimentará con las estrofas de Gabriela Mistral la sensación de alivio del que estaba ahogándose y sale al aire respirable, del que iba solo y encuentra una compañía en el desierto, del cine antes de morir ha divisado un rayo de la eternidad.
* * *
Dijo un español que nuestra raya no tenía poetas, que en la República de Chile sólo nacían historiadores. Y nosotros le creímos. Acaso era cierto. Como los ríos que bajan de la montaña recogiendo a su paso todos los arroyos de los campos, el genio de nuestra especie no ha querido pegar al Océano, sino cuando hubo acumularlo caudal de aguas bastantes para abrir ancho y profundo surco en medio de las más altas olas del mar.
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*Crítico literario cuyo nombre verdadero era Hernán Diaz Arrieta.
Poemas de Desolación
EL PENSADOR DE RODIN
Con el mentón caído sobre la mano ruda,
el Pensador se acuerda que es carne de la huesa,
carne fatal, delante del destino desnuda,
carne que odia la muerte, y tembló de belleza.
Y tembló de amor, toda su primavera ardiente,
ahora, al otoño, anégase de verdad y tristeza.
El “de morir tenemos” pasa sobre su frente,
en todo agudo bronce, cuando la noche empieza.
Y en la angustia, sus músculos se hienden, sufridores
cada surco en la carne se llena de terrores,
Se hiende, como la hoja de otoño, al Señor fuerte
que le llama en los bronces… Y no hay árbol torcido
de sol en la llanura, ni león de flanco herido,
crispados como este hombre que medita en la muerte.
AL OÍDO DEL CRISTO
Cristo, el de las carnes en gajos abiertas;
Cristo, el de las venas vaciadas en ríos:
estas pobres gentes del siglo están muertas
de una laxitud, de un miedo, de un frío!
A la cabecera de sus lechos eres,
si te tienen, forma demasiado cruenta,
sin esas blanduras que aman las mujeres
y con esas marcas de vida violenta.
No te escupirían por creerte loco,
no fueran capaces de amarte tampoco
así, con sus ímpetus laxos y marchitos.
Porque como Lázaro ya hieden, ya hieden,
por no disgregarse, mejor no se mueven.
¡Ni el amor ni el odio les arrancan gritos!
**
Aman la elegancia de gesto y color,
y en la crispadura tuya del madero,
en tu sudar sangre, tu último temblor
y el resplandor cárdeno del Calvario entero,
les parece que hay exageración
y plebeyo gusto; el que Tú lloraras
y tuvieras sed y tribulación,
no cuaja en sus ojos dos lágrimas claras.
Tienen ojo opaco de infecunda yesca,
sin virtud de llanto, que limpia y refresca;
tienen una boca de suelto botón
mojada en lascivia, ni firme ni roja,
¡y como de fines de otoño, así, floja
e impura, la poma de su corazón!
**
¡Oh Cristo! El dolor les vuelva a hacer viva
el alma que les diste y que se ha dormido,
que se la devuelva honda y sensitiva,
casa de amargura, pasión y alarido.
¡Garfios, hierros, zarpas, que sus carnes hiendan
al como se parten frutos y gavillas;
amas que a su gajo caduco se prendan
amas como argollas y como cuchillas!
¡Llanto, llanto de calientes raudales
renueve los ojos de turbios cristales
les vuelva el viejo fuego del mirar!
¡Retóñalos desde las entrañas, Cristo!
si ya es imposible, si tú bien lo has visto,
son paja de eras… ¡desciende a aventar!
AL PUEBLO HEBREO
Raza judía, carne de dolores,
raza judía, río de amargura:
como los cielos y la tierra, dura
y crece aún tu selva de clamores.
Nunca han dejado orearse tus heridas;
nunca han dejado que a sombrear te tienda
para estrujar y renovar tu venda,
más que ninguna rosa enrojecida.
Con tus gemidos se ha arrullado el mundo.
Y juego con las hebras de tu llanto.
Los surcos de tu rostro, que amo tanto,
son cual llagas de sierra de profundos.
Temblando mecen su hijo las mujeres,
temblando siega el hombre su gavilla.
En tu soñar se hincó la pesadilla
y tu palabra es sólo el ¡”miserere”!
Raza judía, y aun te resta pecho
y voz de miel, para alabar tus lares,
y decir el Cantar de los Cantares
con lengua, y labio, y corazón deshechos.
En tu mujer camina aún María.
Sobre tu rostro va el perfil de Cristo;
por las laderas de Sión le han visto
llamarte en vano, cuando muere el día…
Que tu dolor en Dimas le miraba
y Él dijo a Dimas la palabra inmensa
y para ungir sus pies busca la trenza
de Magdalena ¡y la halla ensangrentada!
¡Raza judía, carne de dolores,
raza judía, río de amargura:
como los cielos y la tierra, dura
y crece tu ancha selva de clamores!
RUTH
Ruth moabita a espigar va a las eras,
aunque no tiene ni un campo mezquino.
Piensa que es Dios dueño de las praderas
y que ella espiga en un predio divino.
El sol caldeo su espalda acuchilla,
baña terrible su dorso inclinado;
arde de fiebre su leve mejilla,
y la fatiga le rinde el costado.
Booz se ha sentado en la parva abundosa.
El trigal es una onda infinita,
desde la sierra hasta donde él reposa,
que la abundancia ha cegado el camino…
Y en la onda de oro la Ruth moabita viene,
espigando, a encontrar su destino.
**
Booz miró a Ruth, y a los recolectores.
Dijo: “Dejad que recoja confiada”…
Y sonrieron los espigadores,
viendo del viejo la absorta mirada…
Eran sus barbas dos sendas de flores,
su ojo dulzura, reposo el semblante;
su voz pasaba de alcor en alcores,
pero podía dormir a un infante…
Ruth lo miró de la planta a la frente,
y fue sus ojos saciados bajando,
como el que bebe en inmensa corriente.
Al regresar a la aldea, los mozos
que ella encontró la miraron temblando.
Pero en su sueño Booz fue su esposo.
**
Y aquella noche el patriarca en la era
viendo los astros que laten de anhelo,
recordó aquello que a Abraham prometiera
Jehová: más hijos que estrellas dio al cielo.
Y suspiró por su lecho baldío,
rezó llorando, e hizo sitio en la almohada
para la que, como baja el rocío,
hacia él vendría en la noche callada.
Ruth vio en los astros los ojos con llanto
de Booz llamándola, y estremecida,
dejó su lecho, y se fue por el campo…
Dormía el justo, hecho paz y belleza.
Ruth, más callada que espiga vencida,
puso en el pecho de Booz su Cabeza.
LA MUJER FUERTE
Me acuerdo de tu rostro que se fijó en mis días,
mujer de saya azul y de tostada frente,
que en mi niñez y sobre mi tierra de ambrosía
vi abrir el surco negro en un abril ardiente.
Alzaba en la taberna, honda, la copa impura
el que te apegó un hijo al pecho de azucena,
y bajo ese recuerdo, que te era quemadura,
caía la simiente de tu mano, serena.
Segar te vi en enero los trigos de tu hijo,
y sin comprender tuve en ti los ojos fijos,
agrandados al par, de maravilla y llanto.
Y el lodo de tus pies todavía besara,
porque entre cien mundanas no he encontrado tu cara
¡y aun te sigo en los surcos la sombra con mi canto!
LA MUJER ESTÉRIL
La mujer que no mece a un hijo en el regazo;
cuyo calor y aroma alcance a sus entrañas,
tiene una laxitud de mundo entre los brazos;
todo su corazón congoja inmensa baña.
El lirio le recuerda unas sienes de infante;
el Ángelus le pide otra boca con ruego;
e interroga la fuente de seno de diamante
por qué su labio quiebra el cristal en sosiega
Y al contemplar sus ojos se acuerda de la azada
piensa que en los de un hijo no mirará extasiada;
al vaciarse sus ojos, los follajes de octubre.
Con doble temblor oye el viento en los cipreses
¡Y una mendiga grávida, cuyo seno florece
cual la parva de enero, de vergüenza la cubre!