Eunice Odio

A San Miguel

 

 

¡Oh alígero Miguel!  De los próceres dignísimo príncipe,
a los que en seno nítido el aula del cielo abriga.
Tú, el primero, osadías de un pecho soberbio
y el primero por Dios a combatir enseñas.
Tú, de antiguos salud; cuando del alto solio desciendes,
se da la virtud, la pura quietud se aprende.
¿Ha de lucharse?  Eres jefe.  ¿Ha de vencerse? Triunfas del hoste.
¿Se vive?  Eres guardián.  ¿Se va a los astros?  Socio.
¿Quién, deudor no te es?  La tierra, los signos celestes, el ponto;
el niño que vive, y el hombre que muere y viejo.
Texto en latín del Padre Cristóbal de Cabrera

(Traducción de José Quiñones Melgoza)

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A Elena Garro y Elenita Paz

 

Fértil campo de alisos que van al amanecer

y nunca se detienen,

 

tal es tu Presencia,

 

Frágil cielo sobre los años de la doncella,

que acaba de llegar de las mariposas terrestres;

 

lecho fresco de agua para el niño que arrebataron los montes,

y devolvieron a las zarzas y los sueños;

 

Tal es tu Presencia,

tal es tu alrededor de flor continua,

mostrada al viento en el Paraíso.

 

Tal es, Señor, tu acento,

Así es la cauda de tu rostro.

 

Tal es tu cuerpo,

 

Un castillo erigido al mediodía,

y por el alba, dado a los ruiseñores;

 

Tu dulce cuerpo de rocío, arremolinado y repentino,

 

que cuando uno lo busca en la ventana,

sólo ve su medida de alegría

y es que se ha ido a la luciente patria

en que reinan las fuentes

y dan hijos a las espigas;

 

Tu dulce cuerpo de ráfaga mirada por la Luna;

 

Tal es tu Presencia,

 

Tales tus ondulantes rostros,

 

que despiertan en el centro de la música;

 

Tu cara de amapola zodiacal,

 

De plata que no durmió jamás,

desde que tuvo su primera aurora;

 

tu cara; de plata poseída por la espuma;

 

Tu semblante;

 

hecho de las partes claras y múltiples de las flores;

 

Tu semblante de día

 

en que todos los ríos corren

 

-para ir a ser juzgados-

 

a la par de los cometas y los pájaros;

 

Tu semblante con duración y espacio interminables,

en que no permanece la sombra de la noche;

 

ni siquiera –con ser iluminada-,

la noche de la alondra.

 

Tu cara en que se reúne y rasga el velo,

 

para partir a su destino diurno,

la familia de cielo

 

Así es tu Presencia,

así, Señor, tu acento.

Así son tus dos alas

de rama en que se posan los Mensajeros,

los sonoros,

los transparentes como harpas,

los victoriosos;

 

Tus alas,

estandartes del viento que está anunciando la venida del mar a la tierra,

desde que el mar apareció de pronto

(“Y dijo Dios: Júntense las aguas que están debajo de los cielos en un lugar,

y descúbrase la seca: y fue así.”)

como venido de una lámpara, una nieve inmortal,

o una quieta guirnalda.

Tus alas, conocidas por la suma del fuego;

las reveladas por la cifra secreta del pan;

por el curso de la paloma.

Las que el espliego descubrió hace millones de colinas,

y guardó para recordarlas en el aroma.

Tus alas, cuyo número retumba en las praderas,

y las devuelve cristalinas;

cuya cadencia

está contenida en la figura de la Tierra;

cuya substancia es el dominio del aire

que está detrás del aire que desata,

pulsa,

desencadena,

las venideras sílabas

y las calladas hierbas deslumbradas;

cuyo rumor aumenta la causa de la primavera;

cuyo rumor de cielo errante, construyó la memoria del espacio

y es audible a cierta hora del aire.

Tus alas,

cuyo olor se traslada sobre su propia órbita:

es un planeta que sabe su nombre,

y sueña sobre su eje,

y se adelanta al espacio y al torrente:

su velocidad es innombrable,

y su potencia

igual a un palacio

almenado

y guardado por lebreles.

Tus alas, ¡ah, tus alas!

cuyo olor cegó a la muchedumbre de las especies recónditas,

y devolvió a las mieses los vocablos del día,

para que en ellas no empezara lo umbroso,

y sí la faz de la espesura,

sola,

pura

y radiante

bajo el mirado

y abundante otoño de las flores.

Tus alas, ¡ah, tus alas!

cuyo color se repartió entre las formas corporales del sol,

y los sonidos del mediodía

con abejas,

y niños dormidos al azar,

y campanas tañendo

como estrellas imaginarias.

Tus alas, ¡ah, tus alas!

Iguales a dos molinos de platino,

que giran en los naranjales.

Tus alas,

hechas con la materia de un fruto

que nunca fue para los labios,

porque era para construirlas a ellas,

las perfectas,

las secretas,

las lúcidas,

las encrespadas por el ruido de las constelaciones.

Tal es tu Presencia.

Así, Señor, tu acento.

así

tu vestidura de manantial,

en que beben y se reflejan

los animales de estos mundos

que se mueven ensimismados;

Tu vestidura de rayo

entregado a los girasoles;

Del arrecife embatido

por alados

sumisos

y tempestuosos.

Tu vestidura desplegada por verbos planetarios,

por la palabra de la Tierra fulgurante,

por los actos del relámpago.

Tal es Tu Presencia,

así es tu armadura de musgo sellado,

tu armadura

tañida

por la caída de una rosa.

Tu armadura construida donde dijo Dios

que todo se expandiera

sin fin

y recordara cada fulgor (cada segundo)

de su expansión.

Tal es Tu Presencia,

así tus plantas de guerrero,

situadas por el eco estelar,

y calzadas

con lo que vive el cristal y se mueven las aguas.

¡Ah, tus sandalias,

hechas con los cimientos de las nubes

y la inmensa distancia!

Así es tu terrible Presencia,

así tus manos que rozan y desnudan

esta fragante especie de mendigos,

vestidos como los astros y los laureles.

Tus manos,

remolinos jamás perturbados

por el fragor de los vecinos llameantes.

Así es tu Terrible Presencia,

así tu espada de fuego cristalizado,

de piélago caminante que va en torno de ti,

en un círculo mayor que el espacio invisible;

 

más fuerte que el destello de todos los hombres,

reunidos con sus mariposas, sus ciervos,

sus caballos erguidos como vasos sagrados,

sus mujeres paridas,

sus hijos que dan simiente,

y eternamente regresan a la vida.

Tu espada contigua,

amurallada,

velada por los Rostros Auríferos;

tu espada templada

en la tempestad solar,

fortalecida

por todo sonido matutino,

y sólo revelada

por fragmentarios,

íntegros,

simultáneos

Guardianes de la inmensidad.

Tal es, Señor, tu acento.

Así tus pasos

que ascendieron a los abismos donde los frutos se desordenan,

y confunden su enigmático tacto,

sus levulosas,

sus líquidos del aire,

con los sentidos de otras criaturas

y otros mundos distantes.

Tus pasos que ascendieron a esos abismos,

y desde allá tornaron con un fruto

-una verbal naranja

rodeada por toda la redondez y el caudal de la Tierra-

Y en la tierra de abril,

Despertada,

aumentada por la viviente forma

del hombre de la primavera,

el tiempo no hizo ruido;

Y entonces,

sobre el ruido del tiempo,

se oyó la Gran Balada,

se oyó un venero de aguas,

sueltas

y prodigiosas.

Se escuchó el sonido de el Gran Guardián,

que se paseaba en el aire del día;

y su pasar,

era un batir de tumultuosas ramas

que venían a la tempestad:

y Su contorno ardía y se expandía

incendiando los cielos,

que se erguían y multiplicaban,

como los “siete Espíritus”

que están delante de su trono”,

y el estruendo de sus alas.

“y me volví a ver la voz que me hablaba”,

y vi los gajos vertiginosos,

como ascuas, como troncos de oro perfumado,

como islas removidas de sus lugares melodiosos,

y fueron devorados.

Los comió todo abril,

conmigo entre sus huestes y sus profundas aguas.

Así es tu terrible Presencia,

Así Tu Nombre,

Batallón a la cabeza de la nieve;

pabellón en que murmuran siete llaves de siete cerraduras,

de puertas

que dan

a siete abismos del tiempo,

a siete espejos inhabitables

Tu Verdadero Nombre que custodian los montes

y sus verdes armados;

Tu Nombre Verdadero

en cuyo espacio

cae la rosa a girar para siempre jamás,

y a encandecer,

en el perpetuo y abrasado oleaje de las rosas;

Tu Nombre que se levanta a toda hora,

y se ve y no se sabe,

y no da tregua;

y es de granos de arena cuyo infinito número,

es igual a los trigos multiplicados.

Tu Verdadero Nombre que únicamente sabe,

El que “abre y ninguno cierra

y cierra y ninguno abre.”

 

Tu nombre que me sitia,

y oigo su murmullo de espada sumergida en el muro,

y su oculto relámpago.

Tu nombre que pasa, invisible palabra,

bajo cuyo transcurso

me postro,

semblante adentro,

también yo incógnita,

inaudita,

arrancada de mí, de la palabra

arrebatada a mi estructura,

dada al acto espacial,

escondida a la forma,

densa,

negada y afirmada,

clara a la voluntad de tu esplendor,

mientras adentro, afuera

-sobre los aposentos,

debajo de la carne deshabitada, en el espíritu

-uno y disuelto como los pueblos de las golondrinas-,

afuera, adentro,

-péndulo incontenible-,

tus dos alas oceánicas

se mueven,

transparecen,

dan la señal de batalla,

resuenan,

se van,

permanecen sin tregua,

hasta el final instante,

hasta el último hijo del hombre.

 

México, octubre de 1971

Eunice Odio (Costa Rica, 1919 - Ciudad de México, 1974). Poeta, narradora, ensayista. Destacan sus libros Los elementos terrestres (1948), LEER MÁS DEL AUTOR