Cada cosa es Babel
1
Sim, escrevo versos, e a pedra ñao escreve versos […]
Más é que as pedras ñao são poetas, são pedras […]
Alberto Caeiro
[…] la roca apasionada.
Carlos Pellicer
Y le digo a la roca:
muy bien, roca, ablándate,
despierta, desperézate,
pasa el puente del reino,
sé tú misma, sé mía,
dime tu pétreo nombre
de roca apasionada.
Y no sabe decirlo,
no cabe un alfiler de labios
en su cuerpo sin rostro.
Pero yo sé su nombre:
roca, le digo,
y comienza a ablandarse.
Aun la palabra roca no viene de las rocas.
La palabra es más densa que la roca,
resquebraja la roca,
es el cardillo armado, que sabe de su imagen,
el agua enternecida con lo que refleja.
Es cierto, la palabra viene del poeta.
La palabra roca
no es criatura del mármol
y no viene del hombre a la manera
que el pájaro aparenta ser invención del árbol.
El mundo del poeta
no concede el sufragio
ni a las más altas rocas.
Pero el mundo sin rocas del poeta
procede, en fin, del mundo de la roca.
2
Dime tu nombre, cosa,
tu desnudo tejido
por el nombre y sus cáñamos seguros.
Bestia que el solo grito de su cazador
ya enjaula,
mosca en su claustro edénico de miel,
oveja ensoñada por el copo
de su ovillo futuro.
Cosa, cómo te llamas.
Si el nombre humea por tu cuerpo
como la trepadora escrita,
o la hiedra de frutos salivares
urdida flor a flor con tu materia
– como trabando el agua con el vidrio
sin romper el agua –,
si te llamas entonces, ente bautizado
que la lengua pule en su taller sonoro.
Cosa veloz, coherente o desarticulada:
te llamas ángel, col, ruina o memoria.
No eres más sin embargo,
nada se te agrega
por tener ese nombre que te lame
como un halo de oliva
o una guirnalda de avispas transparentes
sobre tu cuerpo sudoroso de existencia.
Cosa nombrada, ya existías
antes de llamarte incluso
con la palabra cosa.
En la brega del ojo vuelto filos,
el roce de la música y el tacto
ganaste el nombre: una sirena
del gesto y la palabra.
Cosa menor, ajena, cotidiana
o sin medidas, lampo corpóreo,
bloque vivo del sueño,
espectro arenoso, y azul, de la vigilia.
Mira correr la turba de tus nombres
en distintos idiomas
– cada cosa es Babel –,
como cayendo de un rostro con lengua dividida
por setenta navajas.
Mírate atravesar sin daño alguno
por éstos que se vierten sobre ti,
vinagre en áureas copas,
grito loco de saurio para tu cuerpo de grulla.
Ándate, como perro perdido
entre esos nombres: negro,
tritón, Berganza, hueleandando.
Cómo te envuelven sin tacto
y sin olor
en una sorda estela
de enceguecida mole
que al fin hiendes inmóvil o encallada,
buque de cristal en río de aceite.
Y en cambio mira el mar del nombre
que mereces llevar:
pega en tus carnes,
arroja nidos de cangrejos en tus aledaños,
fabrica o reconstruye con tu arena
viejos monstruos diluidos,
forja serpientes de metal
con los anillos extraviados,
divide en dos tu pecho,
clava firmes tornillos de acero en tu algodón
– espada en leche –
y afianza las espuelas
en tus piernas y brazos,
te envuelve, te cabalga
como un segundo cuerpo;
pinta de su color,
furioso tejo de anilina,
la atmósfera que incendias:
– mira, una lámpara, decimos,
jaula de luz o rayo en vacaciones
que levita en la sala
como el jugo más dulce del pincel;
y aquellos dos tinteros,
negrura sin azogue reflejada,
lágrimas de calamar
que la amargura del océano momifica;
la luciérnaga y su esperma al rojo vivo
que engendra carne y luz organizadas,
como el fruto portentoso que daría el lirio
si pudiera;
el ceño de esta joven rubia,
tan fruncido
que genera fibromas bajo la sien de esmalte.
Ésta es la cosa muda, el trino degollado
que me lleva por nombre
dice el nombre, un aura,
y propala esta gloria,
esta sazón de mago en la cocina,
denso estar de la cosa entre las cosas,
por el mundo.
1.2
Nombra el poeta
con un silencio ante la cosa oscura,
con un grito ante el objeto luminoso.
Pero ¿qué cosa dicen de las cosas los nombres?
¿Se conoce al gallo por la cresta
guerrera de su nombre, gallo?
¿Dice mi nombre, Eduardo, algo de mí?
Cuando nací ya estaba creado el nombre,
mi nombre,
pero creció conmigo
como un zarzal de letras,
penetró en la sangre
que llenaba apenas el fondo de la copa,
tiburón en playas bajas.
Fue prendiendo sus garfios en mi cuerpo,
se enredó con mis vísceras,
infló un segundo, verde corazón
junto al mío.
El nombre deja marca,
trastorna el laberinto digital,
cicatriza y se abre
su herida terminada en o,
como la piel del lago con la quilla
de la palabra guijarro.
Y nada, pese a todo, dice el nombre de mí.
Tener nombre no es nada, cosa en el vuelo.
Las relaciones de cosas,
los idilios librados entre cosas,
los privadísimos odios
entre la dalia y la silla,
los parentescos de sangre establecidos
entre el felpudo verde y los poemas
de Gonzalo de Berceo,
la sospechosa bastardía
del plumero en la jaula de los leones
¿tienen su nombre?
Cosa desnuda,
transparente a fuerza de proyectar
sin nombre su materia.
Cosa en escape
Como el vuelo extremado más veloz que el vuelo
o caza sin alcance.
He aquí la cosa para nombrar, poeta:
nombre del pan que tiembla ante el cuchillo,
del cuadro que en el terremoto
altera el ojo y el pincel,
del crimen y el asado de ternera.
2.4
Las cosas se distinguen de las cosas aullando,
piden su nombre a gritos,
reclaman su poeta.
Tienen sus cuatro patas
bien puestas en la tierra, las cosas:
mesas, garzas o serpientes,
y dan su flor cuando alguien
las reconoce en el coto cerrado y expansivo
del lenguaje,
premonición de un huerto
donde el agudo olfato distinguiría
los frutos de injertos posteriores.
Así la cosa azúcar endulza la palabra
con la materia viva en que se fundan
el vocablo y sus torres literales.
Azúcar, pronunciamos,
y un río de miel golpea
las bocas de los niños.
En cambio si decimos, para nombrar la azúcar:
eboé,
nada sucede, nadie se conturba,
porque el aciago muro de esa palabra hueca
corta el paso a las mieles corpóreas de la azúcar.
La azúcar que jugaba con la lengua
de los niños al corro, al tobogán;
la miel de la colmena
que las avispas rumian
en su boca dorada,
la mismísima azúcar,
la azúcar en persona
que esponjaba de luces
la jubilosa cresta del merengue,
es más sal que la sal.
Un solo grano amargaría las branquias de los peces.
Blanco aliento del oso que emblanquece el castillo,
relámpago de nieve.
Las mesas que saltaron
de la garza al cuadrúpedo
piden cartas, poeta, sobre su espalda lisa
de potros en lentísima carrera,
cuentas claras,
como la silla de Van Gogh
donde se sienta un mundo.
2.5
Se nombra en el destruir,
en el romper lo roto,
como el mago de la cirugía
que destazara un sapo para armar
con sus fibras y sus nervios
un caballo enano.
Roer como el de perra
que levanta al cachorro,
golpear como la catapulta
que diera impulso al gorrión.
Pulverizado el cuerpo de la cosa derruida
deben contarse aún los granos de su polvo
en gajos minuciosos.
Hasta el serrín de neutrón parecería sal gruesa
a la lengua curtida.
La roca ya existía antes del castellano
y su nombre, roca,
no la hiere,
no la inmuta,
no la enternece,
no la erosiona,
no le arranca su música,
no detiene su paso
a punto siempre de irse.
Pero hay grupos de nombres,
pókares de palabras,
palabras con estrías de diamante
y yunta de cebúes
que se clavan de veras en la roca
hasta hacerla gemir y manotear
sin darle guija de respiro.
La roca permanece bajo el río de estas palabras
y nombres amaestrados.
Se desgasta,
más rápido, más lento,
según pesa en su lomo la palabra.
Una roca del monte, por ejemplo,
que una patrulla suelta de palabras
reconoce,
un peñón solo
que la palabra encuera,
que empieza a parecer un elefante,
afecta un oso,
toma el perfil de un griego
– el Proteo de esta nube está en el ojo –.
En ella inicia el nombre su labor.
Llegan turistas,
inventan sus colmillos,
inscriben corazones en sus pómulos,
liman las deplorables asperezas
de la madre natura.
Hasta que la palabra
– un dardo negro –
cruza de lado a lado por la roca solemne.