Una nueva idealización del paisaje
FRONTERIZOS (21)
Por Néstor Mendoza
Las experiencias descritas por Víctor Rivera traspasan las demarcaciones del poema: se originan en los viajes y desplazamientos reales y en su vocación excursionista. No se limitan exclusivamente al ámbito de la invención literaria. Un lector poco dado a las expediciones naturales, a irrumpir en los dominios de la naturaleza, podría ver una idealización del paisaje. Nada más alejado de todo esto: Rivera se adentra en las montañas, se prepara para ello y lo ejecuta. Luego vendrá el poema. Luego vendrán las imágenes que recrean el paisaje para nosotros, los lectores, los que llegamos al texto sin haber pisado los antecedentes del libro. De su poesía subrayo la precisa elección de los vocablos, el refinamiento musical, su disposición estrófica y el encabalgamiento, el conocimiento que tiene de su propio legado poético, su paciencia que evita los aplausos anticipados… en otras palabras, la versificación considerada como un arte formal. Su más reciente libro, El sueño de la montaña, es una muestra inequívoca de sus atributos. Este poeta de Popayán, si nos detenemos solamente en el libro antes citado, ofrece un homenaje a su geografía más próxima, al reino de la naturaleza recreada a través del verso. Deudor de León de Greiff, notamos su influjo con un énfasis renovado, sin servilismo: lo que Vila-Matas ha denominado “conexiones poéticas”, ese ejercicio de apropiación que, bien usado, puede revitalizar las influencias. El poder transformador de las montañas, los animales que la voz poética observa o describe, el delirio ante lo observado, la disolución de la memoria urbana: son algunos de los tópicos que el autor del Cauca desarrolla con desenvoltura y conocimiento de los utensilios verbales.
I
Es preciso que la ciudad quede atrás
y más allá de los bordes iniciar el camino
con el silencio que sube la montaña.
Llega un punto en que las manos
deben regresar al lugar
donde pocas cosas crecen,
allí donde el resplandor
diluye las formas,
y el cuerpo se abre
con la respiración de la turbera,
en la libertad que solo el aire
entrega a las cosas abiertas.
Traspasar la penumbra
sin esperar respuestas.
El camino es lo que tiene que ser.
Cada paso la comprobación
del movimiento de la montaña,
la gravedad que atrae el peso justo
de un cuerpo semejante
al pronunciado declive,
o al deseo escondido
en los ojos de un pájaro,
que ve la luz,
en las últimas hojas de la altura
III
Alimento de la tierra
son estas gotas de sudor
y la cáscara de nuestras palabras
arrojadas al suelo
en un ovillo de árnica y laurel.
No nos pertenece lo que se diluye
y toma forma lejos de nosotros.
Es parte del sacrificio
este olvido de los viejos trajes,
este trocar las palabras por aire.
Algo hay que aprender de las rocas
que se entregan a la disolución,
de estas liebres salvajes
que se abrazan a los pastos, hechizadas,
sin ver la sombra del águila.
XI
En este punto dudamos del cuerpo,
de la tierra que pisamos y el desnivel que respira
como un largo animal tendido.
Todo termina por bajar a la llanura
lavado por interminables lluvias.
Nuestro corazón es un cajón de cartas mojadas.
Para reconocer la disolución,
basta el chasquido de un pájaro,
la sensación de que algo nos aguarda.
Pende de un hilo la voz humana,
casi borrada, es más árbol,
pájaro, peñasco que otra cosa.
XVII
Sin brújula, ascendemos
por la pared de hielo,
abriendo escalones en la nieve dura,
en el vertical rayo de la primera luz.
Pegados al aire, a la cordada,
con el abismo a nuestros pies,
se hace larga la sombra de las manos
y la sombra del cuerpo se adelanta
por la blanca pared.
Mientras algo más allá de nosotros
nos sostiene, al borde de la vida y la muerte,
nuestros cuerpos solo saben del esfuerzo físico:
Exhalación e inhalación del pecho contra la cornisa,
la voluntad de la mano, del pie, de un reflejo que aparece
como único trazo de color en el lomo blanco de la montaña.
XIX
Creímos leer el mapa por azar,
pero fue la extensión de Los Nevados
la que marchó sobre nosotros,
como si un caminante avanzara
dentro de los caminantes,
en un girar de plantas de páramo,
en la bota del viento y el agua.
Fue el camino que en nosotros ya vivía,
nuestra ceniza de volcanes,
el rapto del águila en el corazón,
lo que dispuso la ruta y la brújula,
para andar el camino sin camino,
a la usanza del venado, o el puma
que da con el nacedero
porque el agua vive en él y lo llama.
XXIV
Este fue el camino angosto
donde por poco se dislocan las rodillas
y la noche es dura en lecho de piedra.
Pegados a un surco de lajas
evitamos la ventisca y nos parece
que todo se contrae, absorbido
por el diminuto canal de un sumidero
de aguas empozadas, de hojas hirsutas
que nos retienen como manos ocultas
o dedos hambrientos en la espina del retamo.
Pasamos por el ojo de una aguja
manchados de polen amargo.
XXXVIII
Carente de toda presencia orgánica,
la cumbre es el alma de lo mínimo,
la belleza sin color, en su pura nada.
Sobre el polvo volcánico, el campamento
de carpas amarillas semeja la fosforescencia
del fuego en medio de la roca gris,
como el satélite que da visos plateados
girando en la oscuridad atmosférica,
o la partícula bioluminiscente
en el fondo negro del mar nocturno.
Es mínima esta mancha roja
de nuestros cuerpos caminando la montaña,
en el centro del vacío, pequeñas banderas
ondeando en el mar del monolito,
clavadas en el hombro negro de un gigante.
Y pensar que es en estos lugares
de fondo monocromático,
de abismo marino y blanco desierto,
donde un día, en medio de la ignición,
la quietud precámbrica y primordial
da a luz nuevas formas de vida.