Mientras muere la dicha
Después de los días
Será cuando el misterio de la sombra,
piadosa madre de mi cuerpo, haya pasado;
cuando las angustiadas palomas, mis amigas, no repitan por mí su vuelo funerario;
cuando el último brillo de mi boca se apague duramente, sin orgullo,
mucho después del llanto de la muerta.
No acabarás entonces,
mitad de mi vida fatigada de cantar lo terrestre.
Nadie podrá mirarte con esa misma pena que se tiene al mirar un pálido arenal interminable,
porque tú volverás, ¡oh corazón amante del recuerdo!, a las tristes planicies.
Serás el mismo viento tormentoso de agosto,
huracanado y redentor como la plegaria de un tiempo arrepentido;
serás, cuando la noche, esa visión luciente que responde en la niebla
a una señal de oscuro desamparo;
tu voz tendrá un sonido humilde y temeroso
porque será el rumor doliente de los cercos que guardaron tu infancia,
al desmoronarse;
y tu color será el color del aire, dulcemente amarillo,
que las hojas de otoño desvanecen para sobrevivir.
Detrás de las paredes que limitan los sueños
estarán todavía los hombres,
prisioneros de sus mismos semblantes,
aquéllos, los marchitos,
los que dicen adiós con su mirada única
a cada nuevo paso del sombrío cortejo de su sangre,
mientras van consumiendo su destino de arena porque su cielo cabe en una lágrima.
No te detengas, no, glorioso mediodía de mis huesos.
Ellos ven en el polvo un letárgico olvido tan largo como el mundo,
y tú sabes, cuerpo mío dichoso desde el tiempo,
que no en vano mecieron tu corazón las lentas primaveras,
que tu pecho está unido a ese incesante aliento que reconoce en él una guarida,
que será necesario morir para vivir el canto glorioso de la tierra.
Flores para una estatua
¡Cuántas lamentaciones,
cuántas vanas promesas tenderán como redes vencidas los amantes,
cuántas húmedas hierbas seguirán envolviendo con ternura la sombra de las cúpulas sedientas,
cuántas desalentadas melodías pregonarán las piedras en las tardes,
mientras el viento mece la huella de una imagen como a un nombre desierto!
Era la blanca diosa que antaño nos sonriera
desde un rincón donde su largo sueño demoraba la vida,
lejana, inalcanzable,
más allá de las manos en que polvo y amor brillaban confundidos.
¿A qué dichosa edad, a qué mirada tan persistente aún
que embellecía el mundo con su sólo recuerdo, destinaba sus ojos,
la pálida dulzura detenida en la piel como el último llanto en una tumba?
¿Qué soplo inacabable, desafiando los vientos,
flotaba todavía sobre su corazón, lo mismo que un ropaje?
Nada fueron en ella las sombrías tormentas,
el tiempo, la distancia, el triste decaer de las cosas terrestres
que solamente dejan en nosotros derrumbe y soledad,
memorias imposibles de una antigua belleza;
y así entre deseos y fatigas,
-esos mustios destellos, esas viejas guirnaldas de flores quebradizas-
soñábamos también un porvenir en el que todo fuera un largo gesto,
el único elegido,
bajo la lentitud sagrada de algún día olvidado en lo eterno.
Ella fue recobrada, intacta para siempre.
No la veremos más.
No sabremos jamás qué resplandor lejano correrá por su frente como un río,
ni en qué lugar, junto a su gran silencio,
retornamos de nuevo apenas a ese instante, a ese ademán, apenas,
en que la sangre ardió como en la muerte, de una sola manera.
Pero aquellos que fuimos,
mensajeros de un mundo perdido en lo más hondo del destierro,
vieron, cuando partían, caer en la penumbra
nuestros mismos semblantes, el último fulgor de lo que nunca muere;
y entonces dispusieron de nosotros,
asediados, efímeros,
igual que de un recuerdo semejante a su olvido.
Donde corre la arena dentro del corazón
Yo nací con vosotras, incesantes arenas,
en un lugar donde los días tienden sus flores cenicientas como si sólo fueran recuerdo de algún sueño,
la mirada de un tiempo guardado por congojas y fatigas, que vuelve, largamente,
a repetir su inútil poderío.
Es la región mecida por llorosos derrumbes;
una llanura, al sur,
bajo el triste sopor de lentísimos cielos.
Allí pasan flotando las grandes estaciones:
los transidos inviernos con un halo de pálidas escarchas,
con los cardos errantes que alimentan las hogueras de junio
durante largas noches ataviadas de terror y leyenda;
y crueles, los estíos,
por siempre consagrados a una misma paciencia,
encienden unas hierbas, una extensión cansada de grises matorrales,
toda la sed, la dura soledad de no alcanzar la dicha más allá de su llanto.
Entre el amanecer y el pausado crepúsculo
marchan los lentos hombres,
sentenciosos y graves,
al encuentro imposible de una época siempre demorada,
de una respuesta al débil trabajo de sus manos;
y vuelven, silenciosos,
a sus tranquilos ritos alrededor del fuego,
contemplando a lo lejos un pasado,
una vana distancia tendida como el humo sobre el picante y agrio crepitar de los leños.
Pero no son los años los que dejan esos muros exangües por donde asciende lenta la memoria.
Son unas y otras veces las sedientas manadas
o el rumor de los campos desvelados por crecientes mareas,
los que llega, precisos, hasta el infatigable recordar,
porque una vez se unieron, inseparablemente, como el tiempo a la piel,
a las gastadas vidas, las bodas y los muertos.
En tanto levantáis,
insaciables arenas,
médanos fugitivos que cumplen en el viento un sombrío destino,
una misión que sólo reconocen las ruinas
cuando al caer conquistan, en su más vasto sueño,
un poder semejante al que sostuvo cada piedra en las piedras.
Nada valen, entonces, pobres a vuestro paso,
plegarias y conjuros,
mágicos sortilegios convocando el amparo de los cielos,
murallas de indefensos tamarindos que abandonan al sol
un áspero dominio de aridez y despojos.
Desmedida es la tierra que amó en sus duros hijos hasta la destrucción,
hasta la sal paciente de su sangre;
mas de ella aprendieron a contemplar la vida a través de la muerte,
a saber, sin reposo, que aún no ha sido creado aquello que no puedan sobrellevar las almas de los hombres,
ya comprender que el cielo y el infierno son expiados aquí
con opacas desdichas.
Si ellos se marchan hoy,
si hoy sus pueblos emigran a lo largo de una seca planicie
donde antaño crecieron junto a las mismas casas,
con árboles, pesares y costumbres,
no es preciso volver la vencida cabeza en despedida,
no es preciso dejar señales de sus pasos que reciban después sus propios pasos.
Ellos regresarán,
porque así lo dispone un lamento de arena que responde al llamado natal de otras arenas,
allá,
en el más abismado eco del corazón.
Detrás del sueño
a Raquel Lartigue
Tal vez sean los vientos, que silenciosos cruzan los sitios donde amamos,
quienes van recogiendo nuestras mismas imágenes de antaño
-¡tanta sombra que aún nos sobrevive!-
para poblar los sueños.
Incansable paciencia es la del viento
llorando inútilmente un olvido imposible hasta la eternidad.
Tú lo habrás sorprendido alguna vez entre las nieblas de una descolorida medianoche,
y te habrás detenido junto a tus propios rostros
lo mismo que delante de un espejo que las continuas lluvias empañaron
y desde el cual una velada niña saluda alegremente su juventud sombría y cruel.
Estaría también la escalera ruinosa,
vencida, como un puente que ha cruzado la dicha
y que vacila ya, irremediablemente, al eco de unos pasos;
y allí, sobre los muros,
el ángel del candor despertaría los antiguos retratos,
las ventanas abiertas a otro reino,
los penosos colores que no fueron un instante de luz tranquila sobre el mundo,
sino un largo misterio que sabías
porque habías sufrido también, palideciendo, el corazón secreto de las cosas;
y un olor a humedad, a leyenda anterior al tiempo conocido,
acercaría a ti la sombra de un musgo como un pausado amor.
Todo esto es lo que el viento ha podido guardar de una estación herida hasta las lágrimas:
dos desaparecidos que repiten aún, unidos como entonces,
una misma señal amante del recuerdo y de la lejanía,
un oscuro recinto, un rincón sepultado,
donde la soledad y la tiniebla se persiguen.
Escucha.
No es el rumor creciente de la sangre que sostiene los cuerpos deseos tras deseos.
Es el humilde roce del polvo sobre el polvo.
No penetrar allí.
Bastará solamente que levantes los ojos desde el llanto
y esa tierna ceniza, esa piedad de un pasajero tiempo logrado duramente,
se habrá desmoronado lo mismo que una rama bajo el peso de su último huésped.
Doliente sopla el viento alrededor del sueño.
Son las manos del alba, claras y despiadadas, que lo van conduciendo hacia otro cielo.
Una densa marea liviana como el aire nos descubre la piel
y un lugar conocido, indiferente a la remota nube que recién habitamos,
nos reconquista a un día entre otros días,
a un resplandor fugaz sobre la tierra.
Mientras tanto tú y yo,
extraña compañera de los mismos designios,
sabremos que una hoja vivida desde dentro alguna vez
y que reposa intacta, lejos del huracán y de las luchas desnudas del invierno,
será el único siempre que habremos conocido,
aquí, donde terminan los venturosos sueños.
Mientras muere la dicha
He visto a la dicha perderse gritando por un umbrío y solitario bosque,
donde el último día pasaba, silencioso,
olvidando a los hombres como a gastadas hojas que una lenta estación sostiene todavía.
Nunca más, desdeñosa entre las tardes, su máscara dorada,
las luminosas manos conduciendo los sueños a un sediento vivir,
el fugitivo manto,
su reflejo engañoso entre la hiedra que los recuerdos guardan como un reino perdido.
¡Oh doliente descanso de la tierra!
Alguien espera aún junto al río indeciso que la sangre contiene:
el que en su oscuridad golpea vanamente las paredes,
persiguiendo una sombra más alta que sus noches,
y al amanecer mira apenas la terca ceniza y alguna flor marchita sobre el pecho;
y más allá los otros,
los que buscan ese rincón del aire preparado a su forma
como un cuerpo anterior que en remotas edades habitaron.
Ellos quieren asir una huella en el polvo,
detener en la luz sus pobres paraísos hechos de lentos, trabajosos dones,
pero basta ese soplo,
que apenas si estremece las oscilantes ramas
para trocar la paz por una muerte,
por lánguida costumbre los deseos.
Porque indefensos viven los hombres en la dicha
y solamente entonces, mientras muere a lo lejos su vana melodía,
recobran nuestros rostros una aureola invencible.
Retrato de la ausente
a Zelmira Orozco
Aún no se ha extinguido esa cálida ráfaga
que corre desde entonces a través de los pliegues flotantes de su traje,
derribando a sus pies los mismos crisantemos,
recién resucitados cada día,
rodeándola como con una música tan imprecisa y leve
que ella parece estar traspasando las cosas,
a pesar de la tierra, casi a pesar del cielo.
Nunca la conocí.
Nunca supe si sonrió alguna vez,
si el llanto le nacía entrecortado,
si amó la soledad de las lentas planicies
o los cambiantes pueblos que pasan en las nubes,
si sus costumbres fueron apasionadas magias o desganados ritos,
si sus manos buscaron la última tibieza de sus lacios cabellos al morir.
Sin embargo, una misma ternura en mí la reconoce unida para siempre
a los desvanecidos aposentos, donde un tiempo letal suspende en los espejos intangibles encajes,
estremecidas felpas que recorren la piel con palpitantes olas de ceniza,
relicarios que guardan inseparablemente, entre lazos azules,
esos desmenuzados recuerdos de dos seres que jamás se encontraron,
y aéreos abanicos y sombrillas, tan lentos,
que adormecen la sangre con su soplo con envolventes ángeles.
Delante de una vaga tormenta detenida en iguales tinieblas,
en iguales pesados resplandores,
ella ocupó su mundo, su intransible mundo
-esa distancia apenas conquistada por un solo ademán-,
mientras sentía ya, sin ninguna esperanza,
crecer en lo más hondo de su pecho indefenso invasiones de sombras,
enredaderas muertas pegadas a un aliento que escuchaba morir
inclinando la oscura cabeza sobre el aire,
como una débil hoja que irremediablemente sabe su anochecer.
Acaso sea entonces su larga despedida,
entreabriendo esas puertas cuya clausura misma sostenemos viviendo,
el soplo que condujo esa imagen de antaño hacia otros tiempos,
para que ahora pueda tender,
con su mirada,
una grave indulgencia sobre nuestros recuerdos,
aun sobre el olvido que a veces la destruye
lo mismo que al follaje verdemente apagado tras la niebla llorosa de los vidrios.
-de Desde lejos (1946)