Robinson Jeffers

Los excesos de Dios

 

 

(Traducción de Gustavo Adolfo Cháves)

 

 

 

LOS EXCESOS DE DIOS

 

¿No es acaso por su gran superfluidad que es conocido

Nuestro Dios? Y es que suplir una carencia

Es natural, animal, mineral: pero eso de arrojar

Arcoíris sobre la lluvia

Y belleza sobre la luna, y arcoíris secretos

En las cúpulas de profundas conchas de mar,

Y volver el necesario abrazo de la procreación

Bello también como el fuego,

Y no dejar siquiera a la mala hierba multiplicarse sin florecer

Ni a los pájaros sin música:

He ahí la grandiosa humanidad que yace en el corazón de las

cosas,

La extravagante bondad, la fuente

Que la humanidad puede entender, y que manaría de igual

forma

Si en una misma rama hicieran nido el poder y el deseo.

 

 

 

 

PESCA DEL SALMÓN

 

Los días se acortan, el Sur sopla a sus anchas pidiendo lluvia,

El viento del sur le grita a los ríos,

Los ríos abren sus bocas y el salmón de sal

Se dispara hacia la riada.

En el mes de la Navidad, contra el rescoldo y la amenaza

De una larga y furiosa puesta de sol,

Roja ceniza del oscuro solsticio, mirás a los pescadores con sus

cañas,

Compasivos, crueles, prístinos,

Como los sacerdotes del pueblo que edificó Stonehenge,

Silenciosas formas oscuras que ejecutan

Remotas solemnidades en los rojos bajíos

Del estero a la vuelta del año,

Y traen a tierra su vivo lingote, las bocas ensangrentadas

Y las escamas llenas del ocaso

Se crispan en las rocas, para ya no vagar más a voluntad

Por la impetuosa dehesa del Pacífico, ni retozar desovando

Y disparándose hacia el agua fresca.

 

 

 

 

A LA ROCA QUE SERÁ LA PIEDRA ANGULAR DE LA CASA

 

Viejo jardín de liquen gris y ocre,

¿Cuánto tiempo ha pasado desde que la desvanecida gente de

tez morena

Encendió fogatas y se acurrucó aquí a tu lado

Para huir del alborotador viento marino? Cien años, doscientos,

Has permanecido separado de la humanidad

Y has conocido sólo ardillas del rastrojo y conejos del

promontorio,

O caballos de arado con largas cernejas

Que abren las cumbres en diciembre, y luego las gaviotas,

Que gritan en el negro surco; nadie

Te tocó con amor, el halcón gris y el halcón rojo te tocaron

Donde ahora reposa mi mano. Así que te he traído

Vino y leche blanca y miel para mil años de hambruna

Y para las cien frías edades del viento marino.

Nunca se me habría ocurrido que el sabor del vino ligara bien

con el granito

Ni que la miel y la leche te agradaran; pero dulcemente

Se mezclan por las grietas que dejaron las tormentas entre el

musgo,

Penetrando entre las silenciosas

Huellas de alas de antiguos climas ha mucho en paz. Y las más

viejas

Cicatrices del fuego prístino, y la resistencia

De la piedra que espera cargar por millones de años

Una esquina de la casa, destinaron también esto.

Prestame la fuerza de piedra del pasado y yo te prestaré

Las alas del futuro, pues las tengo.

Cuán querido me serás cuando también yo envejezca, viejo

camarada.

 

 

 

 

EL CICLO

 

La batiente negrura de las alas de afilados cormoranes,

los grandiosos aeroplanos indolentes

De nueve o doce pelícanos de otoño extendidos en la ribera,

Pero ante todo las gaviotas, que deletrean espirales de aire con

caligrafía de nubes antes de la tormenta,

Viajan de Norte a Sur sobre las rocas marinas y sobre

Ese enorme ópalo azulado; últimamente sólo ellas lo cruzan,

ellas y las nubes

Y las luces ponientales del cielo; pero entonces

Un casquete con sus lonas erguidas se desliza cerca de Punta

Lobos… ahora todo el día los botes de vapor

Tiznan el margen del ópalo; a menudo un hidroplano molesta

Al viento marino con su palpitante corazón. Estos aumentarán,

los otros disminuirán; y más tarde

Estos disminuirán; nuestro Pacífico ha apacentado

La antorcha mediterránea y la ha cedido al Oeste a través de las

fuentes de la mañana;

Y la consiguiente desolación que carcome a Creta

Hará lo mismo aquí; la batiente negrura de las alas de afilados

cormoranes, las grandiosas velas

De los pelícanos de otoño, las plomizas gaviotas que van al mar,

Surcarán solitarias el enorme ópalo, la tierra tendrá paz como el

agua extensa, la inquietud

De nuestra sangre habrá doblado para Asia y estará poblando

De nuevo a Europa, o dejando caer colonias en el lucero del

alba: ¿qué malhumorado viajero

Vagará de regreso hasta aquí, mirará a las aves marinas

circundar

El viejo granito marino y el granito cementado con un solo

miramiento, y saludará a mi fantasma,

Abultado aquí cerca, un solo temple con el granito?

 

 

 

 

BRILLÁ, REPÚBLICA FENECIENTE

 

Mientras esta América descansa cómoda en su vulgaridad,

engrosándose pesadamente hacia el imperio,

Y la protesta, apenas una burbuja en la masa fundida, estalla y

suspira, y la masa se endurece,

Yo, sonriendo tristemente, recuerdo que la flor decae para dar

fruto, el fruto se pudre para formar la tierra.

A partir de la madre; y a través de los alborozos de primavera,

madurez y decadencia; y de vuelta a la madre.

Con la prisa sólo apresurás la decadencia: no hay culpa en ello;

la vida es buena, sea obstinadamente larga o sea un

repentino

Esplendor mortal: los meteoros no son menos necesarios que las

montañas; brillá, república feneciente.

Pero a mis hijos les haré mantener la distancia de ese centro

expansivo; la corrupción

Nunca ha sido obligatoria, cuando las ciudades caigan a los pies

del monstruo, todavía estarán allí las montañas.

Niños, en nada se guarden tanto como en el amor al hombre,

siervo astuto, amo insufrible.

He ahí la trampa para los nobles de espíritu, en la que cayó

—según dicen— Dios, al caminar sobre la tierra.

 

 

 

 

FIN DEL CONTINENTE

 

En el equinoccio, cuando la tierra estaba velada por una lluvia

tardía, coronada con amapolas húmedas, esperando la

primavera,

El océano embraveció y una tormenta lejana azotó su borde, la

crecida del suelo sacudió los cimientos de granito.

Al mirar yo hacia los límites del granito y el rocío, las marcas

establecidas del mar, sentí tras de mí.

Montaña y llanura, la inmensa anchura del continente, ante mí

la mole y la plegada extensión del agua.

Y dije: Vos uniste bajo un mismo yugo el aleutiano sello de

rocas con los sembradíos de lava y coral que florean al sur,

Sobre tu diluvio, la vida que buscó el amanecer mira a la

nuestra que ha buscado la estrella poniental.

Las largas migraciones se encontraron a través tuyo y no son

nada para vos, nos has olvidado, madre,

Eras mucho más joven cuando gateábamos para salir del

vientre y reposar a los ojos del sol al borde de la marea.

Fue hace mucho, mucho tiempo; nos hemos vuelto orgullosos

desde entonces y vos te has amargado; la vida retiene

Tu inconstante, suave e inquieta fortaleza; y envidia la dureza,

la insolente quietud de la piedra.

Las mareas están en nuestras venas, aún miramos las estrellas,

la vida es tu hija, pero en mí está

Más viejo, más duro y más imparcial que la vida, el ojo que

miró antes de que hubiese un océano.

Que te miró llenar tus camas a partir de la condensación del

fino vapor y te miró transformarlas,

Que te observó suave y violenta desgastar tus propios bordes,

carcomer la roca, cambiar de lugar con los continentes.

Madre, aunque la medida de mi canción es como el ritmo

antiguo del latido de tu oleaje, yo nunca lo aprendí de vos.

Antes de que hubiese agua hubo ya mareas de fuego, y así tu

tu tono como el mío derivan de esa fuente más antigua.

 

 

 

 

AVES

 

Los fieros clamores musicales de un par de gavilanes que cazan

en el cabo,

Revolotean y se arrojan, con sus cabezas hacia el noroeste,

Aguijonean el ruido del océano como flechas de plata

disparadas a través de una cortina

Y atropellan su granito; sus rojos dorsos destellan

Bajo mi ventana alrededor de los filos de la piedra; nada hay tan

grácil, nada

Tan ligero en el viento. Hacia el Oeste se reúnen las espigadoras

de olas,

Las viejas y grises gaviotas que van hacia el mar, y el viento

noroeste despierta

Sus alas a las frenéticas espirales de la danza del viento.

Frescas como el aire, saladas como la espuma, juegan las aves

en el brillante viento, vuelan halcones

Olvidando el roble y el bosque de pinos, vienen gaviotas

Desde las arenas de Carmel y desde las arenas del estero, desde

Lobos y desde el poder

Infinito de la masa del mar, pues un poema

Requiere multitud, multitudes de pensamientos, todos fieros,

todos carnívoros, musicalmente clamorosos

Brillantes halcones que revoloteen y se arrojen de cabeza, y

desgarbadas

Hambres grises emplumadas con el deseo de transgredir, picos

enlegamados de sal, provenientes de las agudas

Costas de roca del mundo y de las aguas secretas.

Robinson Jeffers Nació en Pensilvania en 1887. De joven recibió una esmerada formación clásica en su país natal y en Europa. Con el paisaje californiano ... LEER MÁS DEL AUTOR