

Presentamos un texto clave del gran poeta nicaragüense.
Ernesto Mejía Sánchez
La carne contigua
Y aconteció después de esto, que teniendo
Absalón hijo de David una hermana
hermosa que se llamaba Thamar,
enamoróse de ella Amnón hijo de David.
2, Samuel, 13
I
Mi hermana, dijo Amnón, está desnuda. Dijo que, por más que esté cubierta con espesa y blanca túnica de lana, de largos pliegues amplios, ella está siempre desnuda.
Esto decía Amnón hace mucho tiempo, antes de su desesperada fuga sin sentido que nos ha dejado muertos, especialmente a Thamar, mi deliciosa hermana gemela, que ahora está llorando, y a mí, que me parezco a ella casi en todo, y a mi madre, que dice que todo esto es un castigo del cielo.
Mi padre, una gran fuerza viva sobre la tierra, eternamente incólume, y lleno de la más sana alegría, también ha sufrido mucho con esto; pero, acaso para darnos valor o fe o una cosa parecida, suele decirnos con cierta ingenuidad, tal vez un poco objetable a sus años, que no ha pasado nada.
Comienzo con estas palabras de Amnón: Mi hermana está desnuda. Me parece que han tenido mucho significado. Se han grabado fuertemente en mi alma.
Amnón pronunció estas palabras en el comedor, hace tres años, aproximadamente. Las dijo como la cosa más natural del mundo. Es cierto que estaba como sin decirlas cuando las dijo. Pero es cierto que las dijo; yo no pude inventarlas.
Amnón era un buen muchacho, apasionado por las yeguas; tenía una soberbia, que le obsequió mi padre cuando cumplió quince años; y nunca faltaban en su lecho, a la orilla, saludables rosas rojas encendidas, que él mismo cortaba.
O yo, o mi hermana, porque nos complacía verlo olerlas con deleite, minutos antes de entregarse al sueño, ya envuelto en su frazada a cuadros.
Thamar tiene unos ojos grandes, casi negros, y cuando duerme con su hijita al lado, parece que afirmara que no hay nada más allá, después del sueño o de la vigilia; ella nunca lo ha dicho; es tan sólo una suposición.
Despierta, tiene seguridad en cada paso, y un gesto especial para cada palabra. Esto no es alabanza, digo la verdad siempre que puedo; y su pelo, es negro; ese sí que es negro, de un negro obstinadamente violento.
Amnón se había acostumbrado a los libros y a los doctores: su sabiduría y su salud hacían de él un tipo hermoso, casi perfecto: creo que con una mayor amplitud en su espíritu, hubiera sido profeta.
Thamar no reconocía límites para sus deseos: si ella quería una flor, debía ser la más hermosa flor. Alguien dijo que le pedía demasiado al mundo, que nunca se iba a conformar con poco, esto es, con lo bueno; que iba a ser feliz.
Esta actitud la empujaba a hacer todo lo mejor que podía. Si ella hilaba, hilaba lo mejor que podía; si sonreía, lo hacía de la mejor manera posible; por eso yo creía que tenía perfecto derecho a esperar que le aconteciera siempre lo mejor, y esto, yo lo juzgaba limpio.
Mi madre, pensaba dedicarla al templo; pero a ella, a Thamar, le gustaban demasiado las uvas maduras, y nunca ha consentido.
He dicho que también le gustan las rosas; mas ahora no se encuentran en este país las de su gusto. Cuando ella lo dice, corre los ojos grandes por toda la casa, y se entristece. Es posible que quiera decir algo más con esas mismas palabras.
Cuando iba al templo, éste se hacía pequeño para su cuerpo. No quiero decir con esto que nuestro templo sea en realidad pequeño, ni que la hermosura de Thamar sea tan abundante que llame locamente la atención, sino que el templo y Thamar no estaban precisamente de acuerdo.
Ella hubiera querido una gran extensión. El reino de este mundo, todo. (El mismo reino que yo decía estaba hecho para su boca.) Me daba la impresión de que ya lo tenía en los labios.
En nuestro templo se goza de mucha libertad, relativamente; pero ella necesitaba de más libertad aún.
Y Amnón estaba siempre discutiendo. Tenía una hermosa voz para eso. Opinábamos con toda confianza delante de mi padre.
Mi madre traía algo de comer, y agregaba algunas palabras. Ella ponía empeño en que fueran siempre razonables las que decía; empero tenían suficiente peso, sólo por el hecho de salir de sus labios.
Amnón, como un profeta joven, encendía su rostro. Algunas veces su espíritu se tornaba hierático. Su voz resonaba en los muros. Se apegaba a la letra con frecuencia. Una vez mi padre dijo que Amnón era muy joven, para que sus palabras no estuvieran en pugna con sus apetitos.
Sin embargo (y por eso), no creo que Amnón fuera a dejarse vencer por algo que él creyera malo. Sus apetitos y sus palabras estaban en pugna, es cierto, pero él, quizá, no lo sabía. Tal vez mi padre no le permitió todos los libros.
Yo pongo mi cabeza: Amnón es una persona decente. Hay que recordar que él dijo: Mi hermana está desnuda, de la manera más natural del mundo, y no quiso insinuar nada malo con eso.
Las palabras de Amnón, después de una de tantas y prolongadas discusiones en el comedor, fueron finales: Thamar, que casi nunca hablaba, se atrevió, con palabras oscuras, a objetar a Amnón, sobre un punto esencial.
No quiero entrar en detalles. Lo que Thamar decía, salía solamente de su corazón. Se lo estaba revelando la carne.
Amnón permanecía callado. No encontraba palabras que oponer al apasionado discurso de Thamar.
Era visible que ella había perdido algo. Algo más valioso que la túnica. Con unas cuantas palabras quebraba la más alta esperanza.
Había abierto los ojos más de lo necesario. Ya estaba viendo lo que no estaba viendo; esto es, veía lo que veía que no veía, más lo que no debía ver. Y eso, ya no estaba del todo bien.
Mi hermana está desnuda (o ciega o deslumbrada, fue lo que quiso decir, o lo que) dijo Amnón para de una vez terminar.
Pero en la noche, sus palabras ya lo estaban quemando; no podía dormir. El Maligno las martilló sobre su corazón y su cabeza: una blanca luna de carne se paseaba en sus ojos.
II
Mi padre entonces, era comerciante en especias. Algunas escobas estaban llenas de ellas. Recuerdo sus olores magníficos; pero sus nombres, por una desconocida razón, casi los he olvidado.
La casa es algo chica, y el aposento de los hijos fue común a Thamar (y a mi madre). No pudo ser entonces.
La verdad es que Thamar, y las especias fragantes, establecieron una armonía deslumbradora en nuestra casa. Por una parte, mi madre podía proveernos de alimentos más ricos a nuestro paladar; decía Amnón, que es el mayor, que algunos de esos alimentos eran nuevos para nuestros padres también.
Siempre hemos sido sobrios, y nuestra vida era por demás morigerada; mas la abundancia del vino hizo a mi padre decir cosas que, sin ella, estoy seguro no hubiera dicho delante de nosotros. Cosas que dice mi madre no se pueden decir ni sostener.
Nuestra pobreza anterior, nuestra falta de medios por mucho tiempo sufrida, nos hacía experimentar una felicidad particular en cada cosa que nuestra joven curiosidad inauguraba.
Hemos sufrido mucho: nuestro linaje cuenta con historias suficientemente lloradas para hoy recordarlas. Una vez mi padre fue echado del templo. Mi madre fue cautiva. Y Amnón tiene una marca de fuego en la espalda.
Por eso aquellos días, a pesar de que nos entregamos con delicia a ellos, parecían de mentira a nuestros ojos. Sentíamos que alguien nos bendecía, pero una corriente de llanto iba tras de nosotros, nos seguía los pasos.
Fueron días llenos de vida, de verdadera fragancia corporal; llamaría paradisíacos esos días, si no fuera pecado hacer tamaña comparación.
Se diría que éramos felices (¡se diría!), porque nuestra parcela fue aumentada en diez veces su tamaño, y la descendencia de nuestros animales fue prodigiosa en el primer solsticio; y por otras cosas más.
Thamar fue aquellos días la reina de nuestra alegría. Nos reíamos de nada, más de tres veces al día. Recorríamos la heredad tres veces por semana: la servidumbre nos proveía con abundancia para nuestro recorrido. Siempre íbamos los tres: los gemelos y Amnón. ¡No pudo ser entonces!
Thamar adquirió bajo el sol de junio una resistencia admirable, cortaba las manzanas elevadas de un salto, salvaba las acequias. Se tornó su rostro mejor que una ciruela.
Yo creía que, si la tierra fuera redonda, ella hubiera podido sostenerla en sus manos, como una manzana; pero creer esto era pecado, decía mi madre; así lo aseguraban los libros y los doctores respetables.
Sin embargo, mi corazón me decía que esto no era cierto, que Thamar poseía una fuerza maravillosa para hacerla redonda y sostenerla.
No puedo decir sin dolor que Thamar comenzó a preferir los regalos de Amnón ese verano; y las uvas que ella misma, y con cuidado, ponía en nuestros labios, fueron sólo para los de Amnón, desde entonces.
Pero ahí estaba el gemelo, ahí estaba Absalón, el hermano menor, sin saberlo y como que sabía, en guardia por su carne, siempre cerca. ¡No pudo ser entonces!
Nadie vaya a decir que en las piscinas, que en el huerto cerrado, que en el sombreado paseo de los álamos. ¡No pudo ser ahí!
Sin embargo el Maligno construyó un tiempo y un espacio especial para ellos. ¡Un instante y un sitio para confundirlos!
Amnón huyó en su yegua una mañana de abril. La noche anterior mi madre, en su aposento, lloró a lágrima viva con Thamar.
Y ahí estaba el gemelo, ahí estaba también Absalón sin explicarse y como queriendo proteger ahora una nueva carne todavía invisible, en medio de las lágrimas.
Mi padre, eternamente incólume, sospechándolo, y sin poder evitarlo, tomó vino, y dijo que la cosa no valía la pena. (¡Creo que para consolarnos!)
En la madrugada, Amnón, lo tengo presente, hizo un lío con sus cosas, me dio un beso en la frente, amargo sello, y me dijo: Voy a otros países. Toma esta moneda de plata. Traten de no recordar mi nombre.
Nuestra vida no podía seguir lo mismo. La corriente de llanto inundó nuestras plantas. Por eso no digamos: Somos felices. Porque cuando menos se piensa viene el Maligno a probar lo contrario.
Thamar pedía para su palidez uvas verdes y ciruelas y duraznos sin sazonar. En la casa circulaba como sangre un aire sordo: un niño lo iba a romper.