Boleros del resentido
Boleros del resentido
1
Días en que el ocio y la esterilidad
cubren las cosas,
como un polvo finísimo.
Y sobre el polvo,
sobre la superficie de los muebles, agrisada,
dibujamos cabezas,
casas con sus ventanas.
Escribimos la palabra Lola
sobre el polvo;
el nombre Juana.
Sobre el polvo del ocio de los muebles,
como niños deformes,
que apenas pueden controlar el dedo.
2
Guardas tu cuerpo, amada,
el oro que lo cubre.
Y sientes miedo,
el mismo grave miedo en términos jurídicos
que yo siento al tocarte.
Agredo, sucio, torvo sapo,
tu amado cuerpo amado,
y te dejas morder,
armada por el odio inerme
del asco y de la muerte.
Pero un solo contacto,
el simple olor del oro,
este rasguño,
un solo roce de tu cuerpo,
amada, amada, amada,
me ha convertido en polvo.
3
El amor es otra cosa, señores
Uno se hace a la idea,
desde la infancia,
de que el amor es cosa favorable
puesta en endecasílabos, señores.
Pero el amor es todo lo contrario del amor,
tiene senos de rana,
alas de puerco.
Mídese amor por odio.
Es legible entre líneas.
Mídese por obviedades,
mídese amor por metros de locura corriente.
Todo el amor es sueño
—el mejor áureo sueño de la plata—.
Sueño de alguien que muere,
el amor es un árbol que da frutos
dorados sólo cuando duerme.
4
La verdadera muerte es esta muerte a solas,
ausente de sí misma,
como un árbol que crece
durante el sueño.
La sola infame muerte
del que muere dormido.
La muerte a secas
de un hombre solo, en medio
del erial de su cuerpo,
de una mosca (perdonen)
a mitad de su mierda.
Sería más útil vivo
–vaya revolucionario–.
Haría una nueva vida,
si tuviera ruedas.
Pero a su propia sangre se resiste el cuerpo.
Repele su amarillo
la pura orina mansa del principio.
Ésta es la muerte, amada.
Borrará comisuras en la hiena,
volverá perrito al león.
Debemos aceptarla, como se acepta un pan,
una manzana,
podridos, por supuesto.
5
Señor Dios mío: no vayas
a querer desfigurar
mi pobre cuerpo pasajero.
López Velarde
Amada, no destruyas mi cuerpo,
no lo rompas, no toques sus costados heridos.
No me lastimes más.
Me duele el pelo al peinarme.
Duéleme el aliento.
Duéleme el tacto de una mano en otra.
No destruyas mi cuerpo
pensando en sus miserias:
doliendo a pierna suelta
se destruye él solo, amada,
como si creciera hacia una lanza
clavada en la cabeza.
Ya me destrozo, mira, no hieras,
suelta el arma, detente,
no pienses más, no odies,
dame solo una tregua;
deja de respirar dos líneas de mi aire,
para que corrompa en paz esta carroña.
7
Hay un lejano olor a muerto en todo el aire.
Alguien se muere aquí,
muy cerca, en el jardín de al lado.
Tal vez aquí, junto al umbral,
más bien adentro de la casa, en el pasillo,
y no, más cerca,
en este cuarto donde moríamos juntos.
No, tampoco.
Más cerca aún, junto a mi cuerpo.
Y no, más cerca.
8
Salgo primero de tu cuerpo, amada,
proscrito y torpe,
con mi campanilla de leproso.
Salgo después del cuarto en que respiras
mis humores antiguos
y ocupo una prisión cercana.
Pero apesto:
los hedores se cuelan por el muro,
una cochambre de acero
perfora los tabiques.
Salgo al fin de la casa,
me siguen libros viejos y papeles
como un pueblo de ratas;
arriba canta el aire
sus vidrieras de oxígeno.
Desciendo por las gradas,
y me parece que alguien silba
cuando alcanzo la calle.
10
Mi cuerpo andaba en ruinas
Vil cosa el cuerpo,
astillas,
cuando encalla en sus huesos.
Falto de asuntos,
agotado el jardín de su tesoro.
La sarna de las hiedras devora
los pasillos,
los furúnculos crecen junto a los duraznos.
Jóvenes ruinas junto a viejos cachorros
encanecen.
Albañiles activos,
demoliciones del alma a domicilio.
El cuerpo en destrucción junto a los muelles,
barco senil, el cuerpo destrozado
en construcción.
El cuerpo roto a manos propias,
rasgado a propios colmillos,
ahogado en el vaso de la propia sangre,
por una azul tormenta
del grifo en la cocina.
El miserable cuerpo entrado en siglos,
puesto en la adolescencia de sus ruinas,
entrado en el bazar, oh teóricos,
de los trastos pensantes,
en el mercado de las pulgas de los cuerpos.
La pátina del cuerpo, como la caspa
de los edificios,
sumando hollín al oro sin sustento.
11
Una sola flecha, como una sola muerte,
hunde sus fauces de un diente solo
en el lanudo pecho del cordero.
Y el cordero se queja, como es lógico,
apenas:
su cifrado balido.
Un árbol solo, de lana que camina,
es el cordero.
Y por su muerte, de oveja sola,
de oveja que no sabe trasquilarse,
todo se corrompe,
todo se hunde,
como el pescado tuerto
que pierde bajo el sol
el solo ojo que le queda,
como la roña de este perro bueno bajo la caricia.
-De El tigre en la casa, 1970