Mahfud Massís

El cristo de los ratones

 

 

 

 

 

La cabeza robada

 

Arrastrándome del cerebro al alma, era el ave aterida de las imprecaciones.

Empujaba estos axiomas negros, como cabeza robada; la conciencia

era una yegua amarilla,

un cuajo peludo entre el espanto de las moscas y el hígado

de la eternidad. Venía llorando.

Caí entonces en las duelas de este barril, en un saco profundo, destrocé la nuca

al caballo de las interrogaciones,

y ahora soy un juez de cabellera verde,

un mercader con el rostro cubierto de mariposas,

ofreciendo una tela larga, impregnada en sudor,

una mirada entre los helechos. Me dirijo

a esta nación pálida,

en cuyos acantilados dormí extraviado de rencor,

arrojando un vino helado sobre la ciudad de los perros,

un vino agrio y brutal,

envuelto en un enigma, cayendo siempre, cayendo sobre sí mismo.

¡Y los pelos de la luna tan largos sobre las piedras!

 

 

 

 

El cristo de los ratones

 

En esta piel salvaje de llama y rocío,

de arsénico y perros de Pomeriana,

esta cabeza doliente, oscurecida por la niebla,

es la testa del Rey de los Judíos.

Desde el costado, una piedra escarlata

invade el aire fúnebre del ropero,

la noche húmeda, la noche en que caí en Versalles,

en el fondo de esta estancia como la oreja de un muerto.

Cristo pálido, pudriéndote en la alcoba,

Cristo con el espinazo quebrado,

las ratas te roen con sus verdes espadas,

con sus guadañas de ancestrales tribus.

En el desván, tus huesos desparramados,

tus muslos recogidos como el topacio oscuro,

entre frascos de creta y belladona.

Eres la increíble señal, el duelo irreconocible de los mundos,

Soy una rata más sobre tus tristes ojos,

sobre tu lengua empapada en vinagre;

rompe por una vez tu orfebrería negra, corre al monte,

y al ácido bagual derriba entre tus patas.

Cristo de la Ratones, Cristo sangriento de la terrible capa,

desciende sobre este fariseo, bebe conmigo una alegre copa,

la copa que romperán mañana tus arcabuces,

esta copa amarilla

en la que bebo hace cuarenta años.

 

 

 

 

El rayo trastornado

 

Este mar, tan duro, que mueve su escoba negra,

mar de peste en la noche. ¡Qué látigo

en las pobres espaldas! Qué rayo trastornado

en la lengua inútil, en el trapo de la muerte sin espaldar,

y la costilla vieja arada hasta el hueso.

Tú giras, giras sin cesar en el molino,

en el gas verde, ave en demolición en la tormenta,

huracanado, febril, alzando tu pierna de gallo,

y la orquesta del mar bajo la pesadumbre, como si nada

en la mirada del cuervo resplandeciera.

Pero estás vivo, como un papiro salvado de las aguas,

encendiéndote entre derrotas, moviéndote en pálidas fulguraciones;

alguien que no conoces,

alguien que no conoces muge en tu corazón

retardando la caída al hoyo negro,

al espanto negro, y una

sangrienta doncellez tiembla, echando saliva sobre esta muerte,

contradictoria, mineral, pero inevitable en su nocturno sentido.

 

 

 

 

Palimpesto del renunciador

 

Como un asno con su oreja de oro,

cae mi conciencia en el orto descabezado,

renunciando a los hilos de este mundo, a los anaqueles del otro,

rendido ya, como barco extranjero.

Con arreos de hierro, como un gladiador herido en la ceja,

con los huevos al sol y el vientre bajo la luna,

adjudico a la eternidad esta epopeya silenciosa,

esta ciencia devorada por las ratas.

Y entrego una rodilla rota, que se arrastró ante ti, tenebrosa poesía,

como flor desgraciada ante el oso salvaje.

Perdonadme, alfareros, los que buscáis los nocturnos soles;

tratantes rudos, perdonad a esta vieja iguana

que gira sobre sí misma en las irisaciones de los helechos,

y vive en el terror de otra luna, con un pie bajo los sicomoros.

 

 

 

 

El desenterrado

 

Ira, ira no más, en el terrible día,

Ni amor, ni la gota fresca en la lengua;

apenas la vejiga rota al atardecer,

y aquella gran mirada inmemorial, amarilla,

todo cayendo detrás, en el desván silencioso.

Desenterrarán tus cartas, tus papiros helados.

Serás como Osiris; se disputarán tu traje desolado.

Sobre tus infolios y tus manchas errantes: la leyenda.

Serás al fin un escriba serio, descomunal, recién afeitado.

Un júbilo de espadas cubrirá la entrada de ese otoño;

pero estarás dormido sobre la delgada alfombra, siempre sonriendo,

estólido, feliz, oyendo otro oleaje.

 

Mahfud Massís (Chile, 1916 – Venezuela, 1990). Seudónimo de Antonio Massís. Poeta de origen palestino. Fue nombrado agregado cultural de Chile en Vene ... LEER MÁS DEL AUTOR