Eduardo Lizalde

Cada cosa es Babel

 

 

 

 

1

 

Sim, escrevo versos, e a pedra ñao escreve versos […]
Más é que as pedras ñao são poetas, são pedras […]
Alberto Caeiro

[…] la roca apasionada.
Carlos Pellicer

 

 

Y le digo a la roca:

muy bien, roca, ablándate,

despierta, desperézate,

pasa el puente del reino,

sé tú misma, sé mía,

dime tu pétreo nombre

de roca apasionada.

Y no sabe decirlo,

no cabe un alfiler de labios

en su cuerpo sin rostro.

Pero yo sé su nombre:

roca, le digo,

y comienza a ablandarse.

Aun la palabra roca no viene de las rocas.

La palabra es más densa que la roca,

resquebraja la roca,

es el cardillo armado, que sabe de su imagen,

el agua enternecida con lo que refleja.

Es cierto, la palabra viene del poeta.

La palabra roca

no es criatura del mármol

y no viene del hombre a la manera

que el pájaro aparenta ser invención del árbol.

El mundo del poeta

no concede el sufragio

ni a las más altas rocas.

Pero el mundo sin rocas del poeta

procede, en fin, del mundo de la roca.

 

 

2

 

Dime tu nombre, cosa,

tu desnudo tejido

por el nombre y sus cáñamos seguros.

Bestia que el solo grito de su cazador

ya enjaula,

mosca en su claustro edénico de miel,

oveja ensoñada por el copo

de su ovillo futuro.

Cosa, cómo te llamas.

Si el nombre humea por tu cuerpo

como la trepadora escrita,

o la hiedra de frutos salivares

urdida flor a flor con tu materia

– como trabando el agua con el vidrio

sin romper el agua –,

si te llamas entonces, ente bautizado

que la lengua pule en su taller sonoro.

Cosa veloz, coherente o desarticulada:

te llamas ángel, col, ruina o memoria.

No eres más sin embargo,

nada se te agrega

por tener ese nombre que te lame

como un halo de oliva

o una guirnalda de avispas transparentes

sobre tu cuerpo sudoroso de existencia.

Cosa nombrada, ya existías

antes de llamarte incluso

con la palabra cosa.

En la brega del ojo vuelto filos,

el roce de la música y el tacto

ganaste el nombre: una sirena

del gesto y la palabra.

Cosa menor, ajena, cotidiana

o sin medidas, lampo corpóreo,

bloque vivo del sueño,

espectro arenoso, y azul, de la vigilia.

Mira correr la turba de tus nombres

en distintos idiomas

– cada cosa es Babel –,

como cayendo de un rostro con lengua dividida

por setenta navajas.

Mírate atravesar sin daño alguno

por éstos que se vierten sobre ti,

vinagre en áureas copas,

grito loco de saurio para tu cuerpo de grulla.

Ándate, como perro perdido

entre esos nombres: negro,

tritón, Berganza, hueleandando.

Cómo te envuelven sin tacto

y sin olor

en una sorda estela

de enceguecida mole

que al fin hiendes inmóvil o encallada,

buque de cristal en río de aceite.

Y en cambio mira el mar del nombre

que mereces llevar:

pega en tus carnes,

arroja nidos de cangrejos en tus aledaños,

fabrica o reconstruye con tu arena

viejos monstruos diluidos,

forja serpientes de metal

con los anillos extraviados,

divide en dos tu pecho,

clava firmes tornillos de acero en tu algodón

– espada en leche –

y afianza las espuelas

en tus piernas y brazos,

te envuelve, te cabalga

como un segundo cuerpo;

pinta de su color,

furioso tejo de anilina,

la atmósfera que incendias:

– mira, una lámpara, decimos,

jaula de luz o rayo en vacaciones

que levita en la sala

como el jugo más dulce del pincel;

y aquellos dos tinteros,

negrura sin azogue reflejada,

lágrimas de calamar

que la amargura del océano momifica;

la luciérnaga y su esperma al rojo vivo

que engendra carne y luz organizadas,

como el fruto portentoso que daría el lirio

si pudiera;

el ceño de esta joven rubia,

tan fruncido

que genera fibromas bajo la sien de esmalte.

Ésta es la cosa muda, el trino degollado

que me lleva por nombre

dice el nombre, un aura,

y propala esta gloria,

esta sazón de mago en la cocina,

denso estar de la cosa entre las cosas,

por el mundo.

 

 

1.2

 

Nombra el poeta

con un silencio ante la cosa oscura,

con un grito ante el objeto luminoso.

Pero ¿qué cosa dicen de las cosas los nombres?

¿Se conoce al gallo por la cresta

guerrera de su nombre, gallo?

¿Dice mi nombre, Eduardo, algo de mí?

Cuando nací ya estaba creado el nombre,

mi nombre,

pero creció conmigo

como un zarzal de letras,

penetró en la sangre

que llenaba apenas el fondo de la copa,

tiburón en playas bajas.

Fue prendiendo sus garfios en mi cuerpo,

se enredó con mis vísceras,

infló un segundo, verde corazón

junto al mío.

El nombre deja marca,

trastorna el laberinto digital,

cicatriza y se abre

su herida terminada en o,

como la piel del lago con la quilla

de la palabra guijarro.

Y nada, pese a todo, dice el nombre de mí.

Tener nombre no es nada, cosa en el vuelo.

Las relaciones de cosas,

los idilios librados entre cosas,

los privadísimos odios

entre la dalia y la silla,

los parentescos de sangre establecidos

entre el felpudo verde y los poemas

de Gonzalo de Berceo,

la sospechosa bastardía

del plumero en la jaula de los leones

¿tienen su nombre?

Cosa desnuda,

transparente a fuerza de proyectar

sin nombre su materia.

Cosa en escape

Como el vuelo extremado más veloz que el vuelo

o caza sin alcance.

He aquí la cosa para nombrar, poeta:

nombre del pan que tiembla ante el cuchillo,

del cuadro que en el terremoto

altera el ojo y el pincel,

del crimen y el asado de ternera.

 

 

2.4

 

Las cosas se distinguen de las cosas aullando,

piden su nombre a gritos,

reclaman su poeta.

Tienen sus cuatro patas

bien puestas en la tierra, las cosas:

mesas, garzas o serpientes,

y dan su flor cuando alguien

las reconoce en el coto cerrado y expansivo

del lenguaje,

premonición de un huerto

donde el agudo olfato distinguiría

los frutos de injertos posteriores.

Así la cosa azúcar endulza la palabra

con la materia viva en que se fundan

el vocablo y sus torres literales.

Azúcar, pronunciamos,

y un río de miel golpea

las bocas de los niños.

En cambio si decimos, para nombrar la azúcar:

eboé,

nada sucede, nadie se conturba,

porque el aciago muro de esa palabra hueca

corta el paso a las mieles corpóreas de la azúcar.

La azúcar que jugaba con la lengua

de los niños al corro, al tobogán;

la miel de la colmena

que las avispas rumian

en su boca dorada,

la mismísima azúcar,

la azúcar en persona

que esponjaba de luces

la jubilosa cresta del merengue,

es más sal que la sal.

Un solo grano amargaría las branquias de los peces.

Blanco aliento del oso que emblanquece el castillo,

relámpago de nieve.

Las mesas que saltaron

de la garza al cuadrúpedo

piden cartas, poeta, sobre su espalda lisa

de potros en lentísima carrera,

cuentas claras,

como la silla de Van Gogh

donde se sienta un mundo.

 

 

2.5

 

Se nombra en el destruir,

en el romper lo roto,

como el mago de la cirugía

que destazara un sapo para armar

con sus fibras y sus nervios

un caballo enano.

Roer como el de perra

que levanta al cachorro,

golpear como la catapulta

que diera impulso al gorrión.

Pulverizado el cuerpo de la cosa derruida

deben contarse aún los granos de su polvo

en gajos minuciosos.

Hasta el serrín de neutrón parecería sal gruesa

a la lengua curtida.

La roca ya existía antes del castellano

y su nombre, roca,

no la hiere,

no la inmuta,

no la enternece,

no la erosiona,

no le arranca su música,

no detiene su paso

a punto siempre de irse.

Pero hay grupos de nombres,

pókares de palabras,

palabras con estrías de diamante

y yunta de cebúes

que se clavan de veras en la roca

hasta hacerla gemir y manotear

sin darle guija de respiro.

La roca permanece bajo el río de estas palabras

y nombres amaestrados.

Se desgasta,

más rápido, más lento,

según pesa en su lomo la palabra.

Una roca del monte, por ejemplo,

que una patrulla suelta de palabras

reconoce,

un peñón solo

que la palabra encuera,

que empieza a parecer un elefante,

afecta un oso,

toma el perfil de un griego

– el Proteo de esta nube está en el ojo –.

En ella inicia el nombre su labor.

Llegan turistas,

inventan sus colmillos,

inscriben corazones en sus pómulos,

liman las deplorables asperezas

de la madre natura.

Hasta que la palabra

– un dardo negro –

cruza de lado a lado por la roca solemne.

Eduardo Lizalde (Ciudad de México, 1929-2022). Es considerado uno de los grandes poetas mexicanos del siglo XX. Ocupó diversos cargos culturales. Fue dire ... LEER MÁS DEL AUTOR