Escúchame, Señor
(Presentación y traducción de Marco Antonio Campos)
En Escúchame, Señor (2012), como en su anterior libro, El don de la noche, destacan los poemas a la mujer, o con la mujer, donde con humor y eficacia describe a una pareja de viejos que trata de amarse. Nadie sale bien parado: ni uno ni otro. Hay en Coco una autoironía que es a la vez una autocrítica feroz.
También hay piezas líricas –no en balde el título que es una piadosa petición- en que, siguiendo a San Francisco, con una honda compasión católica, da gracias a Dios por las criaturas mínimas o desprotegidas del mundo. Por ejemplo, de un lado, se conduele hasta la raíz del alma por los negros emigrantes en su pueblo del sur italiano, y de otro lado, por las prostitutas sin ángel que no tienen quien les custodie la vejez. En especial me conmueve un poema sobre una prostituta sin atributos ni gracia, ya entrada en años, quien vivía al final de la calle Agostinone, y se acostaba con desbandados y negros por cinco euros “como estaba escrito en un pequeño cartel que llevaba apuntado sobre el suéter”. Tiempo después la encuentra de nuevo. El tiempo la ha desgastado. Al crecer la ciudad ha desaparecido la calle y, por ende, las labores habituales de la prostituta, quien se ve obligada a vivir de la mendicidad. Alguien, que puede ser Emilio, la ve, se acerca y le da en la mano cinco euros, los mismos que cobraba cuando los tiempos eran menos despiadados. Ella sonríe. Tal vez entiende que alguien le manda un mensaje desde antiguo o porque la cantidad es anormal para quien pide limosna en la calle.
Si en su anterior libro, Coco se deleita más con la belleza de las alumnas que con las clases, aquí agradece a Dios, porque en la mala luz de la vejez puede aún consolarse viendo en los supermercados a las atractivas cajeras, ligeras de ropa en el verano, y las cuales, con sólo verlas o rozarles la mano, le hacen el día.
Hay en el libro asimismo recuerdos de la infancia y la adolescencia pobres durante la posguerra: de los primeros años recuerda, por ejemplo, cuando dormía en la casa con la abuela sobre un colchón raído, o a aquellas mujeres que iban a la cárcel por protestar a causa de la falta mínima de pan, o aquella pequeña vecina de los mismo diez años que él, quien alzándose el vestido, le pedía que le “sorbiera los senos”, mientras ella le metía la mano entre los calzones, o ya en la adolescencia, la urgente masturbación, que le daba, en una conjunción de contrarios, la noción de pecado y la satisfacción ilusoria de poseer a la muchacha de los inútiles sueños.
En el libro Coco trabaja el endecasílabo blanco, el metro que le es más afín, y el verso libre. Como en anteriores libros, su estilo es conciso y seco y se ocupa de temas, en que, gracias a la gracia con que están escritos, encantan al lector, poemas que en otro poeta serían de una vulgaridad desdeñable.
ME LLAMO EMILIO COCO
y moro en un edificio en tercer piso
de calle La Piscopia 89.
Cerca de cuarenta años enseñé francés
pero he amado siempre y solo el español
y dejé la escuela con escasa amargura.
No tengo prisa por alzarme en la mañana.
A sorbos bebo un tazón de agua caliente
y luego desayuno
café con leche y copos de trigo,
que aseguran –está escrito en el paquete–
un pleno bienestar.
Voy al baño y en el lavabo lavo
la herrumbre de los años,
pero la luz por la rendija abierta
me clava sus reflejos como insultos.
Ya sentado en la mesilla me estrujo el cerebro
buscando un bello verso
pero desisto pronto: es mejor concentrarme
sobre algún mexicano,
uruguayo o chileno:
de un año hasta la fecha
no me interesan más los castellanos.
Terminada la cena, me acuesto en el diván
y me adormezco
con cualquier transmisión:
sea fiction, año cero o puerta a puerta .
No me ducho los sábados,
absuelvo mis deberes conyugales
no semanalmente,
pero cómo y cuándo puedo:
no me invento problemas si es que fallo.
Inesperadamente me socorre
un murmullo de sangre
si intento una caricia sobre su cuerpo
y aunque no responde
me enfervorizo al descubrirme joven
por no haber perdido aún las ganas
de encontrarla debajo de la sábana.
Regreso al verso que traduje mal,
me roba el sueño contar sílabas sobre
el pecho, me alzo,
diez gotas del lexotan,
mascullo las plegarias en la noche
y espero que la noche me sea leve.
En tus inescrutables designios,
Señor, me has asignado
una vida de poeta menor.
A los grandes no les toca una existencia
tan pareja y vulgar.
GRACIAS, SEÑOR,
por la criatura
que, sacudiéndose la lluvia de las alas,
se aproxima a saltitos circunspectos
a picotear del pan una migaja,
casi bajo mi pie,
mientras espero sentado en una banca
el autobús que me regrese a casa,
luego de una noche insomne en hospital.
Gracias desde el alma por la compañía.
Gracias por no atemorizarla.
ANHELÉ SIEMPRE
poseer una casa toda mía,
un trozo de jardín donde escribir
mis versos más bellos
a la leve claridad de la luna.
Pero vivo en un oscuro condominio
y da mi estudio hacia una calle
lacerada por el bramido de los coches.
Siempre he soñado un árbol,
no me importa si un sauce o si una encina
a cuya sombra sentarme
y componer románticos poemas
con el trino de los pájaros de fondo
y el suave susurro de las frondas.
Pero salgo al balcón y sólo veo
contenedores plenos de inmundicias
y neumáticos viejos apilados
al lado de una vulcanizadora.
El cielo desteñido escruto
y nada me conmueve
ni siquiera esa nube desflecada
que asoma tras el monte.
Si una tormenta reventase al menos
con truenos y relámpagos y féretros abiertos
me inspiraría un canto inigualable.
Pero todo transcurre banalmente.
Por haberme ahorrado tanto estrago
te doy gracias, Señor.
TE ALABAMOS, SEÑOR,
por nuestra ducha
con vidrios transparentes plegadizos.
Nos complacía así, en desmesura,
noventa por noventa y la compramos
para estar ambos adentro.
Qué maravilla de agua chorreante
sobre nuestros cuerpos desnudos
que, mezclada al baño espuma, dibujaba
nubecillas paradisíacas.
Y nos habríamos quedado
a residir allá dentro,
si el lecho no nos hubiese convocado
a la complicidad
de nuestros jóvenes años
olorosos a talco.
Lejanas esas noches en que la carne
temblaba con los toques del placer.
Miro las inciertas formas
tras los mismos vidrios
velados por el vaho del vapor,
mientras en el espejo estiro mis mejillas
en la obstinada lucha contra el tiempo.
¿Hacemos el amor?, propongo.
Te masajeas los muslos con la crema
y me haces una cómplice sonrisa
al rozarme el oído con los labios:
prepara el lecho, enseguida te alcanzo.
YO TE ENCOMIENDO, SEÑOR, A ESTOS NEGROS
que salen por decenas, por cientos,
por grupos o en fila india,
del pasaje de la estación de trenes,
muy cerca de mi casa,
y en gran borlote caminan al mar,
tapan la calle, desatienden el tránsito,
que ganas te darían aun de gritarles
y hacerles contrapunto:
¡Sálvese quien pueda, ay mamá, los negros!
Es claro, hay apertura
para sus exigencias
gracias a nuestro pasado de emigrantes,
pero, ¡diablos!, un poco de respeto
para todo el que a esta hora hace la siesta
y hablar en voz alta es incivil.
Míralos cuántos son,
semejantes a bíblicas langostas,
a grey de carneros en Aspromonte,
los hombres con los bultos en la mano
o sobre la cabeza,
mujeres, comedidas, con el resto
de la familia entre los brazos
o colgados en los hombros.
Madonas dolorosísimas
que aún reviven matanzas de la guerra
y del hambre, mujeres con suerte
de dejar atrás a otras mujeres
esclavizadas, estupradas, lapidadas,
con heridas abiertas
de nupcias impuestas y viudeces,
que trenzan los cabellos de las chiquillas blancas,
con el vaivén de largos dedos negros
bajo la vista atenta de las madres.
Y hombres vagabundos,
entre hamacas y sombrillas,
que, como arte de magia,
extraen de mochilas y de bolsas
el instrumental de las maravillas:
bolsas a inflar, cohetería, flautitas,
espantasuegras, ranitas con luces,
enanos que soplan bolas de jabón,
rosarios, figuritas
de Padre Pío y del odiado Papa,
imágenes de Cristo sonriente
con el corazón roto por la lanza,
los pobrecillos cristos musulmanes.
Señor, préstame oídos:
de par ábreles la puerta del Jana,
y pon, en el seno de las huríes
su propia espalda rota
por el peso de inútiles negocios,
con una nube donde reposar
los pies martirizados
por la arena ardiente del desierto,
allí, en la playa de Montesilvano.
TE DOY GRACIAS, SEÑOR,
por todas las cajeras que he encontrado
en el Íper de Pescara Norte, en Brico,
en Castorma, en Auchan, en Oasi, en Sisa,
en la Conad y en demás supermercados
donde hallamos refugio para huir
del calor de estas tardes.
Qué deleite aquellas blusas albas
levemente desabotonadas
en los senos, bajo las batas ceñidas
con el nombre y el logo de la empresa.
Qué impagable regalo:
los dedos tan gráciles
que discurren veloces
sobre el código de barras del producto.
Manos alabastrinas
con uñas de todo color y forma,
manos tamborileantes
en teclas de la caja,
manos de una belleza luminosa,
que muy fortuitamente,
entretocan las mías
colocando la compra en una bolsa.
Manos que quedarán
en todo el mes de agosto
hasta el próximo verano
en el disco duro del recuerdo.