

Presentamos tres textos claves del legendario poeta rumano en la versión al español de Rafael Alberti y María Teresa León.
Mihai Eminescu
¡Oh, madre!…
¡Oh, madre, dulce madre, del fondo de los tiempos
siento que entre el murmullo de las hojas me llamas!
Sobre la cripta negra de la sagrada tumba,
se deshoja la acacia al soplo del otoño
y sus ramas agita, tu voz acompañando…
Ellas se mecerán y tú dormirás siempre.
Cuando muera, querida, no llores a mi lado;
pero al sagrado tilo arráncale una rama,
ponla en mi cabecera y entiérrala conmigo
y que sobre ella corra el llanto de tus ojos;
un día llegará a dar sombra a mi tumba…
La sombra crecerá y yo dormiré siempre.
Y si acaso ocurriese que muriéramos juntos,
que no nos lleven nunca al triste cementerio,
que caven nuestra tumba al borde de un arroyo,
que nos coloquen juntos en un mismo ataúd;
así te quedarás apoyada en mi hombro…
Siempre llorará el agua y dormiremos siempre.
Separación
¿Pedirte yo un recuerdo para que no te olvide?
Sólo a ti te quisiera, mas no te perteneces;
ni esa flor ya sin vida entre tu pelo rubio,
pues que sólo deseo que me eches al olvido.
¿De qué sirve sentir la dicha ya apagada,
que no se extingue y sigue igual eternamente?
El mismo río canta con diferentes ondas:
¿de qué puede servir la persistente pena
si a través de este mundo está escrito pasamos
cual sueño de una sombra y sombra de un ensueño?
¿Para qué preocuparte de mí más adelante?
¿Por qué contar los años que vuelan con los muertos?
Lo mismo da que muera hoy día que mañana,
ya que borrar deseo el rastro de mi paso,
ya que quiero que olvides nuestro sueño feliz.
No vuelvas, vida mía, a los años pasados,
en una sombra negra queda desvanecida,
como si jamás juntos hubiésemos estado,
como si aquellos años de amor se vaciasen.
¿De tanto haberte amado me podrás perdonar?
Déjame entre extranjeros la cara contra el muro,
que en mis ojos se hiele la luz de mis pupilas,
y así, cuando este barro a la tierra retorne,
¿quién sabrá ya quién soy, quién ya de dónde vengo?
y mis lamentaciones, atravesando el muro,
pedirán para mí el eterno reposo.
Sólo desearía que alguien cerca de mí
pronunciase tu nombre sobre mis ojos ciegos,
y después-si así quieren-que me echen al camino…
Más dicha yo tendré que la que tengo ahora.
Del horizonte llega la bandada de cuervos,
oscureciendo el cielo sobre mis turbios ojos;
que la tormenta estalle sobre el haz de la tierra,
mi barro al polvo vuelva, mi corazón, al viento…
Pero tú sigue en flor como luna de abril,
con tus ojos violeta, tu sonrisa de niña,
pues aunque seas joven siempre lo serás más,
pero no me recuerdes, pues de mí yo me olvido.
La oración de un Dacio
Cuando aún no existían ni muertos ni inmortales
ni manantial había ni almendra de la luz,
ni nacido mañana, ni hoy ni luego ni siempre,
porque todas las cosas eran tan sólo una;
cuando la tierra, el cielo, el aire y este mundo
estaban en el número de lo que no existía,
entonces Tú eras solo, por eso me pregunto:
¿A qué Dios entregamos, humilde, el corazón?
Él sólo ya existía primero que otros dioses
y del profundo océano dio las fuerzas al rayo,
a los dioses el alma, a los hombres la dicha,
y es para los humanos manantial de salud.
¡Levantad vuestro coro! ¡Glorificadle en cantos
al que es fin de la muerte, resurrección y vida!
Para que la luz viera, Él me ha dado los ojos
y me ha llenado el alma de la suma piedad.
Puedo escuchar su paso entre el clamor del viento
y en una voz que canta reconocer su voz.
Mas siempre le mendigo algo de añadidura:
¡Que me permita entrar en el reposo eterno!
Que maldiga a quien piense tener piedad de mí,
que bendiga clemente a quien me está oprimiendo,
que escuche complacido a quien de mí se burle
y dé fuerzas al brazo que querría matarme,
permitiendo que triunfe sobre todos los otros
el malvado que quite hasta el pan de mi boca.
Rechazado por todos atravieso los años,
hasta que ya sin lágrimas vea secos mis ojos.
Cuando todos los hombres se yergan enemigos,
cuando yo no consiga casi reconocerme,
cuando los sufrimientos mi bondad petrifiquen
y llegue a maldecir la madre que he adorado,
cuando la ira cruel me parezca el amor…
el dolor olvidando, ya me podré morir.
Y si extranjero muero fuera de ley, entonces
este indigno cadáver tirad lo en la calleja,
y yo te ruego, Padre, desde el premio más alto
a quien mande a los perros rasgar mi corazón.
Y si alguien me apedrea golpeándome el rostro,
¡dale la vida eterna, Señor, tenle piedad!
Sólo de esta manera, Padre, te daré gracias
por la dicha que tuve de vivir en el mundo.
Para pedirte bienes no doblé la rodilla,
para la maldición quisiera conmoverte
y sentir que a tu soplo mi aliento se evapora
y en la extinción eterna me diluyo sin rastro.